Café Gijón
La entrada del mítico café Gijón en Madrid. Foto de Andreu Buenafuente.

Columna de opinión

Café Gijón

Los tiempos han cambiado. La infancia ya no es lo que era, las redes sociales arden de pelotudeces, faltan risas en la calle... Y para colmo ya no se puede fumar en el Café Gijón.

Escrito por Andreu Buenafuente

Quizás esté envejeciendo a una velocidad muy superior de la que creo o quiero. La nostalgia me va engañando con sus cantos de sirena sin que me dé cuenta. Quizás sea un mecanismo de defensa ante la dificultad de asimilar la realidad. Quizás sean todas esas cosas juntas y muchas más, pero el caso es que hace tiempo que vengo pensando lo siguiente: antes todo era mejor. Amplío el concepto. Todo era más incorrecto, más imperfecto, más de verdad.

Estoy escribiendo este texto, ahora mismo, en el legendario Café Gijón de Madrid. No hay un sitio mejor para echar la vista atrás y ordenar mis pensamientos sobre todo lo que perdimos cuando nos estandarizamos.

Son las doce del mediodía. No hay mucha gente aquí. Un camarero va cubriendo las mesas con manteles mal planchados de antiguo algodón y yo me quedo en mi isla de mármol con el logotipo del local. Sospecho que estoy molestando un poco a los camareros. Si yo no estuviera, si no me empeñara en escribir esta columna en mi libreta, ahora todo tendría uniformidad. Siento que soy un fallo del sistema. Pero no me preocupa porque, con toda probabilidad, acabaré firmando el libro de visitas por el mero hecho de ser conocido. Van a aguantarme un rato más.

Ahora no se puede fumar en el Café Gijón: un cartel bien claro lo dice en la puerta, le acabo de hacer una foto. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve! Ahora el gobierno obliga a que aparezcan personas con tumores en las cajetillas de tabaco. Los cromos del nuevo apocalipsis. ¡Qué horror!


—Dejaré de fumar el día que no fume nadie, que no se venda, que hayan quitado el tabaco de la Tierra —suele decir mi amigo Pep.

Cada vez que recuerdo esta frase imagino a miles de zombis matando por una dosis de nicotina, arrastrando los pies, con los brazos levantados zarandeando máquinas expendedoras en desuso. Esa es una buena imagen de la sociedad del siglo veintiuno: zombis y dependientes. Enganchados a un falso bienestar que nos dictan las marcas y los mercados. ¡Joder con los mercados! Ellos nos dicen lo que está bien y lo que está mal. Lo que nos conviene y lo que no. Lo que debemos hacer y lo que nos convertiría en parias marginales.

Antes, así en genérico, no se inyectaba el miedo en la sociedad con tanto descaro. Había otros métodos —hijos de puta los ha habido siempre—, pero existía algo parecido a una autogestión, una libertad individual, una épica personal y solitaria. Había pillería, buscavidas, dribladores profesionales de la mediocridad que construían pequeños mundos de color en el gran escenario blanco y negro. Como esas películas italianas con Gassman o Mastroiani. Héroes cotidianos, canallas, incorregibles, mágicos, seductores… Ahora estamos todos geolocalizados. Un concepto escalofriante. Orwell debe andar descorchando champán allá donde se encuentre. Observándonos. ¡Geolocalizados, conectados veinticuatro horas, controlados!

Ahora, si no contestas un mail antes de media hora, o si no devuelves en el acto un wasap, se encienden todas las alarmas.

—¿Dónde estabas?

—¡Estaba tocándome las bolas!

O andando por ahí, observando, imaginando, fantaseando, dibujando hombres con cabezas muy grandes en mi libreta, durmiendo en un banco delante del mar… ¡Que sé yo! Quizás estaba en un sitio que nadie puede saber, porque están muy mal vistos los secretos. Toda la información debe compartirse.

Roma extendió su imperio sin mandar un solo correo electrónico. Los dictadores arrasaban gobiernos sin necesidad de crear un grupo en Facebook y la resistencia se organizaba sin Twitter. Esto es así. Ahora, en plena bulimia digital, usamos las redes —en la mayoría de los casos— para difundir nuestra ociosidad como el que pone un saco de harina delante de un ventilador. Compartir por compartir. Escribir por no callar. Por ejemplo: «Running time. 50 minutos. Ya estoy en casa. Una cenita ligera y a dormir». ¡Y a mí qué me importa! He vivido más de cuarenta años sin conocer los hábitos de mi vecino. Si corre o deja de correr, si usa diminutivos o no. ¿Para qué quiero saberlo ahora?

Un seguidor me dijo hace poco: las redes han cambiado las relaciones sociales para siempre. Puede que tenga razón. Twitter bien podría ser un profiláctico para estas nuevas amistades virtuales. Se trata de conectar con alguien sin riesgos. A la menor duda, bloquear. Clic. Off. Fin de la amistad. Esta es la cultura del clic, la generación Nespresso, como dice José Antonio Marina. «Lo quiero bueno y lo quiero ahora.» Le dije al filósofo: «Incluso han conseguido que la espera de veinte segundos, mientras se calienta la máquina, sea interminable». Placer encapsulado y prisa, mucha prisa. Esperar es perder, perderse algo. La prisa es la carcoma del calendario, el gusano que se come las horas. Como si todos llegáramos tarde a ninguna parte. De aquellos autobuses lentos, con los asientos de falsa piel llenos de arañazos, a los trenes de alta velocidad de hoy en día. Trenes asépticos, paréntesis de metal, silenciosos, sin revisores, con azafatas y relojes digitales. Trenes donde proyectan películas de parejas norteamericanas que se quieren un montón, con Nueva York de fondo. Tal es el ansia de movimiento rápido de las masas, que se han construido estaciones donde no hay pasajeros.

Esa es una buena imagen de la sociedad del siglo veintiuno: zombis y dependientes. Enganchados a un falso bienestar que nos dictan las marcas y los mercados.

Los burros miran los andenes vacíos desde los campos cercanos, mientras espantan las moscas con un golpe seco de oreja. Los mismos campos donde correteé de pequeño en Andalucía. Mis vacaciones estaban llenas de aventuras y de libertad. Ahora lo llaman peligros. Un manto de protección cubre a los niños actuales y les impide vivir lo que yo viví, los de nuestra generación en los sesenta, setenta. Yo crucé ríos; cogí higos chumbos con las dos manos; vi a una mujer mayor desnudándose en la puerta de su casa; construí una cabaña en una cuesta imposible, en lo alto del pueblo; atravesé los túneles que hay debajo de las autopistas; perseguí gallinas con muslos como avestruces; encendí petardos no homologados; me bañé en piscinas sin saber nadar… Hice de todo. Por la noche, volvía a casa lleno de arañazos y abrazaba un bocadillo de morcilla rebosante de colesterol.

—¿Qué has hecho hoy? —me preguntabami madre.

—Nada.

Mi abuela sonreía y me daba dinero a escondidas, apretando el puño donde escondía mi moneda.

—No se lo digas a tu madre.

Me mojaban el pelo con colonia barata, me peinaban y volvía a marcharme. Así todo el verano. «No pareces catalán» me decían. Y yo me preguntaba cómo se suponía que debía ser un catalán. Todavía me lo pregunto.

Antes no había tanta prisa. ¿Acaso no era mejor quedar con los amigos en una plaza cada viernes? Venía el que venía. Y se salía por ahí y se acababa pisoteando los parterres secos de los jardines humildes de aquellas ciudades a medio hacer. Me gustaban más las ciudades de antes. Un poco sucias, un poco caóticas, con fallos de señalización, calurosas por el día y laberínticas por la noche. Ciudades con calles de adoquines, donde siempre faltaba alguno. Donde la gente viajaba en sus motos tronadas y sin casco. Ciudades a las que le olía el aliento. Todavía las busco y en algún viaje he llegado a sentirme como en casa. ¡Por fin algo imperfecto! En la mía, en Reus, era habitual ver a los internados de un manicomio cercano paseando con toda normalidad por las plazas. Lo hacían dos veces por semana y aquel grupo, entrañable y excéntrico, era una comparsa. Reían, cantaban, no se metían con nadie. Al Cerilla le gustaba que lo saludasen. No hacía otra cosa. «Adiós Cerilla.» «¡Adiós, adiós!» Hacía algún recado, era de la familia. No me imagino algo así ahora. No sería correcto. «Lo correcto» es el virus que se ha cargado la naturalidad, la modestia, la familiaridad.

Todavía recuerdo al sereno de mi barrio. Un hombre con todas las llaves de todas las casas del barrio. A mí me parecía algo mágico. ¿Se lo imaginan? Ahora, si te dejas las llaves y vives solo, puede que acabes durmiendo en un cajero con otro que ni tan siquiera tiene llaves. Seguramente el mismo cajero ya no sea un cajero porque el banco ha quebrado. Eso dicen sus directivos con sueldos blindados. ¿Dónde estarán tus amigos de Facebook entonces?


Escribo todo esto en mi libreta, todavía sentado a la mesa del café. Miro a mi alrededor. ¿Qué queda del otro Café Gijón, del mítico?

Solo queda la escenografía y lo que puedan recordar los que de verdad lo vivieron. Si ahora mismo hiciera una ouija, puede que se manifestaran los espíritus cabreados de Fernando Fernán Gómez, de Paco Umbral, de Camilo José Cela, aquellos ilustres inquilinos. Sus caras me miran ausentes en los retratos que cuelgan de las paredes. Parecen los antiguos alcaldes de un ayuntamiento ácrata e imposible. Viejas glorias.

Siento nostalgia de lo no vivido. ¿Es eso posible? ¡Cómo me gustaría espiar las charlas de toda aquella gente! Supongo que hablarían de mujeres, de sus correrías, de noches irrepetibles y desenfocadas. Dudo que hablaran de literatura si no era para poner a caer de un burro a algún autor estirado.

Aquello debía oler a coñac barato, a aguardiente y a humo de cigarros. Habría risas, muchas risas. Ahora no.

Escrito por Andreu Buenafuente

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