Mayra: solo hay sesenta en el mundo como nosotros, ¿nos podremos ver?
Orsai.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Mayra: solo hay sesenta en el mundo como nosotros, ¿nos podremos ver?

Matías Fernández Burzaco tiene veintiún años y fibromatosis hialina juvenil, una enfermedad rarísima de la que solo hay dos casos en Argentina y sesenta en el mundo. Hace unas semanas Matías grabó una carta conmovedora para Mayra Ordóñez, una chica de su edad que vive en Monte Grande y también la padece. El resultado es un monólogo literario imprescindible.

Mayra, está por terminar el año y mi cuerpo sigue igual. ¿Papá Noel no bajó y te trajo algún bisturí para enterrar un nódulo? Me estoy mirando en la pantalla de la computadora. Tomo un té con la pajita y sigo chupando por inercia, perdido, aunque ya no quede nada en la taza. Me acuerdo de tu cara, que no estaba tan borroneada como la mía: tan escondida, tan apretada. Y pienso en la vida y en el tiempo y en lo que nos pasó: pienso por qué. Vos sos un perro verde, me dijo una médica hace un tiempo. No entiendo qué quiso decir: que soy raro, supongo. A veces no entiendo las formas de mi cara y mientras me miro, pregunto: por qué. Me toco los nódulos y pienso que todo —la enfermedad, el cuerpo machucado, la vida lenta— fue parte de un sueño: parpadeo, como si eso me hiciera despertar. No quiero estar en el cuerpo de un nene para siempre. Me imagino que vos tampoco.

Este año quiero verte. 

¿Puedo?

Le pedí tu contacto a nuestra pediatra, Fernanda Decastro. Me ilusioné. Hace poco te hablé por Facebook —hola, cómo estás, te acordás de mí, de quiénes somos— y no sé por qué no me respondiste. Después, a las dos semanas, sí: unos mensajes cortos con muchas caritas felices. Me estaba subiendo el pantalón y la eché a mamá de una patada para ver qué habías puesto. Pero sos como yo, ¿no? No te gusta ver a nadie discapacitado ni, mucho menos, hacerte amiga. ¿Los odiás? ¿Preferís cruzarte de vereda? Yo sí. Discrimino a los discapacitados, no entiendo nada. No logro entenderlos, aunque haya pasado mucho tiempo. Salvo a vos. Aunque no tenga sentido, te quiero.

Me encanta describir a las personas, retratarlas. Estoy quieto, aprovecho para mirarlas. Un poco trato de partir de mí para contar a los demás. Es loco mostrarme. Y vos no sos fea. Incluso sos menos fea que yo. No estás bombardeada por nódulos. ¿Te operaron alguna vez? ¿Te quisiste arrancar un nódulo? ¿Sabés, obvio, que las pelotas que nos crecen se llaman nódulos? Tu cara está limpia, lavada, en el cuerpo ni debés tener. Te apuesto a que tengo más, ¡te apuesto! Hace poco los conté, pero le prometí a la almohada que el número es secreto. Igual, solo sumé los de afuera; adentro debo ser un hormiguero. 

Mayra Ordoñez padece la misma enfermedad que Matías.

Nunca le vi el rostro a otro, o a otra, ni siquiera del mundo. Creo que somos sesenta. Mamá se mandó mails con una mujer de España, con un tipo de Francia. En internet hay poco sobre la enfermedad. ¿Buscaste? Estando viva me hacés sentir vivo. Si te morís me quedo solo y mi silla andaría sola por un desierto sin horizonte.

Mamá se hace la distraída, pero escuchó que te voy a ir a ver y ahora muere de alegría. Me hace chistes: «¿Qué, te vas a enganchar con ella…? Jodeme, pareja perfecta». Me pongo muy colorado y no puedo parar de reírme y se me tropieza la baba. Mamá dice «lero lero, ¡te gusta, te gusta!». Pero salir con una discapacitada, pienso, me va a estancar en un lugar inestable. Mentira. Debés ser un amor.

¿Salís, hablás, paseás por tu barrio? Ojalá que sí. Que salgas, pero con tus amigas. ¿Te ayudan a caminar? Yo eché a tres enfermeros y a un acompañante terapéutico, ya me tienen harto.

Los amigos me sacan a boliches y fiestas hasta tarde. ¿Cómo te miran las personas en la calle? ¿Les das miedo? Cuando salgo se alejan o tratan de no mirarme. Lo bueno es que los ladrones me guiñan el ojo y me bendicen. Tienen tatuajes del Gauchito Gil y puntitos en la cara. Me gritan que el barrio me protege. 

La gente cree —no sé si te pasa a vos, después contame— que soy un genio, que soy el prototipo de la ternura. Que soy un enviado de Dios, un angelito, una bendición; que soy, incluso, Dios en persona. La gente cree que uso pañales: que cuando me hago pis o caca no grito ni aviso. La gente cree que no hablo. La gente cree que no se me puede retar; que soy alguien que no merece recibir un insulto o un límite. La gente cree que Jehová me va a curar, que el amor me va a curar, que Dios me va a curar. La gente cree que soy un castigo a mis padres.

Una profesora de la facultad dijo así: que los padres de esta criatura necesitan psicólogos, que me torturan por vergüenza, por culpa; que soy una imagen de los pecados bíblicos y el resultado de una estirpe corrupta de incestos y de enfermedades venéreas; que soy un ser nefasto, que me mantienen con vida a mí, esta larva, solo para poder robar. La gente cree que estoy enfermo. Que soy discapacitado moral.

¿A vos te insultaron alguna vez?

La gente cree que soy un error que devora a mis padres con las horas de trabajo. La gente cree que tengo cáncer. La gente cree que soy un animal, un ovni, un objeto no identificado. La gente cree que no me puede abrazar porque tengo el pecho repleto de piedras, cáscaras de huevos que se pueden romper. La gente cree que por mirarme —levantar la vista: solo mirar— puede producir un hechizo que trasfiere todos los síntomas. La gente cree que soy un maleducado por comer con la boca abierta. La gente cree que mi destino es terminar en una institución para gente con enfermedades. 

La gente cree que soy pobre y me regala plata en el colectivo: dos, cinco, diez pesos. Eso está buenísimo, ojalá te pase. La gente cree que mis padres pudieron no aguantar y ponerme en adopción; que no hubiese estado mal. La gente cree que no hay, siquiera, que mencionar la enfermedad. La gente cree que tengo una discapacidad mental; que por eso saco la lengua y se me cae la baba. La gente cree que no escribo, que no soy periodista. La gente cree que no sé leer ni detectar colores, que no sé mi teléfono de memoria ni mi dirección. 

La gente cree que soy una nena, una mujer, una ancianita. Mirá si me confunden con vos. Algunos creen que soy un niño, un viejo al que, con los años, se le fue achicando el cuerpo. La gente cree que soy un bebé; «saludá al bebito», dice una madre.

Te cuento más: la gente cree que es imposible que sea un hijo de re mil puta porque estoy en silla de ruedas. La gente cree que soy bueno y me viene sonriendo a media cuadra de distancia; «pero míralo: si es discapacitado».

La gente cree que, porque yo dependo de ellos, tiene un poder sobre mí. La gente cree que necesito ayuda todo el tiempo; por eso me preguntan cada dos segundos qué necesito. La gente cree que mandarme el emoji del brazo forzudo y para arriba es darme fuerza. La gente cree que regalándome una Rhodesia o una barra de chocolate me puede solucionar el día. La gente cree que la enfermedad es terminal; se pregunta: ¿cuánto le quedará, pobre? La gente cree que en poco tiempo me acuesto en la tumba.

¿Qué creen sobre vos?

Ahora le hago muecas al espejo pero mi expresión no es expresión: es algo reducido, que alguien puede no darse cuenta. ¿Vos podés hacer muchas caritas? ¿Algunas graciosas? Ay, a mí no me salen. El WhatsApp tiene más caras que nosotros. Otra cosa: ¿tu boca se cierra? ¿Sentís que no entra ningún bicho? La seguridad que debe dar cruzar los labios, respirar por la nariz, comer con la boca cerrada, guardar las palabras y no tragarlas. ¿Alguna vez diste un beso? Uno de mis primeros besos se lo di al espejo, parecido al que tengo adelante ahora. Quedó la marca de los labios, muy separados. Este está sucio: hay pegote de mermelada de frambuesa, una gota de té, coca, dedos apoyados.

Che, ¿y a vos te afectó el sistema respiratorio? A mí me dieron un respirador porque me ahogaba. Y encima me obligaron a ver una psicóloga. Pensaron que podía quedar traumadito.

¿Vos? Si jugamos una carrera, creo que me ganás porque seguro manejás la silla con los brazos. Antes, yo rodaba las ruedas con los codos. Ahora no los muevo y la médica dice que agitar el mouse es un avance. Voy clic por clic en las letras del teclado virtual, uno que me aparece en la pantalla de la compu. Así escribo. Así te escribo. Ah, por favor: si me respondés, grabame audios. Aunque sean de un segundo. Quiero escuchar tu voz.

Hace unos años, cuando yo tenía ocho años, viniste a mi casa de Flores. Eras de Monte Grande, creo. Ese mediodía mamá cocinó churrascos con puré y almorzamos. Traté de no mirarte mucho. ¿A vos qué te llamó la atención de mi cuerpo: qué me miraste cuando me distraje o me puse de espaldas? ¿Cómo era mi mirada? ¿Perdida, distraída, contraída?

A las doce, en Navidad o año nuevo, todos hacen chin chin con las copas menos yo. Ahora pasaron casi veintiún años desde que me detectaron la enfermedad. 

Y antes nunca quise verte, esa es la verdad. Lo supiste el mediodía que me visitaste, que no te dije ni una palabra: me fugué de la mesa, estuve con mis amigos en otra habitación mientras nuestras mamás monologaban y vos mirabas con esfuerzo. Y seguro te sorprendiste cuando recibiste mi mensaje hace poco. Tengo ataques de pánico ––me dan vértigo los espacios abiertos, las rutas, el campo–– pero ahora sí quiero, ahora tengo que hacerlo. Quiero conocer tu casa, quiero tocarte la piel, quiero ver qué hizo la enfermedad con vos: si lucís como yo, peor o mejor, cuántos nódulos tenés, si son grandes, chicos, bordó como mi pera y mis dedos, si te arrasó la vida. Sentarme con vos cara a cara, nódulos con nódulos, silla con silla.

Un beso muy grande.

Te abrazo,

Mati

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