Crónica introspectiva
Mi kinesióloga ve gente muerta
En esta nueva entrega de relatos autobiográficos, Matías Fernández Burzaco nos presenta a su kinesióloga: una mujer musulmana que de chica consiguió esquivar un accidente fatal y que ahora posee el don de ver a personas que fallecieron. Se llama Fernanda. Lo extraño es que nunca reveló su apellido ni el lugar en el que vive. Para Matías, ella se parece a un ángel.
Mamá arma la pileta. Sueño que el cuello del buzo se empieza a cerrar y me estrangula sentado. La kinesióloga se mete con ropa y dice que ve espíritus.
Mi kinesióloga ve gente muerta. Pero despierta, dejada en su cama con cuarenta y dos de fiebre y los ojos abiertos. Espera ansiosa ese momento para no sentirse tan sola. Toda su familia murió en un accidente en la ruta y ella se salvó por dos versiones que dijo en casa: saltó del asiento antes de chocar o ni siquiera viajó. Pero cuando está afiebrada no ve a sus papás, ni a sus hermanos. Ellos eran malos, dice. No la querían. Un hombre, después de lo sucedido, la encontró deprimida y le hizo de padre por un tiempo. Ahora Fernanda se toca la frente caliente y no toma ibuprofeno: queda adormecida y lo mira que aparece en la puerta con su camisa negra y el pantalón de vestir, le sonríe y le agarra la mano y siente que la piel se hunde con sus dedos. También entran sus perras —Gala y Uma— y agitan las colas contra el colchón, se suben, saltan.
Ojalá a mí no me vea nunca. Ojalá nunca pronto. Mis sueños son cada vez más repetitivos: el cuello del buzo que llevo puesto se empieza a cerrar y me ahorca sentado. Supongo que el respirador me salva. Cuando estoy a punto de morir, abro los ojos. El saturador —un aparatito que va en el dedo, que controla aire y corazón— no miente. Marca que nada se fue de lugar. Despierto con la máscara babeada y el cuerpo chupado por los mosquitos. Quiero arañar, matar, conocer otra sangre que no sea la mía. Mi enfermero preferido empezó a faltar. Estoy desnudo.
El timbre me retumba en el oído. Es Fer, la kinesióloga. Un día dijo que si llegaba y me encontraba todo desvelado y sin ropa me masajeaba igual. Me puse muy colorado. Ahora entra y me besa la frente. Es musulmana, pero no me hace la cruz como esa gente tóxica de la calle.
—Para mí que nos conocemos de otra vida —dice y me separa los dedos de la mano como si fueran muñequitos. Acabamos de arrancar la sesión.
Le pregunto qué vida. Ojalá hubiera otras, le digo, sos optimista vos. Me río, se ríe y se le forma un hoyuelo que aparece pocas veces. Vino con el pelo fino y con rayos violetas en las puntas. Creo que se cambia el color cada una semana. Me mira y le miro los ojos pintados como árabe, la cara angulosa, la piel aceitunada y el arito perfecto de la nariz. Tiene unas tetas grandotas, se las chuparía. Pero lo que me desconcierta es su mirada. No tiene cara de muerta. Parece un ángel.
—Un ángel reencarnado —dice.
Todavía vive con su exmarido y se separaron hace varios años; los crucé juntos en una casa de hamburguesas. Me parece bárbaro. Lo raro es que nunca me quiso decir su apellido ni dónde vive. Odia a los judíos. Los jueves no viene porque trabaja como dominatrix. A veces le mira el pecho a mis amigos. Le cuento que tengo un enfermero para presentarle. El que falta seguido, le digo. A Guillermo también le gusta ayudar y curar como vos. Conoce la calle. Por eso me encanta que nos quedemos solos, empezar a hacerle preguntas. Pero no le pagan y entonces falta.
—Yo podría venir a cuidarte —bromea—. Pero solo si me dejás contarte mis historias de terror.
Quiero que le suba la fiebre.
La abuela se descompuso el mismo día del accidente —el 2 de agosto, pero de 2018— y tres días después murió. Quedó sola. Fernanda dice que no se puede escapar al destino. Cada vez que se sube a un colectivo y pasa por un accidente fatal en la ruta, dice pausa: hunde el timbre, baja y se lanza a ayudar. Algo le empuja y es como si su cuerpo, sonámbulo, caminara como un espíritu que nadie puede ver ni tocar. Corre las vallas, corre a la policía. Hace respiración boca a boca y salva a un señor de bigotes. Cuando alguien —un paciente, una abuela, un ciego que cruza la calle— se descompone y se cae al suelo, dice pausa: corre con su cuerpo grande, la cartera que se le traba, y asiste. Peor es el caso, más sangre hay, más se involucra.
Me ha salvado de una celulitis. La llamé una tarde de un sábado en el que mi brazo estaba tan hinchado que podía explotar. No era día de trabajo. Atendió rápido, vino. Me ordeñó el brazo durante cuarenta minutos. Con las horas se fue mi fiebre. La hinchazón. El tejido colorado.
Ya no es tiempo de mar. Mamá pinta la puerta de entrada y arma la pileta. La kinesióloga se mete con ropa y me hace masajes. Nado en las aguas dormidas mirando el verde del patio y el pedazo de cielo púrpura que nos queda. En el agua puedo caminar. Mis nódulos no flotan. Me estira las patas y la veo feliz al saber que se irá con el vestido empapado. El pelo se le moja y le queda sin color. Pienso en el año que se viene, en los relatos que voy a publicar, en todo lo que pude contar. Mi hermanito arranca a estudiar en el Nacional Buenos Aires y me emociona. Es un chico listísimo. Además no me va a sacar la computadora de trabajo para jugar al Fortnite. Voy a empezar talleres de escritura. Voy a meterme en la pileta, como hago ahora, aunque papá sea un careta y no quiera. Voy a acostarme con una puta. Voy a grabar canciones de rap. Voy a contar las historias de los enfermeros. Voy a charlar todas las mañanas con Fernanda.
Ayer me hice los reflejos y mi pelo luce platinado. A Fernanda le encanta: probé lo mismo que ella. Dice que somos edición limitada: ella un ángel con una misión en la tierra, yo un bicho raro. Me ayudó a conseguir un psicólogo para los ataques de pánico. La quiero así: sus historias, sus actos. Estamos en la pileta y me salpica agua en la cara. No quiero tener hijos, dice, por eso adopté perros. Mañana le voy a presentar al enfermero. Mamá me saca la ropa y me baña en el patio con las plantas. La malla sale gorda, como si mis partes íntimas estuviesen infladas. Fernanda se da vuelta y no mira.
Se pone los zapatos y camina hacia la puerta.
—Si llego a soñar lo mismo y pasa de verdad, espero aparecer en tus fiebres, que nos encontremos —le digo, y se va caminando hacia el fondo, por la vereda, como si ahí estuvieran las esperanzas.