El Marianito
Fin de la inocencia. 123RF.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com El Marianito

Hay un límite muy finito entre la infancia y su fin, ahí donde la inocencia empieza a ser barrida con cierta urgencia. Por ese trayecto camina Mercedes Romero Russo, escarbando desde el presente los años en que nada era más importante que besar a otro ser humano por primera vez. No dejen de escuchar esta historia simétricamente triste y enternecedora, en la voz de la actriz Brenda Gandini.

Un relato de Mercedes Romero Russo
Interpretado por Brenda Gandini

Estamos de acuerdo: el primer beso es una experiencia inolvidable. A mí, por lo menos, me tocó una lo suficientemente memorable, de la que es difícil desprenderse de los detalles o que, como tantas otras vivencias, sea abducida por el peso de nuevos recuerdos. 

Corría el año dos mil tres. Yo acababa de cumplir trece años. La pubertad es una etapa de la vida donde esencialmente se plantea la polaridad: mientras a algunas les crecían las tetas, a mí me creció la miopía. 

Sacando el acné juvenil que vino con algunos años de delay, padecí absolutamente todos los flagelos de la adolescencia. El pelo me crecía a favor de la estática, lo más similar al vello genital en lo posible. Y las cejas, bueno, una cuestión alarmante. Empeoró cuando mi hermana me las depiló y pasé de ser Raquel Mancini a tener la mirada ausente enmarcada por dos finas comas. Lo que comía parecía que quedaba atragantado entre la cintura y las rodillas. Recuerdo a mi mamá tratando de levantarme el ánimo. «De los tres sos la más armoniosa». Me lo decía así, empleando precisamente ese vistoso adjetivo. En mi familia todos miden más de un metro ochenta. Incluso las mujeres. Claro que era la más armoniosa.

Empezaban a aparecer bultos en zonas corporales donde antes se desplegaba una llanura. Los compañeros del colegio tenían un juego, una humillación lúdica para recordarte todos estos fenómenos biológicos. Le decían «Las tablas» y consistía en gritarte frente a cualquier grupo humano la tabla a la que pertenecías por el tamaño de tus tetas. El juego era doloroso para todas. Las planas, a quienes definían como tabla del 1, se horrorizaban frente a su condición y añoraban tener un poco de tetas para al menos rasguñar la tabla del 5. Las pulposas tampoco disfrutábamos mucho cuando nos decían tabla del 8, del 9, incluso las más desarrolladas tablas del 10 se ruborizaban. Ese desmantelamiento público de la anatomía personal nos llenaba de pudor, queríamos volver a ser nenas y eso era sinónimo de pecho chato. El juego no quedaba en un simple rótulo: venía cargado de todo tipo de análisis y juicios. Los varones se volvían una suerte de panelistas que debatían a qué tabla merecíamos pertenecer. En una oportunidad, Nacho, el líder, puso en tela de juicio si yo realmente correspondía a la tabla del 8. «Esas son tetas de gordura», disparó en el medio del campo de deportes. El varón, entre sus ocho y veinte años, cultiva un nivel de perversión digno de campo de concentración.

La pubertad es confusa y urgente. El salto del pijama party a la matiné, por ejemplo, es abrupto, no tiene matices intermedios ni bautismos previos. 

En mi caso, la única matiné que existía en Moreno era «El Marianito». Un mítico predio de la ciudad que llevaba a cabo bailes hasta medianoche, donde los más jóvenes teníamos nuestros primeros coqueteos con el inframundo nocturno. El Marianito era la sede del Club Mariano Moreno, transformado en bolichongo con un par de luces que prestaban todo tipo de espectáculos cinéticos precarios y padres que monitoreaban que los más rebeldes no fueran a fumar al baño. Todavía tengo esa imagen como una postal atada al párpado: adolescentes en un incendio de hormonas, sumidos profundamente en el acto de besarse. Mientras algunos se contentaban con la afición obscena por un roce, otros daban cátedra de cómo recorrer los senderos del culo y tantear si de yapa se llevaban una teta. Una teta, que a esa edad, estadísticamente, era la nanotecnología de alguna buena marca de lencería o puro tejido adiposo como bien indicaba mi compañerito Nacho. 

La mayoría de mis amigas ya habían tenido su primer beso, el bautismo de lenguas había llegado para instalarse como tópico de charla y yo solo podía tomar nota mental de las técnicas y poses. Transar todas las noches con alguien diferente te convertía en «rápida». Rápida era el eufemismo que sin saber lo que es un eufemismo aplicábamos para decirnos las unas a las otras puta. Por otro lado, no transar nunca con nadie era de loser, un término que me aterraba, al que me dirigía cada viernes que pasaba y yo continuaba sin estrenar mi boca.

Me acuerdo de verlo apoyado en la barra pidiendo una Coca-Cola. Era alto, delgado, con un aspecto desgarbado y una nariz kilométrica. Al principio me quedé mirándolo solo por curiosidad, pero como en esos cuadros donde vas descubriendo detalles exquisitos con el correr del tiempo, me terminé sintiendo atraída. El narigón exótico era amigo de un compañero mío del colegio, era de Padua o de Merlo, y me pescó mirándolo. Viendo la clara ventaja que se le presentaba, no tardó en gestionar un encuentro. Fue todo muy medieval. Nos reunieron con la conformidad de ambas partes, él, con las manos en los bolsillos, me hizo un gesto con la cabeza en dirección a los reservados. Los reservados eran una parte del gimnasio que usaban como depósito, lleno de materiales deportivos en desuso. Solo entonces, en la oscuridad total, me preguntó mi nombre, cuántos años tenía, si iba al mismo curso que su amigo. Me acarició la cara y sin dar ningún tipo de rodeo, soltó al oído la pregunta: «¿Transaste alguna vez?». Yo afirmé. No quería ser más loser de lo que ya me sentía. No recuerdo la muletilla de esa época, pero debe haber sido algo como un «a full», «a pleno». 

Me dio un beso y fue como tener la boca llena de peces y de preguntas. «¿Me mordió? ¿Eso que acaba de hacer es normal? ¿Cada cuánto se saca la lengua?». Después del beso largo fueron solo piquitos al ritmo de Axé Bahía o Meta Guacha. La verdad no recuerdo con claridad la música, pero sí que fue al lado de un par de colchonetas apiladas, porque no dejaba de ser el depósito de un club deportivo. 

La noche terminó cuando prendieron la luz. A algunos había que separarlos a baldazo frío como a los perros cuando se quedan abotonados. 

Me da un poco de tristeza pensar que mi primer beso fue en esta especie de remisería gigante, pero lo verdaderamente calamitoso de la historia es que él negó a rajatabla haber estado conmigo. 

Al principio no lo quise reconocer. Como buena negadora pensaba que bueno, a esa edad los chicos aman demostrar que son libres y hacerse los cowboys, «debe haber sido eso, sí, seguramente». No tardé mucho en descubrir que sintiendo la tortura social de saberse ligado a una chica fulerita, prefirió ser un conchudo, un gil nivel Dios.

Los años pasaron y las controversias cambiaron de protagonista. Hasta que un día me lo encontré en el expreso 57, como todo en mi vida de larga distancia. 

Me lo encontré después de ocho, nueve años y nos miramos desde otro tiempo, como si en el medio estuviese el episodio disecado. Un poco con vergüenza, un poco con nostalgia. Se acercó a saludarme, me charló de su vida, que estudia kinesiología, que está a full con los parciales. Me dijo y vos qué hacés, a qué te dedicás, estás muy linda, che. De repente, el pasado se invertía, le cambiaba el signo. Le conté mi vida como una plantilla predeterminada del Word, le dije acá es mi parada, que sigas bien, vos también. Y durante un buen rato me quedé pensando en que mi primer beso habrá sido triste, pero sería muchísimo peor si fuésemos más la suma de los actos ajenos que de la de los propios.

Interpretado porBrenda Gandini