Una casa propia
Un niño jugando. Ale Guyot.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Una casa propia

Suena el teléfono y una voz alegre y desconocida hace una pregunta que podría cambiar radicalmente el curso de la vida de una familia: «Hola, te llamo porque hay un nene de siete años en adopción. Queremos entrevistarnos con ustedes». La historia la cuenta Ana Marotias, que debuta en Orsai con esta crónica íntima, personal y conmovedora.

Una crónica de Ana Marotias
Foto de Ale Guyot
Voz de

Gaby Ferrero

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Estaba en el correo buscando un paquete cuando recibí «el llamado». Venía de un número privado. Lo poco que pude escuchar fue una voz femenina y joven, tan feliz que pensé que quería venderme algo. Mientras ella hablaba, la empleada del correo cambió su sonrisa por una explícita cara de culo y con un gesto me recordó que estaba prohibido usar el celular.

Corté. Terminé el trámite. Salí con las zapatillas modelo exclusivo compradas de segunda mano, aunque estaban nuevas. En cualquier caso, el tema ya me resultaba irrelevante. Lo central era lo otro. Justo en esos días venía pensando que el llamado —ese llamado, el de una persona que te dice «vas a poder adoptar»— no llegaría nunca.

Yo estaba en La Boca. Me tomé el primer colectivo que me dejaba en Barracas, donde está mi casa. Adentro del bondi, sentado en un asiento de uno, había un nene de unos siete años, reguetoneando con voz, dedos y actitud. «Me puede tocar un chico así, muy distinto a mí. Al menos en lo que hace a la música», pensé. Poco después me bajé cerca de casa.

Vivo en la calle Defensa, la empedrada, frente al Parque Lezama, que es el límite entre La Boca, Barracas y San Telmo. Técnicamente, nuestra casa está en la primera cuadra de Barracas, frente a la mítica calesita donde los hinchas de Boca les mandan a dar la vuelta a los de River. 

«¿Le gustaría el fútbol?», pensé. A casi todos los chicos les gusta el fútbol.

Hacía cinco años que me había inscripto en el RUAGA (Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos). Primero lo hice como monoparental y después se sumó mi pareja. Hicimos la unión civil solo para esto. A la sala de casamientos de la Comuna 4 fuimos solo nosotros y los dos testigos. No hubo flores, ni arroz, ni bienes materiales en común. Para festejar, comimos una fugazzeta con birra en «Los campeones» y dimos un paseo por el Pasaje Lanín. Nuestros testigos no lo habían visto ni en fotos. Son tres cuadras a pleno color, con venecitas y mosaicos en frentes y pisos, coronados por el puente donde suena el tren, recién salido de Constitución. Ahí estaba el sur de la ciudad, desconocido, mágico, temido.

Cinco años después, camino a casa, con la caja de zapatillas en la mano —una caja que lentamente empezaba a pertenecer a otra vida—, reconocía en mí todas esas sensaciones. Mi teléfono volvió a sonar. Otra vez me llamaban de un número privado. Ahora era una voz masculina, también joven y feliz, que me hizo volver a pensar que querían venderme algo. 

—Hola, soy Leandro, te llamo porque estás inscripta en el RUAGA y hay un nene de siete años en adopción. Queremos entrevistarnos con ustedes.

Estaba atravesando el Parque Lezama, así que pude sentarme en un banco a la sombra de un árbol centenario cuando me empezaron a temblar las piernas. Dije a todo que sí, pero al día siguiente viajaba por trabajo a Tilcara así que pedí, como si esto no me estuviera pasando a mí, que la entrevista fuese a mi regreso. Tenía que ir a un plenario de la Red Universitaria de Educación a Distancia de Argentina, y esa pequeña farándula universitaria todavía me parecía importante. 

—Vamos a volver a llamarte para ver si es posible esperar —dijo entonces el joven de voz alegre. Y agregó que tenían mucho apuro. Era un jueves a las cuatro de la tarde, mi vuelo era al día siguiente a las cinco de la mañana. 

Esa madrugada un taxi me pasó a buscar para ir al aeroparque. Adentro iba una colega y vecina a la que enloquecí con mi ansiedad. Una vez en Jujuy, otra colega, esta vez desconocida, escuchó, muda y sorprendida, mi llamado al RUAGA a primera hora del viernes, mientras viajábamos entre cerros y quebradas. Y vio mi alegría cuando al fin respondieron que podían entrevistarnos cuando volviera.

De ahí en más, pasaron el plenario y los guisos de llama, las peñas con sikus, el vino de altura, las disertaciones y los paseos. Y pasé por cada una de las actividades sabiendo que, si todo salía bien, esos viajes ya no iban a ser tan comunes. Y eso que todavía no sabíamos nada de aviones y pandemias.

Ya en Buenos Aires, mi compañero y yo fuimos a la entrevista de adopción. Ya estábamos acostumbrados a esa dinámica, pero esta vez avanzaron un poco más. Nos contaron la situación particular de este niño y nos preguntaron de todo. Hasta tuvimos que hacer ejercicios de proyección. 

—Imaginen que ya viven con este niño —dijeron—. ¿Cuál sería la situación que les generaría más miedo?

—Que se escape —respondí inmediatamente. 

—¿Y cómo lo resolverías? —siguieron.

Me imaginé corriendo por el parque, gritando un nombre que aún no conocía, con la cara desarmada y a punto de llorar. Bueno, esta vez no respondí tan rápido. Respiré profundo y dije:

—Primero lo buscaría por el barrio, si no lo encuentro iría a la comisaría y luego avisaría al juzgado.

Me imaginé ejecutando la prolijidad de esa escena y sentí ganas de reírme, pero disimulé. Después nos dijeron que habían convocado a varias parejas más, pero las sonrisas en las caras de las cuatro personas que nos evaluaban nos dieron alguna pista…

Ni bien nos fuimos, nos quedamos pendientes del celular. El mío se rompió al día siguiente y eso aumentó la ansiedad que ya tenía. Ese día, además, era mi cumpleaños. Pero mi urgencia por comprar un aparato no tenía que ver con eso. Cuando estaba en el negocio de telefonía llamaron al celular de mi pareja. Querían tener otra entrevista. Fuimos. Nos contaron más. Dijeron que el niño era uno de tres hermanos adoptados por familias distintas. Que a él lo habían devuelto a los dos meses mientras que sus hermanos habían seguido con sus respectivas vinculaciones. Había que garantizar el vínculo entre ellos regularmente. No le gustaba la escuela, tenía un pasado de violencia, maltrato y situación de calle, escuchaba reggaeton y era —es— inteligente, sano y rebelde. 

Dijimos que sí. 

Ahora había que esperar y ver si pasábamos al juzgado, que es como pasar a la recta final de un certamen.

Mientras tanto, tratamos de sostener nuestra vida. Mi pareja y yo teníamos previsto un viaje a La Rioja, a un pueblito de cien habitantes, sin comisaría, donde mi compañero tiene un rancho de piedra hecho con sus propias manos, sin baño ni electricidad, en el medio de la montaña. Cada tanto paso unos días ahí, tirada en la hamaca paraguaya con los pies apuntando hacia la quebrada. Leo libros muy gordos en papel mientras escucho el arroyo y él sigue levantando piedras para ampliar el lugar. 

Pero esta vez no era buena idea ir. No los dos a la vez, al menos. Pablo fue solo y yo me quedé en casa mirando mi celular nuevo, esperando que llegara el llamado del juzgado. A los once días ocurrió. Al ver «número privado» en la pantalla sentí las palpitaciones. La conversación fue muy breve. Corté, me hice un café… llamé a mi hermana…. Yo creí que estaba tranquila, pero cuando me di cuenta de que a ella se le quebraba la voz —y que yo no había podido emocionarme—, ahí supe que estaba impactada. Tuve que esperar hasta las nueve de la noche, la hora en que mi pareja, Pablo, prendía el teléfono en la montaña, para poder contárselo a él. Le dije que había negociado con el juzgado un plazo de dos días para que él pudiera volver.

Nos recibió la jueza junto a dos asistentes sociales. Hablamos más de dos horas, mirando la plaza Lavalle por la ventana, sumidos en una intimidad extraña, entre muebles de roble y lámparas de pantalla verde. Nos enteramos de que el niño se llamaba Miguel y sonreímos. 

—De nuestra parte la decisión está tomada, fueron elegidos entre diez parejas —nos dijeron finalmente—. Pueden ir a tomar algo y respondernos en un rato.

Nos miramos durante unos segundos y dijimos que sí con la garganta seca. Hacía mucho que no le prestaba atención a lo bellos que son los ojos de Pablo. A los pocos minutos estábamos en la pizzería Banchero con una hoja tamaño oficio que volvimos a leer, esta vez detenidamente. 

Era la última semana de octubre de 2019. En noviembre lo conocimos. Fuimos a visitarlo al hogar donde vivía desde hacía tres años: un espacio lindo y luminoso, también por el sur de la ciudad, que quebró nuestros prejuicios forjados todos en la películas de orfanatos. Miguel tenía puesta una camisa de esas reservadas para los días importantes. No nos hablaba, jugaba con un trompo hecho de rastis que se le desarmaba al girar. Pablo le propuso quitar una pieza y así se equilibró y empezó a dar vueltas. Miguel se sentó, me clavó la mirada durante un par de minutos y nos habló. Dijo: «Tengo dos hermanos más grandes». Su voz era seria y agradable. 

Lo que siguió fue una semana de visitas y juegos en el hogar, y otra de paseos de un par de horas. Hasta que una tarde pasó un rato en casa, y en Nochebuena se quedó a dormir por primera vez. Nosotros, que nunca quisimos tener arbolito de Navidad, compramos uno. También una cama y un auto rojo a control remoto. Mi hermana le regaló la Revista Bonsai.

En todo ese tiempo —y en este también— nos fuimos conociendo. Nos reímos. Nos enojamos. Sus enojos eran violentos: rompía cosas, sobre todo si se las habíamos regalado nosotros o tenían que ver con nuestra incipiente historia. Cada tanto lo odié, me odié, lloré, temblé, lo abracé. Y siempre avanzamos. 

Ahora, desde el 20 de febrero, vive en casa. Acá nos llegó la cuarentena, llegó su cumpleaños número ocho —chocotorta, videoconferencias, un regalo comprado en el supermercado— y por primera vez desde noviembre llegó también una inesperada calma. Miguel está seguro de que nadie se va a ir y de que, al fin, en tiempos de «#QuedateEnCasa», él tiene una casa propia donde quedarse. Acá hay, entre otras cosas, terraza y sala de ensayo con batería: lugares para estar cada uno por separado, pero sabiendo que estamos juntos como nunca antes. 

Una crónica deAna Marotias
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