Relato de ficción
Partir de mí
Por primera vez en mucho tiempo, una mujer se prepara para una cita. Entonces, frente al espejo, mientras se debate entre la inseguridad que provocó el paso del tiempo y la falta de confianza que le causan las ojeras, sintió que una mano se apoyó en su espalda. No se pierdan este texto escrito por Anahí Ribeiro ni la excelente interpretación de Jorgelina Aruzzi.
Dispuesta a cambiar radicalmente, decidí hacerme la permanente. Un error garrafal, pero lo hecho, hecho esté. Me compré un secador que tiene un adaptador tipo campana, para que los rulos me quedasen parejos. Me lo recomendó el peluquero. Me advirtió que tenía que hacerlo con la cabeza para abajo, y acá estoy, medio mareada y con tortícolis. Me miro al espejo y pienso: «están decentes». Me reconozco un poco extraña, pero al mismo tiempo, sensual. Una sensación que, no digo que desconozca, pero que había olvidado. Todo mi set de maquillaje es nuevo, algunas cosas aún están envueltas en sus respectivas cajas. Las compre hace bastante, y ahí se quedaron, como en pausa. Conmigo. Conmigo en pausa. El tapaojeras que mi amiga Ester me recomendó, es de un color que me hace dudar, pero aun así me lo aplico suavemente sobre la piel, con golpecitos y con el dedo anular, intentando dejar atrás al zombie que habita en mí desde hace tiempo. ¡Dios, parece que tengo hepatitis! Igual me juró que desaparecerá cuando me ponga la base y toda la piel quedará pareja. Sigo paso a paso las indicaciones de un tutorial en internet que me asegura el look de Jennifer López.
Me siento ridícula. Nunca me voy a parecer a Jeniffer. Nunca. Pero bueno, tengo que hacer el intento. Al menos para justificar todo lo que invertí en esta noche y todo lo que gasté en Farmacity.
Vuelvo a mirarme al espejo y por un instante, un segundo, siento una mano en mi espalda. No es cualquier mano, la reconozco. Reconozco su peso, su marca. Tu marca. Se me estremeció el cuerpo, se me erizaron los pelos, como si hubiera entrado una brisa helada por alguna hendija. Me recorrió una especie de electricidad. Mis manos perdieron sensibilidad y el rímel se me escurrió de entre los dedos haciendo un enchastre en el lavamanos. Me di vuelta lentamente, con esa lentitud de las películas, ¿viste? La lentitud en la que podrían haberse visto mis ojos llenarse de lágrimas cuadro por cuadro. Cada píxel. No había nadie detrás mío. Nadie. La habitación inmutada estaba apenas iluminada por la luz que entraba por las persianas y una lámpara de mesa. Algunos vestidos desparramados por la cama, ropa sucia para lavar sobre una silla, un vaso con agua sobre la mesa de luz que quedó de la noche y libros tirados en el piso, de mi lado de la cama. Mi lado de la cama. Todavía no me acostumbro a ocuparla toda. El cuarto lleno, y vacío al mismo tiempo. Pero un vació que deja algo que en algún momento estuvo ahí. Como tu mano. Igual que tu mano impresa en mi espalda. Tu mano que ya no está, pero sí tu huella. Tu huella que hoy, extrañamente, sentí liviana, suave, consoladora.
Cual campana que salva al boxeador agobiado, sonó el celular. Mi amiga Diana me estuvo llamando toda la tarde, y decidí ignorarla sistemáticamente. Se que solo me llama cuando tiene problemas que contarme, es su pasatiempo favorito; pero he estado triste por demasiado tiempo como para soportar tristezas ajenas. No hoy. Al menos no en este momento. Ahora, solo necesito terminar de taparme las ojeras. Finalmente pude lograr un look arreglado, con cierta sofisticación. Algo que no denota que me esforcé demasiado, y que a la vez me hace ver fresca y lozana. «Casual», como te gustaba decir. Me sorprende. De verdad siento que hice un gran trabajo. Nadie podría adivinar el tiempo de encierro y soledad. Busco el espejo de cuerpo entero y me echo una última mirada. La imagen que devuelve me recuerda a mí misma antes del accidente. Parezco esa otra. Tengo un aire a aquella que cada tanto disfrutaba de alguna que otra banalidad. Sonrío con cierta melancolía. Chiquito, tenue, casi una mueca. No seré JLo, pero sonrío, que no es poco. Lo importante es que hoy, sonrío.
Vibra el celular. Lo puse en vibrador porque me sacan los sonidos predeterminados. El mensaje de WhatsApp dice: «Estoy en cinco». Me sonrojo. Me parece ridículo sonrojarme a esta edad, pero me sonrojo. Y me causa gracia y hasta un poquito de vergüenza; lo admito, me siento una adolescente. Me da pudor volver a coquetear con un hombre después de tanto tiempo. Después de la pérdida. Camino con los tacos por el living, son nuevos y no tuve tiempo de ablandarlos. Por mí, me hubiera puesto unas botas, cómodas, chatas. Pero el vestido que compré ameritaba unos zapatos un poco más femeninos. Perdí todo lo femenino que me quedaba con las muletas. Tranquilo. Mis piernas están bien. No me duelen, los soportan, lo mismo que la cadera. Estoy bien. «Las cicatrices casi ni se notan», pienso para mis adentros. Yo las veo. Las veré siempre. Pero quizá pasen desapercibidas en una primera cita. Ya habrá tiempo para hablar de ellas. Para mostrarlas. Para dejar que alguien las toque.
Suena el portero. Me parece un buen detalle que se haya bajado del auto para tocar el timbre. Atiendo. «Soy yo», me dice. Su voz disipa mis dudas, es dulce y varonil. Tiene una seguridad que me abruma y me confunde, y eso me gusta. Sabe lo que quiere y me quiere a mí. No disimula, no anda con vueltas. Confieso que sentirme deseada es aterrador. Pero volver a sentirme sensual me vuelve inmensa… me vuelvo… me vuelvo a poner colorada. Qué boluda. Lo dicho, una adolescente. Aunque haya dejado de serlo hace tanto. Aunque aquella adolescencia también se haya ido con vos y todo lo que fuimos. Es extraño, la huella de tu mano en mi espalda, casi ni la siento.
Decidí ponerme un tapado liviano de color morado que me realza la piel. Me lo compré hace mucho a sabiendas que nunca lo iba a usar. Soy monocromática, como Diane Keaton. Pero en ese momento estaba de vacaciones. ¿Viste cómo son las vacaciones? Uno se compra cosas que jamás va a usar, y lo sabe, y se las compra igual. Como si la prenda fuera a eternizar ese momento. Me acomodo el pelo para un costado y como toque final, rocío spray para mantener la forma. Agarro la cartera, las llaves, y salgo al pasillo. Llamo al ascensor, abro las puertas plegadizas y subo, aprieto el botón. Respiro suave y profundo durante los cuatro pisos que tardo hasta llegar a la planta baja. Llego, bajo, y recorro el palier impecablemente lustrado hasta la puerta de calle. Parece kilométrico. Infinito. Como temo que el lustre del piso y mis zapatos nuevos no sean compatibles, camino firme y segura, contrayendo muslos y estirando rodillas, evitando por todos los medios no caer desplomada. Parezco un maniquí, pero lo logro. Finalmente llego a la puerta y salgo.
Apoyado sobre el auto, esta este hombre. Viste unos pantalones sport con zapatillas de cuero, una camisa con dos botones desprendidos y un sobretodo negro, moderno. Su pelo corto está un poco revuelto. Me gusta así. Nunca me gustó lo formal. Nunca lo fui antes del accidente. Nunca lo fuimos vos y yo. No fuimos formales ni constantes en nada. No fuimos del todo honestos y mucho menos convencionales. No fuimos tantas cosas que habernos amado fue lo único que nos definió. Todo esto pienso en el segundo exacto en que este hombre nuevo, sonríe cuando me ve.
En el mismo instante que piso a la vereda un viento urbano y embolsado, choca contra mí, como las olas violentas contra el acantilado, abriendo mi saco, revolviéndome el pelo y metiéndose por debajo del vestido, entre mis pechos y mis piernas, levantándome la falda. Y ahí, con la bombacha al aire, toda desarticulada, vulnerable y a la intemperie, mis ojos se llenaron de lágrimas, y me eché a reír, a carcajadas, desaforada, como cuando mi papá me hacía cosquillas y yo terminaba revolcada en el piso diciendo ¡pido gancho! Abrí los brazos y deje de luchar, deje de resistir a ese viento salvador que me purgaba, que me liberaba del dolor, del pesar, de los recuerdos, de vos. Te dejé ir, como no pude antes, por el dolor de perderte entre mis brazos, por la culpa de no haber podido salvarte, y de no haber podido soltarte, hasta hoy.
Pude sentirte partir de mí.
Saliste como quien desata un nudo y se libera; con dolor y dulzura, como un alumbramiento. Partiste de mí y me dejaste con la permanente deshecha y los ojos brillantes; revuelta, desarticulada, rota y vuelta a armar. Casi como si supieras que si no lo hacías vos, a mí se me hubiera complicado demasiado. Siempre me viste venir antes de que llegara.
Te mando un beso imaginario al aire. Te respiro por última vez y vuelvo a mí, recalculando, como si retornara de un viaje largo e intenso. Y así, sin más temores que los propios de una primera cita, camino sobre mis tacos, con calma, en paz y desde cero.