Profesora a alumno discapacitado: «Sos el resultado de una estirpe corrupta de incestos y venéreas»
Matías Fernández Burzaco, el autor. MFB.

Crónica introspectiva

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Matías Fernández Burzaco, que sufre una extraña enfermedad en la piel, fue maltratado por una docente de su universidad. El hecho no es reciente, pero recién ahora tuvo ganas de contarlo. Y no solo eso: también sumó el audio de la profesora que lo agravió, en el que —entre otras cosas— lo acusa de ser «el resultado de una estirpe corrupta de incestos y venéreas». Así como lo escuchan.

De pie frente a la clase, en la escuela de periodismo a la que voy, la profesora —a los gritos, con el cuello inyectado de sangre— habla así de mí y de mis padres: 

—¡Acá los que necesitan psicólogos son los padres de esta criatura, que lo torturan por vergüenza, por culpa, porque es una imagen de los pecados bíblicos, es el resultado de una estirpe corrupta de incestos y de venéreas! No es más que eso. Y no quiero una psicóloga. Psicólogos necesitan los que lograron mantener con… —mira a mi padre, se refiere a él— ese ser nefasto, que mantiene con vida a esa larva solo para poder robar. ¿Qué me vas a denunciar a qué, al INADI? ¿A gendarmería? Eso te funciona con otros profesores. Conmigo, no. Conmigo funciona la educación, el respeto y toda laputaqueloparió: todo eso que vos no conocés.

Mi papá filma todo. Me acompañó a la escuela porque le daba miedo que me agrediera la profesora con la que yo, justo dos días antes de esta clase, había discutido por teléfono por un problema de notas. Al final mi viejo tenía razón: la mina está sacada. Sigue. 

—¡Te hubieras comunicado antes! ¡Y te voy a pedir por favor que te retires! ¡Si querés analizar tu nota, leéla! ¡Y si no querés analizar tu nota, vos te vas con el té con leche a la puta que lo parió porque si acá los pibes no están consumiendo alimentos vos tampoco, y te retirás de la clase! Yo a Fernández Burzaco no lo quiero ver más, no le doy más clase. Ni ahora ni nunca. 

Me le río en la cara.

Y mi sonrisa se nota: separo los labios, muestro los dientes chiquitos, cuelo la lengua al costado como un atrevido. La mina golpea las hojas de mi parcial contra los escritorios blancos, roza la impresora, y yo ni me muevo. Con mi acompañante seguimos acomodándonos en el aula mientras ella vomita todo lo podrido de su alma. Yo me río; la miro y le guiño un ojo. Es como si estuviese paseando por Puerto Madero a las cuatro de la mañana y un borracho —rendido, con ganas de tirarse al río— me hubiese gritado algo. Lo mismo.

Mi acompañante me peina.

—Ya está, es una loca —dice en voz alta. 

Destraba mi silla y las ruedas giran en reversa. Nos retiramos despacio. Ella se queda gritando sola, en pleno brote psicótico. Me da miedo que me revolee el borrador del pizarrón. Si una persona me pega en la cara, pienso, me puede matar de un impacto. En la puerta, miro, mi papá sigue con el flash de la cámara prendido. Ella se le acerca, le pregunta qué hace ahí. Como toda respuesta, mi padre la enfoca; la graba.

Le dije a él —varias veces— que no soy un nene, que me sé defender solo. Que para hacerme de guardaespaldas está mi acompañante. De última le escupo un ojo y después la piso con la silla. Pero para él siempre voy a ser un niño: hace unos minutos que papá ya entró y empezaron los gritos.

La mina le pregunta a mi papá qué hace grabando y le dice que es un mamarracho. El director de la escuela no sabe qué hacer y parece un alumno más. Es un inútil. Se queda quieto: solo falta que saque una foto. La asistente social, de pelo azul, llega justo y le salta al cuello a la mina. Saca a los compañeros del aula, que parecen todos aturdidos como si hubieran visto un accidente en la calle o una batalla campal. Salen rápido y se aprietan en el pasillo de afuera. La profesora —Julia— se quiere arrancar el pelo corto pero no puede. Es una vieja peluda y venenosa.

Salgo.

La historia fue la siguiente: un lunes ella tomó un parcial de escritura, yo desaprobé y me enteré por internet, y lo comenté en casa, en la cena. Ella había dicho en una clase —no me acuerdo la fecha— que ante cualquier duda le mandáramos un mail. Yo creí —y fui un tonto, porque ella tenía razón— que no debía reprobar ese examen y, entonces, recursar la materia con tres. Si no lo hablaba, perdía los meses de cursada y tenía que volver a presenciarlos al año siguiente. Y dentro de cuatro días ya cerraban las notas. Le mandé un mail al campus virtual de la facultad: nada. Le mandé un mail a su correo privado, que ella había anotado en el pizarrón y yo copié en mi celular: nada. Pasaron dos días. Al límite, le mandé un WhatsApp y me bloqueó. Lo mismo en Twitter, cuando me fijé y encima vi que ella era hincha del Real Madrid y anti Messi: todo lo opuesto a mí. Hasta que fuimos con mi acompañante al teléfono de base —que está en el cuarto de mi mamá—, me lo colgó en la oreja y la llamamos.

—Hola, Julia, ¿cómo estás? Soy Mati Fernández, perdón que te moleste. Te escribí varias veces porque tengo algunas dudas sobre el parcial y quería que las charláramos antes de que cierres las notas.

—¿Vos me estás cargando, pendejo? —respondió—. Esto es una falta de respeto, maleducado, yo soy una señora grande, tengo mal a mi mamá, somos uruguayas, no podés hacerme esto. Ah, ya entiendo, querés el numerito, ¿no? Si ni sabés usar los dos puntos.

—Julia, tranquila, perdón. Te pido mil disculpas, no hablemos más. Lo hablamos la próxima clase.

—Nooooooo, nooooooooooooo, nooooooooooooooooo, ahora ya fue, ya está, ya lo hiciste. Me llamás para amenazarme y extorsionarme, chau. Encima vendés ahí en tus notas que fueron 30 mil desaparecidos, y no fue así, ignorante. Vos no sos periodista, sos un aprovechador, no te enseñaron el respeto. No tenés valores. Encima llegás tarde, ¿por qué lo hacés? Mirá que yo no tengo plata como vos, eh. El numerito te interesa, la notita. ¿Y atrás de qué se ríe el atorrante de tu acompañante? Lo voy a devastar. ¿Qué te pensás? ¿Que te voy a dar la nota porque sos discapacitado, mocoso? Sos una vergüenza de persona. Y se siguen riendo. Egoísta, irrespetuoso, andá a buscar la cuota y dedicate a otra cosa.

Mi asistente me sacó el teléfono y fue gracioso porque Julia siguió gritándole al aire. Después le cortó.


Ahora son las 14:03. Me escapo de la escuela y papá toma el control de la silla. Es muy alto y se tiene que agachar para sostener las manijas. Quiero que suelte las manos de mi vehículo. Quiero andar solo. Me obliga a irnos por el pasillo hasta llegar a la luz del sol. Los gritos quedaron atorados en el aula: ella se encerró con el director y la psicóloga. El rector de la carrera le pidió que antes de renunciar les dé una explicación a los alumnos. Absurdo. Salimos a la calle y los compañeros de la facultad me respaldaron. Era obvio que esto iba a pasar, dice uno, si hasta se reía sola la pirada. 

Mi acompañante prende un pucho: estuvo muy nervioso.

Papá dobla y me voy a tomar un café y un tostado con pan de pizza a la esquina, con la respiración calmosa. Adentro me sigo riendo. Mi acompañante me choca los cinco y pide tres medialunas y una chocolatada. No llamo a mamá como cuando me caigo de la silla o la fiebre me sube hasta incinerarme. Papá me pregunta si estoy bien. Me llegan mensajes diciendo que la denuncie, que la haga pagar, que les cuente la historia a los noticieros, que entregue su cabeza.

Lo medito, sí, mientras cierro los ojos para darle un sorbo al café. Es ese segundo. 

Al principio pienso que ella arderá sola en su cuadrado: que esa condena es suficiente.

Pero ahora también siento que hablar no está mal. Las palabras son mi mayor movimiento.