El dueño no está, se fue a París
Imagen de una barbería vacía. Alwin Kroon.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com El dueño no está, se fue a París

Aquí un triste recorrido de Josefina Licitra por el pasado del barrio y de nosotros mismos. La pregunta parece ser: ¿a dónde está, amigos, la vida prometida?

Pasé por un negocio que me trajo un recuerdo. Es una peluquería chica y perdida sobre Lacarra, una calle por la que voy poco y que frecuentaba mucho en mi infancia, cuando salía con mis amigos a merodear por el barrio. En ese entonces, a fines de los ’80, yo era fanática de Sting. Tenía todos sus discos, y tenía una insistencia de coleccionista que me hacía desear cualquier cosa que tuviera su nombre o su cara.  

Por eso, cuando en la vidriera de la peluquería pusieron un afiche de Sting, fui a pedirlo sin más estrategia que la de mi desparpajo: tenía doce años, quería esa foto. Para ellos, además, ese póster era un ardid comercial de eficacia dudosa: era imposible que alguien creyera que Sting se había hecho un corte ahí adentro, así que podrían reemplazarlo por cualquier otra cara con el pelo bien acomodado. 

Entré. Del otro lado me recibió un hombre gordo y opaco, con un jopo vaporoso montado y peinado sobre la calvicie. Me miró sin ganas, como si supiera que mi presencia sobraba, y escuchó mi pedido con las cejas en alto y el gesto impasible.  

Lo que siguió fue corto y desconcertante. 

El hombre pasó el reverso de la mano por la sien transpirada —el mismo gesto de Luisito, el carnicero del barrio—, y me dijo:

—El dueño no está. Se fue a París. 

¿París? Durante mucho tiempo pasé por la puerta y seguí viendo al mismo pelado en el salón vacío, rodeado de afiches de famosos a los que nunca les había cortado ni les cortaría el pelo. Y sentí algo que no era enojo ni resentimiento, sino más bien decepción y un fondo amargo que ahora sé que es tristeza.

Cuando alguien dice París en este rincón remoto, no se ve la distancia que separa mi barrio de París, sino el abismo insondable del deseo insatisfecho del que quiere ser París pero es Floresta.

A veces siento lo mismo cuando paso por hoteles que se llaman París y tienen los cubrecamas de un borravino gastado, cuando tomo un taxi que dice París y tiene el olor a derrota de todos los puchos que se fumaron ahí dentro; o cuando paso por un bistrot en Barrio Norte, a pocas cuadras de la villa 31 y a unos metros de algún linyera o de mí misma, que no me animo a quemar ahorros para volver a París. 

Cada vez que alguien en este culo del mundo menta el nombre de París, veo con cansancio el movimiento hacia abajo, la caída estrepitosa desde las altas expectativas, el dolor de ya no ser o —peor— el de no haber sido nunca. Y me pregunto hacia dónde deberíamos mirar, dónde está la vida prometida, y por favor: cómo se llega.