Faena
Rodeado de sangre. GETTY.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Faena

Una pareja que no pasa su mejor momento empieza un viaje largo en la ruta. En el medio, un muro inmenso e invisible empieza a crecer entre los dos. Una historia de Carolina Martínez que va escalando en cada kilómetro recorrido, y que interpreta la talentosísima Malena Solda.

Las horas que me tocaba manejar, Luis aprovechaba para dormir o se quedaba mudo mirando el camino. La falta de conversación me incomodaba. Ante la duda, el silencio. Ante la necesidad, el silencio. Ese bulto de mala energía que éramos se dirigía a cumplir un viaje planeado hacía medio año, para ver a mi familia. Como si no pasara nada.  

En la ruta, las únicas oportunidades en que lograba que me hablara decía frases del tipo: ya te arrugaste la camisa; sos bruta pasando camiones; es un Clio, no un tractor. Ya no lo escuchaba: al moplo de Luis le encantaba rezongar. Además, era mi auto y si rompía el embrague, era un problema que hubiera tenido que solucionar sola. Al mediodía, el sol de diciembre rajaba la tierra y Luis se había vuelto a quedar dormido. A cierta distancia el asfalto parecía mojado y el aire un poco borroso. Siempre me gustaron esos espejismos del verano rutero. El recorrido era recto, austero, con camiones esporádicos que cruzábamos de frente y que me daban la esperanza de que más allá del horizonte, nítido y azul, había algo de mundo vivo de verdad. 

La vegetación de la ruta, un conjunto de arbustos bajos y espinosos, era como un mantra que me disparaba los pensamientos más profundos del año. En la ciudad me había costado pensar. Me había sentido lenta, como si caminara con el viento de frente. El mal humor de Luis me había llenado de ruidos los últimos meses. Nunca me daba cuenta si era por él o si era por mí, pero se nos trababa hasta el plan más simple. Recién ahí, en la ruta y con él dormido, podía empezar a ver las cosas más claras. Se repetía una y otra vez la imagen de la tarde anterior, en el balcón de su departamento, cuando me había dicho que quería ser padre, que por qué no lo intentábamos. Quizás mi incapacidad para responder en ese momento nos había llevado hasta este estado de suspenso. 

Aunque estuviera con el asiento reclinado y roncara, teníamos que escuchar la música que él había seleccionado: sonidos suaves que se mezclaban con música ambiental, chill out, la llamaba él en su inglés de instituto. A mí esa música en la ruta me hacía hervir la sangre y me alumbraba algunas certezas nuevas: no quería convivir con Luis, nunca iba a ser ordenada como él quería, ni más prolija, y no aguantaba la vida en la ciudad. Ni siquiera sabía bien por qué estaba aún con él. Comenzaba a despreciar lo que alguna vez me había parecido sexy: su pulcritud, su detallismo, su asombrosa capacidad para problematizar hasta el color de los fideos. No me acuerdo desde cuándo me había empezado a sentir así, despegada de mi propia vida, viviendo como autómata gracias a la torpeza sorda de la voluntad. Ahora estaba recorriendo más de mil kilómetros para llegar a Villa Pehuenia con alguien que buscaba amoldarme a base de críticas. En esas cosas pensaba cuando noté que había despertado y miraba en silencio al techo del auto. 

—Me encanta la estepa —dije para romper el silencio—. Ya la puedo respirar.

—Obvio, todo lo que sea polvo y mugre a vos te conmueve. ¿Hay algún cine donde vamos?

—No, Luis. Estamos yendo a un pueblo con menos de mil habitantes permanentes. No hay asfalto, no hay supermercados y no hay cine. 

Con mi respuesta, me garanticé la siguiente tanda de caras de odio. Conseguí ignorarlo levantando un paredón imaginario entre nosotros. Me sentía más poderosa a medida que avanzábamos hacia el sur. Mientras las rayas blancas se repetían monótonas en la ruta, pensaba: no tendría que haber traído al moplo. En mi mente, desde hacía un tiempo Luis era el moplo, un personaje denso y exigente, que no podía disfrutar de casi nada. 

—Frená en la próxima estación de servicio —pidió el moplo—. Quiero ver si consigo mis galletitas. —Él solo comía unas galletitas de agua, finitas y sin sal—. 

—No venden esas galletitas en la ruta, Luis.

—Entonces alguna fruta —dijo mientras me acariciaba un mechón de pelo—. Ni loco como eso bizcochos de grasa que trajiste.

Seguí manejando. El auto necesitaba el doble de nafta para acarrearlo a él y a su enorme valija color verde loro. Volvía una y otra vez a recordar la tarde en el balcón. No se me ocurría algo más egoísta que su pedido. En cualquier caso, la idea de separarme de él crecía junto con el cuentakilómetros. Solo tenía que lograr darme la oportunidad y dejarlo definitivamente.

Nos faltaban aún unas seis horas para llegar a Villa Pehuenia y yo ya no quería escuchar más música: tenía el cerebro empalagado de melodías arenosas. El playlist eterno que el moplo había armado en Spotify ya había dado tres vueltas. Por eso, cerca de las cinco de la tarde le entregué el volante, apagué el estéreo y me preparé unos mates. Luis era un compañero intermitente para la mateada, pero esta vez directamente se negó.

—¿Hay agua fresca en la heladera del baúl? —preguntó.

—No, Luis. Ya debe estar tibia.

—Puaj —dijo y siguió manejando—.

Mientras tomaba mates se me ocurrió la idea de comprar un chivito en el camino para llevarlo de regalo a lo de mi familia, que nos esperaba para el anual festejo doble: la navidad y el cumpleaños de papá. En mi familia, el veinticuatro a la noche nos juntamos a celebrar el cumpleaños de mi papá con pinito, borlas de colores y algún tío que se disfraza de Papá Noel. El menú fijo es un chivito al asador.

Sugerí que paráramos en lo de Tato, en Santo Domingo. Tiene uno de los mejores criaderos de chivos de la zona, y nos quedaba de pasada. A Tato lo había conocido de chica y solo tenía el recuerdo de sus cachetes curtidos, los chistes incomprensibles y de los comentarios paternales que había hecho sobre sus animales: recordaba que a los destetados les daba leche en mamadera, uno por uno, como si fueran bebés de su familia. Le conté a Luis algunas cosas sobre Tato, con la intención de desviarnos un poco para comprar el chivito, y me escuchó interesado. También era una buena excusa para estirar las piernas e intentar remontar el humor del viaje.

 —Okey —dijo Luis. Di por aceptada la parada.

Un río de cauce angosto y poca agua corría en paralelo al camino recto de ripio aserruchado. Nada interrumpía el paisaje desértico. Unas vías de tren camufladas bajo la vegetación nos dieron indicios de un pasado con cierta prosperidad o, al menos, más tráfico. Santo Domingo era un caserío irregular, beige. Unas seis manzanas resolvían las necesidades habitacionales, educativas, sanitarias y recreativas de la población. 

Llegamos cerca del mediodía. Luis se bajó del auto y sus zapatillas blancas se llenaron de polvo al instante. Intentó limpiarlas con su mano. El lugar era un páramo con algunas cabras que paseaban desperdigadas por los costados del camino y un par de perros peludos de esos que ladran y también muerden. El sol pegaba fuerte y no encontramos indicio de vida humana local. Recordaba la ubicación del corral y fuimos hasta allí a buscar al criancero. Luis caminaba lento detrás de mí, cada tanto me daba vuelta y lo veía dar pasos inseguros, se le torcían los talones y se quejaba de la tierra que se le pegaba en el jean. 

—No pasa nada si te mancha la ropa —dije—, es solo polvo, después te sacudís.

No me contestó. Siguió caminando con el ceño fruncido. Un chaperío con palos cruzados cercaba el espacio donde habitaban los animales, ahora un poco más hacinados de lo que recordaba. Estaba lleno de crías. El piso era de tierra clara y en vez de los yuyos de mi memoria, había pequeñas cacas redondas. Unos cincuenta animales, con pelaje trigueño y gris, se acercaron a nosotros lo más que pudieron. Una cabra trepó la chapa, se paró en dos patas y apoyó sus pezuñas cerca mío. Tenía el pelo marrón, cuernos redondeados y un flequillo largo con raya al medio. Me miró grave con sus pupilas que parecían hendijas para poner monedas y establecimos contacto: todos sabíamos qué significaba nuestra visita. Tato apareció de golpe, saludó estrechando las manos y nos preguntó qué necesitábamos. No se acordaba de mí, después de todo solo nos habíamos visto un par de veces en mi infancia.

—Buenas —dije—. Estamos buscando un chivito para llevar. Tiene que ser uno grande, ¿tendrá?

—No hay problema —dijo Tato acomodándose la boina gris y agregó—: tengo varios que ya están listos.

Luis me sonrió y tuve una buena corazonada. Quizás no todo estaba perdido, quizás todavía nos podíamos divertir juntos. Cuando Luis estaba de buen humor, podía ser un gran compañero de aventuras. Hasta ese momento, él esperaba que Tato fuera hasta su casa y sacara de alguna heladera el bulto frío y gordo para llevar. Lo que efectivamente sucedió es que Tato caminó decidido hasta la puerta del corral. Verlo entrar me hizo recordar las faenas de mi infancia, el trabajo en familia, el olor a tierra y bosta, la emoción de recorrer la línea que conecta comer con el esfuerzo de matar.

—Entren, no pasa nada —dijo Tato mientras se tocaba la boina. Usaba zapatillas deportivas negras, una chomba de piqué turquesa y bombachas de gaucho grises de las que colgaba una franela nueva y limpia.

Abrió la tranquera de chapa y se metió entre la manada de cabras cautivas.

—No las puedo dejar salir a pasear porque se me las comen los perros — gritó mientras se perdía en el corral, luego agregó—: todas las mañanas les traigo leche, están gorditas este año, el invierno trajo buena agua y pastos.

Luis volvió a ponerse serio y se quedó parado en la tranquera. Lo busqué con la mirada, pero esquivó el contacto. Lo perdí otra vez, me dije. Es un moplo. Giré hacia el corral y lo seguí a Tato que ahora caminaba lento. Sus ojos eran como radares que buscaban la pieza perfecta. Las cabras lo rodeaban inquietas, zigzagueantes, y empezaron a balar oliendo el peligro. Una de ellas trepó con sus pezuñas en mi camisa. Me gritó «mamaaaaaaaaa» y fue tan insistente con sus garras que me hizo un tajo en la tela. No me animaba a mirarlo a Luis, pero sabía que tenía sus ojos en mi nuca.

—Salí de ahí que nos vamos —dijo—, no aguanto más este olor a rancho.     

—Estamos buscando el chivito indicado —dije—. Volvé al auto si querés.

Pero no quiso. Se quedó parado como un poste exhibiendo el descontento. Para Luis, la carne que comía se criaba en las góndolas frías de un hipermercado. Yo necesitaba arrancarles a mis actos las capas metabolizadas que le agrega la ciudad. Ir al origen. Mancharme las manos de sangre y volver a sentir una conexión real con la vida. 

Con una maniobra muy practicada, Tato cazó del cuello al chivo elegido e hizo un nudo de hilo entre sus cuatro patas. Apiñó ese montón de pezuñas y sacó a nuestro chivo del corral como si fuese una bolsa de papas. La manada del corral balaba exaltada, se agitaba en el aire, la rebelión sonora era progresiva y amenazaba. En cambio, el elegido estaba mudo. Tendría un shock de pánico, porque estaba manso y miraba la escena como si él no estuviese ahí. 

Tato salió del corral seguido por dos perros medianos con mechones apelmazados mientras sacaba al chivo del corral y lo llevaba al rancho de al lado. Era un rincón de sombra, un oasis, con algunos muebles improvisados hechos con maderas viejas y un tanque de agua de plástico: todo en perfecto orden. Me paré a su lado. Con gesto arrutinado Tato apoyó de costado al chivo atado de patas en un tronco cortado, sacó su franela impecable y limpió una cortapluma muy pequeña. Guardó la franela nuevamente en su bolsillo y le recorrió el cuello al chivo con el filo brillante. El degüello fue absolutamente silencioso, la cría se entregó sin resistencia. Unas gotas de sangre me mancharon la camisa. Tato me pidió que acercara una palangana para que la sangre que iba a chorrear no cayera en el piso. 

—Está pálido tu marido —me dijo.

—Es mi novio —aclaré.

Miré a Luis para ver si se veía débil o si estaba más blanco que de costumbre. Estaba parado con los brazos cruzados. Sus ojos furiosos me perforaban la frente.

—No puedo creer que disfrutes ver esto —dijo mientras retrocedía unos pasos—. Estás toda sucia, sos un asco.

La sangre tibia y espesa comenzó a llenar la palangana metálica. Los dos perros lanudos se acercaron eufóricos y lamieron el contenedor hasta dejarlo impecable. Tato apoyó al chivo desangrado en una mesa baja, amontonó las pezuñas y con la cuchilla filosa le sacó de un corte las cuatro patas: el manojo de dedos y uñas fue a parar a una bolsita amarilla de supermercados La Anónima. Con el mismo filo hizo luego un tajo superficial y largo desde el cuello hasta la cola. 

—¿Me querés ayudar? —dijo Tato y me indicó cómo tirar desde los bordes del tajo para despegarle, como una calcomanía, la capa de piel con pelos que luego pusimos a secar al sol enganchada a un alambre. 

—Claro —respondí. Lo miré sonriendo a Luis y empecé a tirar con fuerza de la piel del chivo. Mis jeans se mancharon con un fluido verde y espeso que salió de la tráquea tajeada. 

—Cortala —gritó Luis a medida que caminaba hacia atrás rumbo al auto—. Mirá lo mugrienta que estás. Así no te quiero cerca, te aviso.

Se sacudió el polvo de su ropa. Lo vi sentarse con auriculares en el asiento del acompañante y por un momento deseé que el Clio estallara en mil pedazos en medio de la estepa.

Quería seguir de faena con Tato que no paraba de hablar. Me contó que ese cuero, una vez seco, se lo venden a la barraca del lugar que los acopia para las curtiembres. Mientras lo escuchaba, una alegría liberadora me copaba el cuerpo. Me sentía liviana, sola de Luis, en comunión con el resto del planeta. Una catarata de preguntas me salía enajenada de la boca, quería estirar ese momento por horas. 

Tenía las manos enchastradas de sangre, seguramente la cara también. Tato enganchó los muslos del animal y lo colgó del tinglado. El chivo ahora era una bolsita flacucha de carne y pocas grasas colgando de la chapa. Su cara, despellejada y excesivamente pequeña, pendía de una tira fina de carne del cuello. El corte final fue en la panza para sacarle las vísceras limpias. 

Finalmente, Tato descolgó al chivo del gancho y lo puso en una bolsa blanca usada. El animal se convirtió en producto en menos de quince minutos. Pagué, saludé a Tato y le agradecí por haberme dejado participar. Luego, con la camisa rota, mugrienta, y los jeans que desprendían un olor agrio, me fui al auto con el bulto entre los brazos. Abrí la puerta de atrás y tiré el cadáver arriba del asiento. El moplo abrió la boca como para decirme algo. No lo dejé. Sin lavarme las manos, puse la radio bien fuerte y arranqué el motor. Con la mirada al frente, subí al ripio y abrí mi ventanilla así se llenaba todo de tierra. Luis solo habló para pedirme que lo dejara en la garita de la ruta, bajaron él y su valija verde loro para regresar en colectivo. Me sentí una pluma el resto del viaje: canté como desaforada mientras trepaba la precordillera con mi nuevo copiloto.

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