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Conquistadores en la selva. DeviantArt.

Relato de ficción

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Estamos en el siglo XVI. Un grupo de soldados españoles atraviesa la espesura de la selva americana en busca de algo que ya nadie recuerda. El delirio y el terror los acorrala. Vagan entre mariposas gigantes, aves que insultan desde lo alto y hombres que se convierten en árboles. Es increíble todo lo que sucede en este relato desaforado de Pedro Mairal leído por el actor español Sebastián Haro. Un lujo que nos damos en Orsai, para alquilar balcones.

Capitán, mejor estaba yo en mi calabozo. ¿Qué maldición es esta? ¿Quién acerca a las carnes este fuego que no pueden ver los ojos? Pues esto no es calor, que es la morada del diablo mismo que se esconde detrás de cada planta. Y las sabandijas, Capitán, son maldición funesta y puntillosa; que no es de tierras de Dios que las haya tantas y tan crecidas y hostiles. A Fernando de Cobrijas posósele en las espaldas una mariposa que en lo grande y colorida hacía la ilusión de ver que le hubieren crecido al pobre unas alas azules como de ángel. Y en viendo esto los hombres con maravilla y regocijo, me han dicho que la sabandija voladora hincole las garras para así llevarle lejos jalándole del lomo, y que esto lo logró, que por fortuna, no pasando la altura de los árboles, soltóle y cayó este con gran estrépito y perjuicio para su brazo que ahora no habrá de servirle para el resto de su vida, si es que así puede llamarse lo que aquí padecemos, Capitán, porque Fray Cándido supone que hemos muerto por la calor y que, no habiéndonos dado cuenta de ello y siendo esto parte del castigo, hemos sido condenados a errar por los siglos de los siglos en esta selva que no es otro sitio que el séptimo círculo del infierno. Y esto, a lo que yo imagino, es cierto, Capitán. El canónigo ha dicho que nuestro pecado es la soberbia, pues los mares no se surcan así durante meses, buscándole el borde al mundo, que uno ha de conformarse con el pueblo que le ha designado Dios, pues no desea Nuestro Señor que le hallemos las costuras del revés a este tapiz tan grande en donde nos ha puesto. Así lo ha dicho el cura, y no parece errado, Capitán.

Capitán, unos caníbales que llevaban un hombre atado a un palo para comerle han ofrecido a Don Alfonso trocar el Cristo de madera que arrastra en penitencia; éste lo cedió por temor, pero en dándose cuenta aquellos que era figura de madera y no alimento apetecible lo que llevaban, trajéronselo de vuelta y llevaron en su lugar a Don Alfonso. Pues no, Capitán, los hombres no han ofrecido resistencia, el penitente retrasaba aún más la marcha y alguno debía siempre de aguardarle solo para indicarle el camino con peligro de ser devorado por una fiera. Es que no dejamos rastro, Capitán. Vuesa merced anda siempre delante desvirgando esta selva abrasadora con su espada toledana, pero no se entera de nada, y disculpe que este humilde desdichado se lo diga. Pero es que no dejamos rastro, que la selva se cierra a nuestra espalda como si no hubiéremos pasado tantos hombres por allí cortando y pisoteando plantas, lianas y zarzamoras. Aunque lo cierto es que a cada jornada somos menos, Capitán, los hombres van cayendo. Herrera se ha disparado un arcabuzazo en la sien y en lugar de sangre le han manado hormigas rojas. Manuel de Torrecillas y Gonzalo el Molinero se han convertido en árboles y con estos van ocho. Mirabete, el que traía su gallo al hombro desde Sevilla, se ha ahogado en el barro y hoy cenaremos al gallo. Que ni siquiera tenemos qué comer y de no regresar pronto al Fuerte de Santa Asunción de Nuestra Señora de la Buena Esperanza y la Fe, comenzaremos a comernos entre nosotros. Ya nos hemos comido hasta la última mula. Su caballo sabía a Murcia, Capitán, muchos lo han dicho. Es que los pastos llevan el paisaje en el sabor y, al digerirlo las bestias, ahí les queda, metido entre la sangre. No llore, Capitán. De acuerdo, a fe que no está llorando, pero todos hemos perdido nuestros mulos y montados. La yegua de Hernández aprendió a hablar en sus últimos relinchos para pedir piedad antes de que la mataran. La degollaron más por el susto que por la hambre. A Hernández hubo que amarrarlo a un tronco apartado para que no peleara por su cabalgadura que tanto quería, primordialmente este último tiempo que, bien lo sabe mi Capitán, nos hemos visto tan solos. Y en habiendo concluido la faena, fuimos por él para desamarrarlo, pero apenas si se notaba el gesto de su rostro aragonés en la corteza. Que ya se había vuelto parte del árbol, Capitán. 

Capitán, ¡Capitán!… No se adelante tanto vuesa merced, que en ocasiones me es menester andar media mañana para hallarle. Fray Cándido dice que no hemos muerto, que se ha rectificado, que estamos vivos y la maldición consiste en habernos transformado al tamaño de las hormigas, que las cosas aquí no pueden ser tan grandes, y tal vez no se equivoque. ¿Ha visto mi Capitán la altura de los árboles y el ancho de los ríos y el tiempo que se tarda en avanzar por la espesura? Imagine vuesa merced que a una hormiga le llevaría tal vez toda la vida el recorrer una legua, y en sopesando esta idea, verá muy claramente y a la luz del entendimiento lo que ahora nos demora. Porque, de esa suerte, cuando uno se empequeñece, el tiempo se agiganta en forma contraria, que a estas razones obedece el que hubiéremos perdido ya la cuenta de los meses que llevamos andando entre estas arboladuras del demonio. Nos han encogido y la maldición aquí también consiste en no poder dar cuenta de ello, Capitán. 

Capitán, los esqueletos de Rodríguez y de Arias, el portugués, no han dejado de reírse de nosotros en toda la noche y ahora insisten en arrojarnos la suerte con sus propios huesos. ¡Herejías de brujos adivinos! Mandaríales yo carbonizar para rematarlos de una buena vez, que parece no haberles sido suficiente con la muerte que les dieron aquellos peces carnívoros. Peces que se devoran una vaca en menos que uno diga Jesucristo. ¡Pero en qué pensaba Dios cuando hizo esto!, si hasta los peces tienen una dentadura de lobo que le comen a uno primero los cojones, luego la lengua madre y luego el resto que le queda de las carnes. ¡Me cago en Don Cristóbal Colón y su bonete! ¿Qué paraíso terrenal ni qué coñazo! ¿Dónde está el oro y las ciudades suntuosas y las brisas como abril en Sevilla? Las aves como del paraíso, en el color y plumaje, sí que las hemos visto, pero cantando así todas juntas en nuestros oídos ensordecen y le hacen gritar a uno sin poder pensar en su terruño, habiendo así el recuerdo repletísimo de pájaros. Y estas aves conversan, Capitán. Álvar arremetió contra un pajarraco de colores con su espada y su ballesta, trepóse hasta la altura del follaje y no cesó hasta darle muerte porque aseguraba que el plumífero había insultado a su madre. ¡Me cago en El Dorado y esta selva de mierda que le parió! ¡Mentiras de los Pinzones echacuervos! ¿Dónde están los frutos enormes que cuelgan de los árboles y los puertos de aguas claras y las indias cachondas? Que aquello sí quisiera verlo yo, porque si la escuálida culebra de las escrituras le convenció a Eva de dejarse joder por Adán, hombre, de qué cosas convencerán a las mujeres de aquí estas serpientes gigantes capaces de devorarse un cerdo. En Castilla dejé yo a la mujer con las asentaderas más redondas de toda España y estas noches no ha dejado de ofrecérmelas en sueños. Y a fe digo que no soy el único que es visitado por estas visiones turgentes mientras duerme; debiera mi Capitán oír cómo suspiran los pobres soldados entre los remolinos del sueño. Que, a lo que yo imagino, las culpables de semejantes trastornos son las calores de estas tierras del desamparo. No ha mucho tiempo que los hombres suspiraban el nombre de su pueblo, ahora insultan a Dios y despiertos se baten a espada contra los ángeles, comienzan con abrirse camino entre la vegetación y terminan en una esgrima furiosa de insultos contra el clero y los demonios que solamente ellos pueden de ver. A muchos les ha mudado el color de los ojos, que algunos los hubieren antes pardos o azulinos y los han ahora verdes como este infierno que no es, a fe, el paraíso tan prometido por distanciarse en tal medida de las cosas que de allí se cuentan, Capitán.

Capitán, ¿pero por dónde ha estado vuesa merced?, que aparece y desaparece como las almas que andan penando. Me es menester decirle que Fray Cándido, a escondidas, ha unido en matrimonio a dos de nuestros hombres con dos monas hermosas a cambio de sus parcelas de tierra española donadas en favor de la Iglesia, y tal parece que esta misma mañana se han fugado los cuatro por las copas de los árboles. Y no es esta la única pérdida que debemos lamentar, Capitán, los hermanos Zaragoza se nos han ido en pajotes. Que en paz descansen. Don Joaquín Buenaventura no mejora de la herida que le hubiere causado aquel tigre en el hombro, y por el contrario ésta no se le cierra y en torno le están brotando unas pintas negras como el pelaje de la bestia que le atacó. Me ha dicho su vecino de sueño que le ha oído soltar unos rugidos lentos y profundos mientras duerme. Fray Cándido afirma que, así como en lo turbio del agua de los ríos se evidencia lo pecaminoso de estas tierras, de la misma manera, en las pintas en forma de besos de mujer que lucen estos tigres se muestra lo lujurioso del aire que se respira, ya que es un tigre con máculas y no con las rayas del ascetismo que es como corresponde y se le conoce habitualmente. Sí, Capitán, ya me silencio, es que el zumbido de los insectos me hace hablar para no sentir el cráneo como ya muerto y vacío con un abejorro dentro. Sé que no debo hablar tanto y tan continuamente, que a Chávez le mandaron colgar por lo mucho que parloteaba y porque insultó al rey mientras dormía, pero sepa, Capitán, debo decirle, cuando le ponían la cuerda al cuello, Chávez tornóse tan pálido y asustado que fue adelgazándose entre suspiros y sollozos hasta quedar como una señorita de voz aflautada que pedía clemencia por su marido que en su casa dejaba seis hijos, que los que conocieron a Chávez en Valladolid aseguran que era esta mujer igual a la que ahora será su viuda, que lloraba cada vez más fuerte y comenzaba a insultarnos con la soga al cuello, echando de sí «Maricones, matar a un hombre por tan poca cosa, hijos de perra», y harto más, y esto con tono cada vez más bravo y seguro, recuperando lo barbado de su voz, su reciedumbre, alzando el puño y rellenando nuevamente su armadura, cada vez más semejable al hombre Chávez como tal le conocimos. Y, en estando concluida la mudanza y a pesar de lo extraño del prodigio, le colgaron sin arrobos y sin rezos. Y ahora que se lo he dicho, no hablo más, mi Capitán.

Capitán, le ha salido a vuesa merced una liana del sobaco. No quiero yo ser impertinente, ¿pero cuánto tiempo hace que no se quita vuesa merced esa coraza y ese yelmo? A mi modo de ver, no son nuestras vestimentas adecuadas para este sitio. Ya ha visto mi Capitán cómo los hombres que aquí habitan van desnudos como su madre les parió, salvo por una zamarra de piel de venado que les tapa las naturas. Que no por eso debiéramos andar así nosotros, aunque sí más livianos, sin armaduras ni grebas ni correajes que acumulan debajo de sí toda la tierra de nuestra andadura. Y en tufillo no competimos ya contra las bestias, que las hemos aventajado tiempo ha, y esto en intensidad y lejanía, porque el pobre penitente Don Alfonso, que para ahora andará paseando por las tripas de los salvajes, decía no ser necesario que le indicaran el camino, pues guiábase con precisión en el aroma que nosotros dejamos por detrás a lo largo de un tiro de lombarda. Y por estas y otras abundantes razones debiéramos detenernos, Capitán, no se puede continuar con esta fatiga, no sabemos ya ni lo que estábamos buscando, y a nadie le interesa ya El Dorado. Cambiaría yo ahora todo el oro de las Indias por mi dulce calabozo de España, mi fresco y descansado calabozo de mi tierra donde a salvo de las fieras y la lluvia esperaba tan tranquilo que cesara mi condena. Si hasta nostalgia siento de la hediondez del Fuerte de Santa Asunción de Nuestra Señora de la Buena Esperanza y la Fe, pero mi Capitán desea continuar abriéndose camino con donaire por la selva, y está muy bien, pero sepa que ya quedamos muy pocos, apenas siete hombres herrumbrosos, Capitán.

Capitán, Don Joaquín Buenaventura, a quien avanzábanle ayer por todo el cuerpo las pintas del pelaje de la bestia que le hirió, no ha amanecido en su alma, de su jergón vacío partían las huellas de un tigre que se alejaba cauteloso. Álvar se ha ido de la mano con Fernando de Cobrijas, que han desertado juntos, y Carraspín de Almasán ha decidido permanecer inmóvil hasta que le alcance la muerte. Hemos quedado vuesa merced, Fray Cándido y yo, solos, bajo esta lluvia que cae como un Guadalquivir que se derrama sobre nuestras mismas cabezas, Capitán. 

Capitán, Fray Cándido se fue con los caníbales. Me ha dado la bendición de mala gana y me ha dicho que bien podía yo pudrirme en esta selva hablando solo, que él ya no podía sufrirme más, que comprendiera de una vez por todas que vuesa merced ha muerto hace meses en el día de San Ambrosio, fulminado por la fiebre de la escurana, pero vuesa merced bien sabe que no es cierto, que en ocasiones me ha dado trabajo hallarle pero siempre lo he conseguido, he debido atravesar pantanos y maniguas y breñas y… De acuerdo, no hablo más, pero no desaparezca así de esa manera que a ratos siento que de veras me he quedado solo y que estoy a punto ya de convertirme en árbol y no deseo quedarme echando las raíces, plantado aquí tan lejos de mi tierra, Capitán.

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