Cabeza de leopardo
Ilustración de Sebastián Rosso para este relato. Orsai.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Cabeza de leopardo

En medio del calor de una tarde venezolana cualquiera, una cabeza de leopardo aparece tirada sin rastros ni pistas. A esta altura, nada de lo que pase en Venezuela sorprende, ni siquiera a Javier Guedez, el autor de este relato.

Un cuento de Javier Guedez
Efectos de audio

Maximiliano Frini

El 9 de marzo, no importa el año ni el ardor que se acumulaba, amaneció muy cerca del edificio donde vivo la cabeza solitaria de un leopardo. Yo sé que ustedes saben de qué color es ese animal cuando abre las fauces, por eso no tengo que decir de qué tamaño era. Del cuerpo nunca se supo nada. La cabeza estaba dispuesta en medio de la calle, mirando hacia el cielo, como buscando perdonar a Dios después de todo lo ocurrido en el siglo dieciséis. 

Cuando yo la vi, ningún otro bicho se había acercado todavía para comenzar a devorarla. Los descomponedores de la cadena trófica de Maracaibo estaban de huelga esa mañana, porque el menú no podía variar tan drásticamente y sin ningún aviso. Ni siquiera los zamuros apetitosos de los últimos meses de desaseo de la ciudad habían metido sus picos en la escena. La cabeza brillaba con una luz propia, se encontraba en una actitud amenazante pero con la esperanza de que en cualquier momento su cuerpo comenzaría a regenerarse, para convertirse en otro animal. 

La sangre estaba fresca y creaba una mancha densa que comenzaba a tragarse el asfalto. Si hubiera traído conmigo una cámara tendría una foto para mostrárselas. El crimen tuvo que haber ocurrido en horas de la madrugada, todo parecía muy reciente. Todavía se podían ver los movimientos y las huellas dibujadas en el aire. Quise acercarme y enfrentarme como lo hubiera hecho mi padre, pero me parecía muy raro que nadie más acometiera el hecho con un teléfono, por eso detuve mis reacciones naturales, no me quería ir de boca ante un suceso de esta categoría zoológica. 

Me preguntaba por qué no tenían el mismo interés que yo de averiguar sobre esta extraña sugerencia del día. Sospeché de un artista de Calabozo, que tiene la costumbre de comunicarse con extravagancias performáticas en los espacios públicos del país, a manera de pacto con San Marcos de León. 

Por un momento pensé en los terraplanistas y que todos estaban actuando como en Australia para tomarme por loco, pero luego la situación se puso al descubierto, nos encontrábamos hablando de la realidad, si es que pudiéramos afirmar su existencia. Digamos que sí para no quedarme sin trabajo. A partir de este momento la realidad existe y es una sola.

Un animal que no está acostumbrado a que alguien lo saque a pasear al parque para que se deshaga de sus descomposiciones, no es un animal que pueda vivir aquí con nosotros, del lado más feo de la paz. No aparecen cabezas de leopardo todos los días en esta evaporación de ciudad ni en ninguna otra. Una vez llegó un pingüino que trajo Salvador Garmendia en una pick-up, pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no cuenta.

Entonces no lo hice, me quedé guardando distancia, procurando lo natural, como un espía que sabe con lo que no debe meterse, nada más. Recordé que días antes habían desconectado un explosivo en la pizzería de El Negro, y era preferible evitar, no se tratara de la misma banda de anormales que quieren acabar con la última ciudad hirviente del continente. Voy a comenzar a sudar, para no tener que volver a decir que hacía un calor infernal de tres tablas.

Los comercios comenzaron a abrir sus puertas bien temprano como de costumbre, la señora Lourdes, que vende vidrios templados para celulares en un carrito de supermercado ya estaba desayunando en la esquina de la 14G. Aprovechaba de escribir con la otra mano, en letra más grande, sobre el cartel fluorescente: Cigarros detallados a 3 mil

Algunos niños caminaban muy bien peinados en dirección a la escuela con sus uniformes planchados y las caras limpias. La cabeza estaba justo en medio de la vía por donde todos pasaban, antes del rayado del primer semáforo que da hacia el distribuidor. 

Me quedé observando como si no me preocupara demasiado, mientras me tomaba un café negro en el quiosco de William. No quise advertir nada, no quería ser yo el primero en avisar sobre el arcano que nos sentenciaba a muerte. Disculpen que sea reiterativo, pero uno a esta edad difícilmente controla los nervios, sobre todo me pasa cuando no me tomo las pastillas a la hora.

En algún momento alguien iba a gritar, o aterrarse desde un auto, provocando un deslizamiento o un choque probablemente. Tenía que ocurrir en minutos, por eso consideré que tomarme un café era el tiempo perfecto para no perderme la primera reacción y su desenvolvimiento caótico, de lo contrario se trataría de una trampa, un deepfake  de una precisión absoluta. No se puede ser tan indiferente y dejar caer así la vida. 

Pasó el tiempo y fui defraudado, me tomé el segundo y el tercer café, mientras todos se comportaban como maniquís electrónicos guiados por una cigüeña pirata. La cabeza del leopardo parecía que sudaba desde lejos, cualquiera lo hace en Maracaibo, hasta los animales muertos. Las manchas eran cada vez más resaltantes y por momentos pensé que se movían como un mapa de navegación.

—¿Tú crees que alguien se entere de su presencia, William?

—¿La de quién?

—Coño, no me estás parando bolas. La vaina como que es verdad. 

—Señor Javier, pero usted no se preocupe que ya para mañana esa cabeza se la lleva el camión del aseo. Mañana es martes.

—Yo creo que tú tampoco estás entendiendo la vaina, William. No ves esa pinga de cabeza de un animal altamente peligroso en medio de la calle. ¿Sabes lo que podría estar detrás de todo esto? Tú y yo somos caraqueños, pana; sabemos cómo es la vaina. 

—Bueno, pero ya está muerto, nadie corre peligro, tranquilo.

—Coño, vas a seguir, William. Mira la gente anti parabólica, como si se tratara de un gatico destripado a orilla de la carretera. Estoy que prendo un peo, para ver si alguien espabila. Nos pudieran estar lanzando la más fea de las maldiciones, y la gente ahí agüevoneada.

—Sino fue que ya nos la lanzaron hace rato, señor Javier.

—Que vaina, William. Coño, mira esos niños, chamo. Los niños, que son más salíos quel coño y nada, casi que saltan la cabeza sin mirarla. Pana, la vaina está chorreando sangre, los ojos parece que estuvieran mirando y todo, yo no entiendo. Si esto sigue así yo creo que tenemos que evacuar la ciudad.

—Yo le recomiendo que no se le acerque mucho a esa cabeza. 

—¿Por qué lo dices, William? alguien lo tiene que hacer en algún momento. Piensa en algo, no te quedes pegado. ¿Qué representa un leopardo? Fuerza, sigilo, agilidad y la capacidad de meter pánico a su presa. ¿Te estas fijando?

—No lo haga, señor Javier. Yo a usted lo respeto mucho y no quisiera que le pasara algo malo. Eso fue que se lo robaron para comérselo. 

—Exacto, no será que los manifestantes de ayer sacaron al leopardo ese flaco que quedaba en el zoológico para intimidar a la guardia en la protesta, yo creo que lo sacrificaron. Pero qué locos están esos tipos. ¿Te acuerdas cuando se escapó el rinoceronte que andaba por la avenida 72, a las 9 de la noche, que terminó en el centro comercial Lago Mall, volviendo mierda todos los puestos de la feria de comida?

—Mire, señor Javier, ahí viene una parejita, estos sí son los que van a…

—Yo me voy a llevar esa cabeza, pana. A nadie le hará falta. Hemos usado tanto la amabilidad que ya la gastamos.

—¿Qué está diciendo?

Le pagué a William 6 cafés y me dirigí al lugar con la música del fin que me acompañaba, me había convertido de pronto en un personaje delineado por el trazo de un hombre ciego a punto de despertarse, mis pasos se desplazaban por el fuego denso de la calle. Me detuve frente a la cabeza, preferí estar a la misma altura de los ojos del leopardo, que permanecían azules, bien abiertos. La tomé con ambas manos y la eché en un bolso de cuero que traía, junto a unos papeles viejos. Estaba pesada, el cierre del bolso no cerraba. Escapé del sitio y despedí a William desde la distancia. William se santiguó como si supiera algo más. 

Llegué al edificio como de costumbre, sin mirarme en el espejo del ascensor, porque solo una cosa es más difícil que ser feliz: demostrarlo. Vi mi nombre resaltado en una sucia hoja tamaño carta, debía seis meses de condominio, pero eso no me inquietaba. Actuaba normal para no levantar rumores, los rumores siempre dicen la verdad, eso yo lo sabía muy bien. Abrí el departamento, me quité los zapatos para entrar. Fui a la habitación, saqué la cabeza del bolso y la puse sobre la mesa de noche improvisada, junto a los libros de matemática y unas revistas penthouse del año 92. 

Procedí entonces a restregarme la piel con un cepillo enjabonado, evité bañarme. No se desprendía ningún olor a carne descompuesta, sin embargo algunas líneas de sangre ya comenzaban a bajar por el borde de la mesa. Me acerqué de nuevo a la cabeza, estaba intacta. Me serví lo que había quedado del almuerzo y fui de nuevo a la habitación para indagar sobre el asunto que me ocupaba. 

No parecía nada grave, tuve la certeza de que se trataba de un juego pesado, nada más. Una ciudad caliente, a punto de esfumarse, con la mayoría de sus aires acondicionados inservibles y con poca agua, trae consigo un código de muerte y desesperación, eso es todo. Por tal motivo, me puse debajo de la lengua las pastillas, decidí tomar los dos vasos de agua de siempre y acostarme. 

Me fui dejando caer lentamente sobre la cama para encontrar el sueño en alguna esquina perjudicada por la violencia del silencio. Troné mis dedos, le puse la mano en la frente a mi animal dividido, sin madre ni recuerdo, como intentando disculparme de un hecho que no me pertenecía. La cabeza no dejaba de mirarme con un brillo todavía silvestre, reconocía que había llegado el momento. 

Observé todos los pliegues que se le hicieron sobre el cuero seco, eran como reflejos de agua. No tuve otro pensamiento sobre el caso. Lo había decidido, al día siguiente por la mañana la devolvería al basurero de la avenida 14G de Las Delicias Norte. Había que dejar todo lo conocido en la tierra, no hacía falta poner ninguna denuncia ni alarmar a nadie con la noticia. Finalmente, llegaría el olvido montado en una grúa a arrasarlo todo.  

Cerré los ojos. El sueño no apareció tan rápido, pero me entregué al ardor.

El reloj despertador marcó las cuatro de la mañana, cuando el calor fue mucho más intenso. Podía confirmar en ese momento que el oxígeno se replegaba contra las paredes, dejando un hueco en el centro, donde yo me encontraba asfixiado como un cuchillo envuelto. Miré por la ventanilla y las nubes permanecían inmóviles, cuando de la boca del leopardo se escaparon varios sonidos bucólicos con una especie de delay que rebotaron contra mi cuerpo.

Los sonidos tenían una precisión fonética fulminante, definitivamente eran palabras con un efecto robótico muy claro. El volumen fue suficiente como para estar alerta de lo que venía. Así que tomé la cabeza con las dos manos y me la llevé a la altura de mi rostro. Parecía que nos reconocíamos después de siglos de amor, furia y languidez. Yo era el elegido, solo por esta vez. 

La cabeza cambiaba los matices de sus colores como la bola de una discoteca. Dirigí mi oreja sobre su boca todavía húmeda y lo pude escuchar en estéreo, en una voz gruesa y carrasposa como la corteza de un árbol viejo:

—Te contaré lo que va a pasar en Venezuela los próximos 20 años. ¿Quieres escuchar?

La sostuve con más fuerza entre mis manos y reaccioné como un muñeco de cera mirando hacia otro lado. Y dije:

—¿Cómo es la vaina?

Un cuento deJavier Guedez
Efectos de audio

Maximiliano Frini

Temas relacionados

#Crisis #Futuro #Sangre #Venezuela #Calor