Relato de ficción
Los muertos no vuelven
El protagonista de esta historia necesita dinero para sobrevivir. Y cuenta con un dato: años atrás, sus abuelos fueron enterrados en el cementerio con alhajas de oro puro y plata italiana. Así que decide desenterrar a sus muertos para recuperar el botín familiar. Lo que encuentra, sin embargo, es otra cosa.
Los muertos saben muchas cosas y no guardan ninguna fe por eso, ni rezan porque todo lo bueno se quede con ellos. Tienden a hendir la penumbra de los sueños con una flama cegadora, y te traen una luz al vacío interior que retumba como un yunque. Yo lo había presentido, de alguna manera estaban tratando de decirme algo que no lograba interpretar.
Era la primera vez que yo quería econtrarme face to face con un muerto para aplacar el deseo fatuo de las necesidades. El consejo me lo dio mi mamá el día que la visitamos la última vez en Barquisimeto. El viaje había sido intenso, más por el trajín desencadenado que por la distancia.
Un caucho cortado, once cambios de pañales, un vomito atravesado en la curva roja de Santo Domingo, nueve paradas a la orilla de la carretera por indigestión. Siete horas para surtir combustible, una tranca en Guanare, dos alcabalas para revisión exhaustiva de serial y documentos del vehículo y una vaca atropellada en medio del sol más brillante de occidente. Finalmente llegamos a la casa de mis padres, montados en una grúa Chevrolet de las viejas, a causa de la muerte de la pila de la bomba de la gasolina, en sector La Piedad, a las cinco de la mañana.
Fue una evidencia lastimosa para mi mamá saber que nuestra situación económica estaba muy golpeada y se notaba el descocido por todas partes. Los niños no lucían su mejor coloración corporal, la ropa se les presentaba percudida, los pantalones brinca pozos con algún roto que dejaba pasar el aire, las costillas marcadas en las camisas para no decir que estaban muy por debajo del percentil que correspondía a su edad. Con déficit de atención de lunes a lunes, sin disciplina ni buenos hábitos de estudio.
Nosotros presentábamos voluminosas bolsas de sangre tibia debajo de los ojos luminosos, producto de la ansiedad de los últimos meses, que sin ninguna vanidad propagandística habían sido los más difíciles.
El salario nos alcanzaba incluyendo el bono de alimentación, las horas extras más las nocturnas y fines de semana, para un pollo entero sin piel, dos kilos de cebolla morada y un cartón de huevos. Nosotros como verán somos un line-up de cuatro jugadores, y a veces cinco, porque tengo un bateador emergente de mi primer matrimonio. Por eso a la mañana siguiente, mi mamá no soportó más tener que pasar cerca de nuestra desdicha sin evitar pelar los ojos como un ánima en pena. Se me acercó al oído y me pronunció cada una de las letras.
—Hijo, anda al cementerio viejo, allí están enterrados tus abuelos Rómulo y Obdulia. En aquel entonces ellos usaban buenas prendas, puro oro dieciocho quilates y plata italiana. Siempre quisieron ser enterrados así porque tu abuelo tenía una fijación con una revista que leía siempre sobre el imperio egipcio y la vida de los faraones. Se la sabía de memoria. Yo recuerdo que cuando le dimos sepultura, llevaban todas esas joyas puestas como aparecían en las fotos de la revista. No le vendamos el cuerpo porque ya nos parecía exagerado. Recuerdo un rosario con un crucifijo enorme, esclavas, cadenitas, anillos. Todavía deben conservarse debajo de la tierra. Es lo último que puedo hacer por ti hijo mío, no quiero verte más pasando esta roncha horrible. No te reconozco.
—¿Qué quieres que haga, mamá? —le pregunté.
—Sé que suena muy duro hijo, pero creo que es nuestra última esperanza. Ya no podemos ayudarte más. Exhúmalos y conserva su herencia. Eso sí, nunca los profanes.
—Gracias mamá —le contesté con mucho dolor.
Nos despedimos con un abrazo más largo de lo habitual como si supiéramos que algo cambiaría para siempre. Quería quedarme ahí en su cálida profundidad, en el estacionamiento de penas de sus hombros, que siempre huelen a un perfume en spray, pero había que ponerse en marcha, el plan estaba señalado. Terminamos de arreglar el carro con el mecánico de la familia y nos fuimos con un aire nuevo, detenido e imperturbable. Tocamos la corneta varias veces, sacamos las manos por la ventana y dijimos adiós a todos.
Mientras manejaba en dirección al cementerio viejo franquearon algunos recuerdos como aves de paso, que quisieron tomar un gusano de la memoria para continuar el vuelo y dar de comer a sus crías. Conducir tiene ese privilegio sobre la mente. Los niños y Janis se encontraban viendo por la ventana sin hablar, pegados al vidrio, dejando que todo quedara atrás como los testículos de un perro.
Nunca logré conocer en vida a mi abuela Obdulia, todo lo que sé me lo dijeron las fotos: una india mayor, pequeña y robusta, no más grande que un cactus en un matero, virgen y mártir de los moros, con la piel apretada y quemada, una parte por la genética y otra por el trabajo. Casi nunca quiso hablar, solo hacía resonar los dientes de vez en cuando.
De Rómulo si tengo pequeños flashbacks interrumpidos que llegan como coletazos de una vaguada después de una lluvia diluviana. Yo me encargaba siempre de encender todos sus cigarros belmont desde niño y a quitárselos de los dedos cuando se consumían solos porque se quedaba dormido. No se quemaba, estaba hecho para eso, no tenía que soportarlo. Aprendí a fumar desde entonces, tenía apenas 9 años. Antes de caer en enfermedad lo recuerdo siempre levantando el polvo del piso de tierra de su casa en Churuguara, un pueblo remoto lleno de asesinos y vengadores. Cada vez que nos recibía, mostraba un arma muy larga parecida a una escopeta, era su única compañía después de la muerte de mi abuela. La visita no duraba más de una hora, luego nos corría a todos y la vida nos apartaba nuevamente.
Yo sé que eran buenos, indios y negros desde la raíz los padres de mi madre. El día de su muerte en mi habitación, fue la vez que comprobé el tiempo exacto que transcurre para que los muertos pierdan todo el calor de su cuerpo, cuando comienzan a desprenderse de los anclajes del alma. Me fui rápido a clases esa tarde, pero me retiré del examen de foto interpretación y sensores remotos, para irme a tomar cerveza en el bar de El Chivo 44, porque el dolor me quitaba la concentración, y por nada del mundo lograría hacer estereoscopía con las imágenes satelitales.
Seguí manejando, me sudaban las manos y el estómago relinchaba como una bestia suelta y sin dueño. Todavía no estaba seguro de lo que iba a hacer ni hasta donde era capaz de llegar, lo único que aclaraba mi decisión era el rostro de mis hijos y Janis. Tomé un desvío hacia los lados de Baradida y fui donde César, un amigo terapeuta de la ayahuasca y de los jugos verdes. Le pedí prestado algunas herramientas, con un pico y una pala me bastaría. Fue un encuentro rápido, donde no pude explicar mucho. Nos abrazamos y le ofrecí la novedad para otro día, lo llamaría por teléfono. Arranqué.
Busqué en Google:
Oro: Elemento químico, símbolo Au, número atómico 79 y peso atómico 196.967.
No era lo que buscaba, yo quería saber el precio del oro. En cuanto lo pagaban aquí o en Colombia. Seguí adelante.
Llevaba conmigo a bordo la impaciencia y el temor como dos hermanos corpulentos que me tenían preso en una camisa de fuerza, encaminándome hacia un pasillo oscuro. Ya me estaban maltratando los brazos lo suficiente como para ponerme fuera de control. Me solté como pude y encendí el Google maps. Mi mamá me dio las coordenadas exactas de la parcela donde los enterraron. Al llegar, me estacioné frente al puesto de la venta de flores. Saludé con las buenas tardes, pero las chicas sin sostenes y con franelillas blancas ajustadas, que estaban en ese momento armando unas coronas, no me devolvieron el saludo. Tampoco una anciana con bata de dormir y lentes oscuros que acariciaba un gato sucio. Esa era la antesala de la muerte, así es como uno comienza a morirse.
Salté la cerca, no entré por la puerta principal. Me llevé las herramientas conmigo y le dije a toda la familia que me esperaran.
—¿A dónde va papá? —preguntó Koán, el más pequeño.
—Ya viene —le dijo la mamá.
Tenía que hacerme de otros recursos, la lógica no funcionaba bien en los cementerios. Yo sé que estoy cada vez más cerca me decía con ánimo a mi mismo. Vamos mimismo tú puedes, mimismo todo saldrá bien, es tu clímax, tu crisis estelar está a punto de sublimarse, ahora viene tu proclama mimismo, tu mundo especial. No puedo dejar esperando tanto tiempo a los niños y a Janis en el carro. Les prometí que los llevaría al parque del este a montar bicicleta. Esta tiene que ser una operación rápida aunque no lo aparente, pediré ayuda si es necesario y ofreceré una buena comisión. Siempre hay que compartir el botín para que se repitan las horas de gracia.
Voy a rescatar estas joyas de la corona que son parte de mí herencia merecida. El alma es muy liviana, más liviana que el aire y el gas metano por eso vuela, no presiento ninguna de ellas aquí, no tendrían nada que hacer. Era una muerte de muy bajo presupuesto, donde los muertos no parecían hablarle a nadie.
Todo el camino era de tierra, aunque ya el monte había comenzado a tragarse los mausoleos, apenas podían notarse algunas cruces a lo alto. La extensión de la parcela no terminaba en el límite de los ojos, a pesar de la claridad del día, el gris se había apoderado por completo de todo el cementerio y no mostraba indicios de querer irse. Fui haciéndome brecha con la ayuda de las herramientas y aproveché de espiar algunos nombres en las lapidas, ninguno me era familiar. Limpié una de ellas y fui recostándome desde sus lados visibles y me dejé hacer preso de las ilusiones.
Con eso vamos a resolver la operación del prepucio de Koán, para que no le duela tanto cuando orine y rectificar el motor del Fiat, voy a cambiarle también los amortiguadores y le pondré faros de neblina para subir a la montaña de noche. Con eso será suficiente para comprar un buen mercado de proteínas, sobre todo chuletas de cerdo, costillitas, lomito y churrascos de solomo para una parrilla mínimo todas las semanas.
Haremos un viaje para visitar el mar otra vez. Mochima, Los cayos, Playa Parguito, Cata, Choroní, La Ciénaga, Cuyagua, Cepe, El cabo San Román, Los Roques, El Golfo de Cariaco, iremos a varias y nos zambulliremos como delfines, mostrando la raya de las nalgas como una alcancía marina. Tomaremos mucha cerveza y pediré tres raciones de ostras, nos llevaremos en una cava de regreso varios frascos de mayonesa con mariscos de todos los colores: vuelve a la vida, rompe colchón, siete potencias, mata suegras, el que pone los ojos azules, afrodisiacos bestiales que nos durarán lo que nos quede de matrimonio. Cambiaremos los lentes de Janis que tienen las patas rotas, sustituiré las botas que me regaló mi hermana que tienen toda la suela comida, quizás algunas prendas de ropa interior hagan falta, no aguanto una media más con un hueco en el dedo gordo porque no sé zurcir nada en la vida.
Cambiar el techo de la casa que se pudrió porque no lo sellamos, comer en un restaurante chino un plato de pachenchou, un guantonmei, unos tallarines de tres carnes en plato caliente o unas lechugas rellenas. Pagar las deudas del colegio, arreglar la planta eléctrica para los apagones de las seis, una botella de vino, quizás más. Reponer todos los préstamos, comprar libros, buenos libros de Akutagawa, no importa el precio, buscar un router nuevo para el wifi, pagar 5 años de Netflix para ver todas las series, las malas también. Complacer a mi mamá con un viaje con todo incluido a Singapur, invertir en un buen negocio, un mini market, un bodegón, eso es lo que vamos a hacer.
En el transcurso el monte iba descendiendo, librando el espacio de ponzoñas, matorrales y cujíes como si se abriera paso de pronto a un oasis. A continuación la tierra estaba agrietada y seca, había huellas y estiércol de cabras y roedores. Encontré en el piso una placa suelta, le quité el polvo que traía encima y leí. Justamente estaba escrita con el nombre de mi abuelo Rómulo Sánchez. Debe estar cerca, afirmé. Mimismo llegó la hora, recojan los vidrios, estamos llegando. Di dos pasos hacia adelante y me encontré en el sitio, fue como si hubiera estado ahí antes, quizás en el vientre de mi madre. El asistente artificial de Google maps dio una cordial bienvenida y me felicitó con su voz mal hablada por haber llegado al destino seleccionado, siguiendo la ruta más cómoda y rápida a pie.
Sentí una bruma estallada ante mis ojos rompiendo toda la esperanza, mis padres me engendraron para este juego arriesgado y hermoso, me legaron valor y coraje, no quiero que la sombra de la desdicha se incline para siempre a mi lado. Perdí de pronto el centro de gravedad que me quedaba, tuve que abrir los brazos para no perder el equilibrio.
Voy a escribir lo que ya se sabe desde el titulo para abajo, pero que hay que dejar por sentado para que no se escape ninguna extravagancia: los ataúdes de mis abuelos habían sido profanados por alguien más, hacía algunas horas antes aparentemente. Como no pude pensar en eso antes. ¿Por qué me hice de la esperanza con algo así? Mi primera reacción fue terminar de abrir las urnas, el olor todavía era desagradable, como de sueños fermentados, los huesos permanecían fuera de lugar, regados por todas partes. Rastreé desesperado para ver si aún permanecía algún vestigio de las joyas prometidas, un collarcito o un anillo por lo menos en algún dedo de calavera, pero creo que se habían encargado de pasar la aspiradora con una precisión absoluta. Levanté la tapa de uno de los ataúdes y la golpeé con un puño certero, la rabia y la impotencia son hermanas huérfanas que cuando golpean se desmayan por un rato, eran un dúo fatal que consumía sin piedad mis únicos ahorros. Había ataúdes profanados con cadáveres recientes a los lados. Se veían todavía los rostros picados aleatoriamente por algún animal.
Me senté en el mausoleo de enfrente donde se encontraba la tumba intacta, quizás la única, del famoso concertista Alirio Díaz, me santigüé sobre la frente e inicié una meditación que aprendí en el Tíbet cuando niño, repetí unos mudras tranquilizantes, especiales para emergencias y me fui calmando.
Los perros y las ratas habían comenzado a hacer su trabajo con los cuerpos que aún conservaban algo de carne dura. Me levanté para mirar y seguir caminando hacia lo profundo del cementerio. Tenía que hacerlo con cuidado, me percaté que estaba lleno de huesos y de la ropa consumida de los cadáveres. Con razón las mujeres de la venta de flores en la entrada del cementerio no me saludaron, me estaban advirtiendo. Algo me dice que son ellas las que organizaron estos paquetes turísticos fuera de temporada. Así es el turismo.
Busqué de inmediato en Google algún artículo sobre profanadores de tumbas en Venezuela y encontré que posiblemente se trataba de la gente de la religión del palo, porque ellos se nutren de cráneos y fémures para cocinarlos en un caldero como parte de un ritual, junto a doce tipos de árboles y tierra de cementerio, pero no, también están buscando algo más.
Aproveché de quitarme la religión que me quedaba encima, el país, los aliados y aprendí a estar en silencio como me enseñó Chía en el taller de sexo tántrico. De regreso por otros caminos observé que yo no era el único. Algunos familiares estaban en la misma situación, solo que no lograron controlar sus nervios y se lanzaron a llorar y a gritar el nombre del muerto en el piso, uno de ellos al parecer había fallecido recientemente, por eso intentaban reconocer las partes sueltas para volverlo a armar. Buscaban insistentes la cabeza, porque desde la cabeza uno puede imaginarse mejor el resto.
Ya se estaba agotando el día, el crepúsculo era un regalo post mortem, lo pude ver por algunos minutos sin distraerme, como lo hacía cuando era niño desde el techo de la casa de Mercedes, mi otra abuela.
Corrí de vuelta al carro para dejar las herramientas, y en el trayecto varias manos curtidas y llenas de tierra brotaron desde las profundidades del subsuelo y me tomaron de los tobillos. Una de las manos llevaba un reloj casio de calculadora, las otras eran manos de mujer, tenían las uñas enroscadas y muy mal pintadas. Como pude forcejeé pero fue inútil, me tumbaron al piso. Lo que me faltaba. Zombies del viejo oeste de Barquisimeto.
Cuando estuve ahí rasgaron mi ropa, intentaron meterme las manos en los bolsillos, me quitaron algunos billetes y una estampita de San Judas Tadeo que cargaba en la billetera. Pude salvar el teléfono porque lo tenía en la mano. Déjenme quieto nojoda, les grité y comencé a patear como un niño rabioso para que me soltaran, porque yo nunca había peleado con alguien que ya estuviera muerto. Los bichos solo salían de la tierra con la mitad del cuerpo, me hirieron varias veces, yo golpeé todo lo que pude, pero tenían los secretos de la muerte por eso resistían. Yo pensé que me iban a matar, lo más cerca que había estado de algo así, fue en el video de Thriller.
En cada movimiento dejaban ver su rostro dentro de la tierra con sus ojos flamantes y amarillos. No logré identificarlos, pero me eran familiares. Tomé varias piedras del piso y le conecté una al centro de la frente de uno de los zombies, el más cizañero de todos. El rostro se le hundió, escupió un líquido viscoso color mostaza que me llegó al bolsillo de la camisa y a la mitad del cachete. Luego vi cómo le brotó una costra verdosa tapando el boquete.
Cuando me deshice de ellos busqué una de las maletas en el carro, la desocupé y me la llevé de vuelta al lugar. Les hice señas tranquilizantes a los niños, ya me faltaba poco. Fui a traerme todos los huesos que dejaron de mis abuelitos, con quienes nunca tuve la oportunidad de dormirme en sus cantos. De regreso tomé otra vía, aunque ya no tendrían nada que quitarme. Al llegar al sitio nuevamente fui seleccionando los huesos que consideré que podrían ser de mis antepasados, aunque lo único que tenía seguro era que cometería un verdadero desastre, pero no le di poder a eso. Intenté contar 206 huesos como me habían enseñado en un pendón sobre anatomía que mi papá compró una vez en un semáforo en la avenida Lara, algo me pagarían por eso. Me conformé.
No dejaba de estar perdido, nunca podría haberme acostumbrado a la eternidad, seguía teniendo un pie en la penuria y una mano en el hambre, eso era todo, nada que sorprenda al otro mundo. El que muere es aquel que vino a buscar la muerte, ya se han borrado todos los nombres y las caras, ya no sabía cómo iba a liberarme de este cautiverio material. El tiempo en ese lugar no obedecía a espadas ni naves de ningún orden, así que me retiré como lo hace un feligrés cuando escucha las siete campanadas. Las mujeres y la anciana ya no estaban, el local permanecía cerrado, solo el gato pudo levantarse y comenzar a caminar cuando me vio a la cara.
Ahora mucho más pesada, metí la maleta en el carro, Janis me preguntó: ¿Resolviste? ¿Todo bien? Sí, le contesté, con esto resolvemos y apreté los dientes. Encendí el motor, dejé la marca de los cauchos en el asfalto y nos pusimos en el camino.
—Papi ¿vamos al parque? me preguntó Liana al oído. La miré por el retrovisor y le respondí naturalmente.
—A eso fue que vinimos. ¿No?