Relato de ficción
Fin de curso
Este cuento nos llegó por mail. Lo firma Gabriel Ramonet, que se presentó en su correo como un periodista de Ushuaia que, a veces, escribe relatos de ficción por puro placer. Cuenta una charla entre dos amigos en el último día del colegio secundario y bien se podría haber llamado, como el poema de Borges, «Nostalgia del presente». Escúchenlo y verán por qué. Lo lee, a dos voces, Hernán Casciari.
—La palabra es raro, Plesniak. Estamos raros. Vos dirás que no hace falta llegar a los últimos días de la secundaria para darnos cuenta de que somos gente poco común. Tratáme de boludo, de melancólico, lo que vos quieras. Pero yo te digo que estamos raros. Y si no, fijáte: hora libre, patio, sol, las minas de cuarto dando vueltas por el colegio. Incluso la rubia, Gabriela, la de los ojos profundos, la del culo perfecto. Y nosotros tirados acá como dos pelotudos. Mirando este árbol como si fuera la última vez que vamos a estar bajo su sombra. Como si se terminara la vida cuando, según dicen todos, está por empezar.
—Ramona, dejame dormir un poco. te lo digo en serio, boludo. Volví a casa a las cuatro de la mañana. Mis viejos no me dejaron faltar. La Verde nos bendijo a todos quedándose en su casa, y lo único que me falta es escuchar tu teoría sobre el futuro.
—¡«La Verde»! Mirá que somos crueles. La mina tuvo la desgracia de usar una vez en su vida un bronceador vencido y nosotros la bautizamos así para siempre. Igual, más que verde quedó violácea. Pero es buena profesora. Eso no te lo discute nadie. Podrás decir que es un poco áspera, que no se ríe casi nunca, pero educación cívica aprendimos. Y sin embargo, ahí la tenés, condenada a ser «la Verde» por el resto de la eternidad escolar. A nosotros nos va quedando poco de esa eternidad.
—Ramona, en serio te digo. Quiero dormir.
—¿Viste que hay una tendencia a llamarnos por los apellidos en la escuela? ¿De dónde vendrá eso? A vos nadie te dice «Alejandro». Por los apellidos o por los apodos. Cuando me empezaron a llamar Ramona no me causaba mucha gracia. Hasta que un día que estábamos en la cancha del fondo jugando un fulbito y D’Ambrico le mandó: «¡Ramona! ¡Centro, Ramona!», y mientras miraba la pelota volar hacia el área entendí que ahí no había ningún chiste. Sentí como un afecto, una cercanía. No me estaba cargando, ¿entendés? Me estaba nombrando de una forma singular. Me estaba dando un lugar. Y desde ahí empezó a gustarme el sobrenombre.
—Dejáme en paz, Ramona.
—Se termina, Plesniak, se termina. ¿Vos te acordás lo que le hicimos en segundo a la profesora de técnicas de estudio?
—Yo estaba ahí, Ramona.
—¿Y cuando le contamos al infumable de Planes un chiste que no tenía sentido y nos reímos como locos. ¿Te acordás?
—¿Y vos decís que ahora estamos raros? Para mí que esto viene de antes.
—No, no lo digo por eso. Fijáte, no sé, esa ventana… La de la primera aula. ¿La ves? ¿Qué decimos siempre de esa ventana?
—Que es una mierda.
—Exacto. Es vieja, está despintada, medio oxidada. Parece que se está por caer. No sé por qué nunca la arreglan. ¿Pero sabés qué? Hoy nos saca una ventaja. A todos nosotros. Ella va a estar ahí el año que viene. Pudriéndose más todavía, o por ahí, arreglada. Pero va a estar ahí. En cambio nosotros, andá a saber…
—Me acabo de convencer de dos cosas, Ramona. La primera es que no voy a poder dormir. La segunda es que en lugar de periodismo tendrías que estudiar arte dramático. O teatro, no sé.
—No soy yo, Plesniak. Mirála a Laura Santiago. ¿La ves? Es buena mina, agradable. No lo niego. Pero su promedio de puteadas por conversación es superior a la media. Tiene carácter fuerte. A la primera de cambio te manda a pasear. Además, cero afecto. ¿Cuántas veces te abraza o te da una palmada en el hombro? Mirá ahora, en cambio. Debe hacer una semana que está así. Más dócil, más comprensiva. De todo hace un chiste. Lo abraza al polaco, mirá… ¿Viste? Te dije. Igual no es ella. Somos todos, Plesniak. Es como si nos hubiésemos dado cuenta de que queda poco. Donde antes veíamos defectos, ahora descubrimos pequeños destellos de personalidad. Nos tenemos más paciencia. Estamos despidiéndonos, Plesniak. Y lo peor es que no todos se dan cuenta.
—Menos mal que vos te diste cuenta, Ramona. Si no estábamos al horno.
—Tengo una teoría. Estuve pensándola. Mientras vos dormías, boludo. En «la memoria», estuve pensando. ¿Cómo funciona la memoria? ¿Por qué nos acordamos de algunas cosas y de otras no? ¿Por qué nos olvidamos de hechos que pueden ser claramente definidos como importantes y recordamos algunos que cuando sucedieron parecían insignificantes? ¿Te digo mi conclusión?
—No.
—La verdad es que no sé cómo funciona la memoria. Pero estuve preguntando a mucha gente, y todos se acuerdan de los últimos días de clase del secundario. No es que se acuerdan, así nomás. Te tiran detalles, fechas, nombres, anécdotas. Le brillan los ojos cuando hablan. Saben todo. Se acuerdan en serio. Por eso empecé a prestar atención, Plesniak. Porque de estos días no nos vamos a olvidar más. ¿Entendés?
—Por ahí nos olvidamos de todo en diez minutos. Por ahí si te veo en un año ni te saludo…
—En un año no sé, pero imagináte en diez, o en veinte años. ¿Seremos perfectos desconocidos? ¿Qué quedará de todas estas relaciones? El otro día Roberto Picard, en la hora libre de geografía, propuso que nos volviéramos a ver después de veinte años. No es que no nos pudiésemos ver antes, sino que estableciéramos una reunión para dentro de veinte años exactos. Una fecha, un lugar, todo. Es más, decía que cada uno tenía que escribir una carta, ahora, contando cómo se imagina que va a estar para esa fecha. Casado, soltero, recibido, con hijos, pelado, gordo, feliz o frustrado. Él decía que iba a conservar todas las cartas hasta el momento del encuentro. Y que recién ahí se las podría abrir y leer.
—¿Y qué pasó?
—No prosperó. La mayoría dijo que no quería imaginarse en el futuro. Y además sospechaban que era una joda de Roberto para abrir todas las cartas en el viaje de egresados. A algunos les había parecido bien. Laura dijo que se imaginaba profesora de educación física, casada, feliz y con dos hijos. Roberto jura que no se va a casar nunca. ¿Vos qué hubieras puesto en la carta?
—No sé.
—¿Cómo que no sabés? ¿No pensás en el futuro?
—En la ventana me quedé pensando, Ramona. Tenés razón. Va estar ahí el año que viene. Y nosotros no. Pero van a quedar los recuerdos, dijiste, ¿no?
—Sobre todo de los últimos días.
—En ese caso elijo los recuerdos. Son más duraderos que las ventanas.
—Ahí me cagaste, Plesniak.
—Me voy.
—¿A dónde vas?
—A encarar a Gabriela.
—¿Ahora? ¿No querías dormir?
—Me convenciste, quiero guardar en mi memoria algo que de verdad valga la pena.
—No te vayas, boludo.
—Gracias, Ramona. No sabés lo que te agradezco.
—¡No te vayas! ¡Volvé! ¡Ey, volvé! ¡Dame bola, volvé!
—…
—A Gaby no, Plesniak. A Gaby no… Ese recuerdo iba a ser mío.