Relato de ficción
Capitán
Una pareja que comparte todo: los años de juventud, los sueños, el sexo en cualquier lugar. Y en medio de eso, una revelación: hay que dejarlo todo, ir a vivir a una isla y entregarse así a la posibilidad de una rutina. La historia la cuenta Magalí Etchebarne y la interpreta Noemí Morelli.
Los hombres locos si no llegan del mar van hacia él. Hacia el mar o hacia cualquier cosa que sea fuerza, corriente y soledad. Hace 30 años, cuando llegamos a vivir a esta isla, éramos jóvenes y él estaba completamente loco. No de amor, ni de rabia, estaba lleno de cosas, desbordado de ideas, con sobredosis de todo. Un cuerpo marcado por las sustancias con las que los jóvenes se tatúan hasta desfigurarse, despegarse, hacerse nuevos. El consuelo es la euforia de unas horas, la iluminación. Esas noches en las que lo dejaba hablar hasta volverme una zombi. Quiero hablar, decía. Me despertaba, me sentaba en la cama y lo escuchaba atenta: teorías sobre el apareamiento humano, sobre lo aberrante de las medianeras, y los recuerdos favoritos de una época fluorescente, campestre, familiar. Decía: «Tenía 6 años y papá me daba su auto para manejar hasta el pueblo, mis hermanos lo mismo. Decían en el pueblo que era un auto fantasma porque ni llegábamos a la ventanilla». Imagino una escalera de niños desenfrenados y nada en el mundo me da más terror. Pero lo pienso un genio, y como todo genio, impredecible.
En su cama, con su perfume tan cerca, todo ese dolor sonando tan fuerte, mi salvación era una posibilidad.
Una mañana despertó diciendo que había tenido una epifanía. Teníamos que mudarnos a una casa en una isla. Solo así aceptaba envejecer, solo así aceptaba la monogamia y que yo fuera la directriz de estas coreografías duras e íntimas. Poner la mesa, hacer la cama, comer con horarios establecidos, usar las bolsas del supermercado como mamushkas, guardar, secar, poner, tirar. Que solo así aceptaba esto, el rap del orden. «Si nos vamos a esa isla y nos quedamos los dos, solos los dos». Acepto. Soy joven y mientras se es joven se acepta, se prueba, hasta que uno se quiebra y comienza a querer decir no.
Era muy joven y estaba entregada a cualquier cosa que se pareciera a un placebo, que se pareciera a deslizarse sin frenos, a entregar el mando.
Una noche se envalentonó y dijo que salía en busca de nuestro futuro. Tardó varios días y cuando volvió a nuestro mundo-cama contó que le había pagado con una bolsa a un tipo que manejaba una lancha verde, iba armado y se llamaba Vikingo. Vikingo le vendió un rancho, unas maderas que serán nuestra casa y serán la isla de la recuperación programada. Un proyecto indie para un chico de ambiciones animales.
Los primeros veranos alimentamos todas las fantasías, mañanas de luz, y noches en vela, y esta casa donde cultivamos el ocio. Días enteros haciendo lo que se hace cuando se tiene todo, cuando no se espera nada. Cocinar, dormir, pensar, mirar las lanchas pasar, el letargo al sol, el sexo en cualquier parte, los perros lamiendo los restos de todo. La juventud fue un tatuaje hermoso, nuestro hit.
Hoy, tiene todo lo que necesita y más: dos perros, un bote, una caña, botas de lluvia, esta casa, una huerta, cabras, árboles, y a mí. A diez metros de la casa corre el arroyo y si se avanza unos minutos a remo se llega al Paraná, que es el estómago de todo este nudo del que nuestra isla forma parte. El Delta se parece a la taza de leche en la que mi abuela mojaba los pedazos de pan. Pero no puedo decirle eso porque le parece una imagen de mierda, me exige que piense con calidad, que piense más, un poco más, no es esa la imagen, a ver, pensá mejor. El Delta es un sistema nervioso. Mierda. El Delta es como la cara de un prócer pixelada. Mierda. El Delta es un salpullido. Mierda, mierda. El Delta es la huella digital de un gigante. Mejor. Pasamos los días así, con estos juegos invisibles, y protegidos por la rutina de las ceremonias domésticas sin las que no sobreviviríamos. Llenar el tanque, separar la basura, preparar la comida, cuidar de la huerta, alimentar a los animales. Rutinas sin las que, él dice, no podría contener al monstruo.
Cuando llegamos a esta casa me dijo que lo agarrara fuerte. Una noche me dio la mano en la oscuridad y lloró, yo entendí el pedido. Dijo que la razón es como una ruta y la locura es el campo, la pampa, lo infinito después. Que él ya había entrado y salido muchas veces de esa ruta, y que se le había angostado. Ya no quería volver a bajar, salir al desierto, tenía miedo, y prometí cuidarlo.
Algunas mujeres educan a las otras para que en el futuro estas cuiden a sus hombres de sí mismos y reciban con entereza la rabia que despierta eso. Un hombre, me dijo una vez mi mamá, es un animal pequeño que se ve inmenso.
Desde que vivimos acá lo llamo Capitán. Pintó en su bote ese nombre. Capitán, a veces se apodera de mis palabras y las usa de una forma que me obliga a extrañarlas, me gustaría que me las devuelva, nunca habérselas dado. Pero somos solo dos y no nos alcanzan los libros, los perros no cuentan y pasa que un día, si alguien llegara y dijese una palabra que hace mucho que no usamos, podría hacer tambalear la pareja. Si llegara una mujer, por ejemplo, alguien opuesto a mí en centímetros, en forma, en textura, nada me inquietaría más que el momento en el que abriera la boca y dijese algo. Por ejemplo plexo, que es una palabra hermosa y la estoy guardando para la semana que viene.
Los murciélagos son la bilis de esta casa, de la isla, de nuestra vida acá. Una metáfora viva de los fantasmas de una mujer que envejeció al costado de un genio loco. Hicieron nido entre el techo y las tejas y con los años vaciaron los huecos entre las paredes que separan los ambientes, por eso circulan en esa dimensión intravenosa haciendo sonidos de ratas. Rascan, rascan, aletean, se calman solo de día y las tardes de mucha tormenta.
Por la mañana se despierta manso y es la hora del día en que puedo esperar una caricia suya. Me besa la frente y los párpados, me trae de vuelta. Mis piernas ahora son gruesas, fuertes, dos troncos que nos protegen del hundimiento. Estoy envejeciendo como un árbol y entiendo esto. Este verlo irse de mí, irme yo de él, esta separación que solo nos dio el tiempo. Habitar una misma casa en universos opuestos. No le tiene miedo a la muerte, y eso, en esta isla, nos vuelve eternos.
No hablamos con nadie, no vemos a nadie, no sabemos si estamos vivos o si esto es el limbo. Quién va a morir primero. A veces sale a remar y si tarda demasiado pienso que ya no va a volver, que se lo tragó el Paraná.
Espero. Su muerte la crecida del río la llegada del dorado las plagas de mosquitos.