Hotel Covid
Hotel listo para el aislamiento. LA NACIÓN.

Crónica narrativa

Audio RevistaOrsai.com Hotel Covid

El año 2020 será recordado, sin dudas, como esa porción de tiempo en que, si te picaba un poco la garganta, era posible que tuvieras la peste. Eso le pasó a la cronista Mercedes Romero Russo, que escribió este ensayo en clave de comedia y tragedia en simultáneo. Y en Orsai nos damos el lujo de que lo interprete la maravillosa Cecilia Roth.

Un relato de Mercedes Romero Russo
Interpretado por Cecilia Roth

Todo comenzó con un malestar en la garganta.

—Nada para preocuparse, Mercedes. Viviste cuatro años en un país tropical y esta cuerpa se ha desacostumbrado al frío —me dije minimizando el asunto—.

Al día siguiente amanecí con unos mocos de tonalidad verde esmeralda, como Reagan MacNeil en el exorcista.

—Será mejor comprar un termómetro —y fui a por ello—.

Al descubrir que en la tercera farmacia que consultaba no había termómetros, seguí la recomendación del empleado del Farmacity, un muchacho flacucho que esgrimía una voz increíblemente similar a la de un guacamayo y me compré el de bebé. Un duro golpe para mi economía, pero, por otra parte, analizando mis movimientos espásticos, lidiar con mercurio hubiese sido aún más peligroso.

Así, ya con termómetro infantil en mano, me dispuse a tomar mi temperatura. 34.7 —anunció con un pitido el termómetro de bebé, indicando que al parecer soy un anfibio—. Continué observando atentamente los síntomas. Si bien el moco verde esmeralda pasó a verde musgo, el estado gripal no desaparecía. Telefoneé a una amiga médica que me recomendó hacerme el hisopado para disipar dudas.

—Hacetelo y ya te quedás tranquila —me dijo con ese pragmatismo que envuelve la voz del personal de salud—. Lo que sí, vas a tener que ir sola, caminando. Después te llevan en ambulancia hasta el domicilio por protocolo.

Pensé: bueno, de casa a Olivos estoy en una horita, cuarenta minutos si le pongo ritmo. De paso cumplo mi fantasía de andar en ambulancia (en verdad mi fantasía es andar en autobomba, pero considerando que estamos en plena pandemia, hay que reconocer que dentro de las posibilidades era la más sensata).

Me puse doble par de medias para que no entre el chiflete, me abrigué bien con un pulóver caqui, un chaleco de pelos y un sobretodo ocre que juntos me daban un aspecto de mujer armadillo, y emprendí camino a la Clínica Olivos. Hasta ahí todo bien. El sol me daba en la porción de cara que no estaba oculta por algún tejido, mientras yo admiraba a la gente de zona norte que, como de costumbre, irradiaba ese glow de José Ignacio en pleno enero, incluso con tapabocas. Le metí pata y en cincuenta minutos llegué a la clínica sintiéndome un ser adulto, responsable, criterioso, que exprime al cien por ciento los recursos de la prepaga.

En la entrada me atendió una chica muy amable, me tomó la temperatura con esa maquinita que parece un lector de etiquetas y volvimos a confirmarlo: 35.2. Sí, soy un anfibio.

Me condujeron a un consultorio con una camilla y un escritorio donde había una computadora y un teléfono de línea.

—La médica la va a llamar, María —me dijo la administrativa—.

Solo me llaman por mi primer nombre los individuos que lidian y gestionan cuestiones burocráticas o mi papá, porque sabe que me molesta. Deberíamos naturalizar que María como primer nombre, no es el nombre de pila que nos define en la vida cotidiana. Es el accesorio lingüístico que escogió una generación muy confundida por Dios.

Me senté en la camilla esperando la llamada. Ay, qué divertido —pensé—, es como en esos bares que das una contraseña como «Miami» o «Whisky Romeo Zulú» y te dejan pasar. Cuando el teléfono sonó me vi muy tentada de gritar LUMBALGIA o APNEA, pero me contuve porque seguía alineada con mi plan de ser una adulta. La médica —adorable, dicho sea de paso— me preguntó varias cuestiones y concluyó:

—Voy a entrar a revisarla, María.

Me vio, me comentó que iban a hisoparme y a hacerme una placa, y que ya luego la obra social definiría adónde iría. EPA EPA EPA, pensó la no tan adulta. ¿Qué fue del paseo en ambulancia directo a casa?

La barra optimista que me caracteriza cayó tres puntitos. Tranquila, Mercedes. Va a estar todo bien. Visualizáte vagabundeando en tanga con la calefacción al palo a la noche. Fue entonces que la barra de optimismo cayó dos puntitos más: había dejado la calefacción prendida y la ventana abierta. El celular vibró: diez por ciento de batería. Así. En rojo. En ese momento tocaron la puerta:

—Soy yo, el hisopador —no, mentira. No dijo eso, pero hubiese sido gracioso—.

El hombre entró, me hisopó hasta los recuerdos de la temprana infancia y acotó:

—Buenísimo. Pudimos sacar bastante muestra.

Antes de hacerme la placa la médica me dijo:

—Como vivís sola, vas a poder irte a tu casa. La barra de optimismo se volvió a cargar. No en tanto el celular, que murió súbitamente después de ver una hora de videos de gatos haciendo forradas, porque a todo esto había llegado a la una y ya eran las cuatro de la tarde. 

No importa, Mercedes: en un rato ya estás en casa, me repetía como un mantra. Me fui a hacer la placa victoriosa, muy satisfecha de mi comportamiento adulto. Volví al consultorio, que a todo esto ya era como mi oficina, cuando el teléfono sonó de nuevo:

—María, el móvil va a llegar dentro de cuatro a cinco horas —la barra de optimismo cayó cuatro puntos—.

—Ok, ok —dije, porque soy muy empática, al menos con las crisis sanitarias y comprendo las dimensiones de un sistema saturado por la histeria colectiva—.

Me saqué las zapatillas, apagué la luz y me tiré a dormir tapada con mi propio abrigo. Algo en esta imagen me decía que el panorama no era esperanzador. El teléfono volvió a sonar. La experiencia comenzaba a ser un vaivén entre telefonista de call center y persona aislada. Era Marina, la administrativa: MARINA SI ESTÁS ESCUCHANDO ESTO GRACIAS POR TODO Y A LAS ENFERMERAS QUE ME TRAJERON LAS MEDIALUNAS.

Marina dijo lo peor que podía oír en ese momento:

—María, lamentablemente va a tener que ir a un hotel aislada hasta recibir los resultados. Así lo dispone su plan de salud. 

Si siguieron oyendo hasta acá, sepan que la historia, la anécdota de pura cepa, comienza aquí.

Al tener esta información de relevancia vital lo primero que hice fue solicitar un cargador

—Imposible, usted ahora está aislada.

—Y si yo le digo el Instagram de alguien, ¿usted me podría hacer la gauchada de mandarle un mensaje por mí?

—Imposible, María. No estamos habilitados para realizar ese tipo de acciones. Pero sí podemos ponerla en contacto con algún número de teléfono.

El único número que recuerdo de memoria es el de mi mamá y básicamente lo recuerdo porque es igual a mi primer celular con dos números distintos al final. De todas las personas en el mundo, si a alguien no quería asustar bajo ningún punto de vista, esa persona era mi madre. Por otro lado, si el resultado arrojaba un positivo, no podía concebir la idea de pasar quince días incomunicada del mundo. La mujer armadillo estaba devastada.

Ok. Vamos a llamar a mi mamá. Le dicto el número Marina. 

Marina toqueteó unos botones y me dijo que aguarde en línea.

Sonó un silencio largo que fue roto por mamá. Habló como si su voz emergiera de un pozo:

—Hola… —dijo mamá—.

—Mami, ¿qué hacés? Escucháme.

—AY HIJA, SE ME HELÓ LA SANGRE CUANDO ME DIJERON QUE ERA DE LA CLÍNICA.

—Ma, no tenemos mucho tiempo —me sentí en la trama de una de esas películas de acción falopa que pasaban en Cine Shampoo en los noventa—.

Le expliqué lo que había pasado y ambas coincidimos en que era menester resolver el tema comunicacional. Le di tres contactos de Instagram de personas con permiso para circular, que viven relativamente cerca de Olivos y tienen auto. Contacto uno, una amiga que vive a dos cuadras. Contacto dos, otra amiga que vive a cinco cuadras. Contacto tres, chongo. Mi madre, como todo progenitor mayor de sesenta años que vive en un ostracismo tecnológico, se internó en Instagram a buscar las cuentas indicadas con más dudas que certezas. Apeló a distintos recursos que en su mente eran mecanismos infalibles para captar más rápido la atención de mis amigos. Con contacto uno recurrió al dramatismo: «JIME, MER ESTÁ INTERNADA POR FAVOR OÍ EL AUDIO». Con contacto dos, mi amiga la pastelera, acudió a una estrategia de comments. Ahora se puede ver una torta de Frozen con la foto de perfil de mi madre junto a la frase: «ESCRIBIME, CREEMOS QUE MERCE TIENE COVID». Pero lo más inquietante fue cuando me confesó que le había dado follow a chongo, creyendo que así su mensaje iba a adquirir relevancia y destacarse frente a otros. 

—¿Cómo que le diste seguir? ¡¡Nooo, mami, es un montón!!

—Bueno después lo dejo de seguir, ahora que me vea el mensaje.

Excelente madre manipulando con sus recursos. Lo que las circunstancias impiden, las madres lo logran.

Contacto 1 fue la primera en verlo. Contacto 2 lo leyó al otro día, tarde, mientras hacía cacona. Como contacto 1 conoce a contacto 3, lo llamó apenas se enteró y contacto 3 se comunicó con madre que le explicó la situación con pelos y señales. Contacto 3 fue a la clínica a buscar la llave en el preciso momento que yo era escoltada por tres michelines hasta la ambulancia rumbo al Hotel Covid. 

El plexo del aislamiento era un hotel en Palermo con mucho capitoné. A la media hora llegó el tan esperado bolso. Contacto 3 se merece un palco en el cielo porque cuando lo llamaron estaba haciendo un asado. Esto habla muy bien de esta persona: sabe hacer asados y no solo deja uno a medias para darte una mano, sino que con taninos en sangre escucha atentamente las indicaciones de tu madre al borde de un colapso nervioso. Contacto 3 —como todo buen hombre— armó un bolso impensado. Me puso polleras largas como si fuera judía ortodoxa, un jugo de arándanos, una manta y un libro, atendiendo tanto el frío corporal como el cultural, y lo mejor: cremitas. Porque si voy a estar aislada, voy a estar espléndida. Contacto tres también se tomó el tiempo de poner un forro como chascarrillo por si cogía con infectados. 

Las cuarenta y ocho horas pasaron fugazmente una vez comunicada con el mundo y con ilimitados videos de gatos haciendo forradas. Cuando llegó el resultado yo ya era íntima de todo el personal del hotel. Abrí el mail del Hotel Covid y leí las letras en mayúsculas: «NO DETECTABLE». Respiré profundamente. Mis pulmones se colmaron de alivio al saber que no tenía el bicho, pero sí a mi familia, a contacto uno, dos y tres —no todos los días se encuentran chongos que te banquen en toda esta jodita—. Junté mis pertenencias, limpié con lavandina todo y al salir una enfermera me indicó el camino.

—Cuidáte mucho —me dijo con la cara llena de rutinas de mil horas—.

—Vos también —le dije con cierta vergüenza—.

—Es momento de cuidarnos entre todos —me respondió—.

Y en ese instante entendí que además de mi familia, mis amigas y un chongo compañero, tengo la inmensa fortuna de vivir en un país donde la salud es para todos.

Interpretado porCecilia Roth