Cosas que pasan en la guardia: «La jarra loca»
Guardia de hospital LA NACIÓN.

Crónica narrativa

Audio RevistaOrsai.com Cosas que pasan en la guardia: «La jarra loca»

Sin revelar su identidad, una doctora anónima (@anonmehicieron) cuenta en primera persona un caso real de excesos, drogas y desesperación. Todo empezó con una previa, una «jarra loca» y se desmadró. En los pasillos del hospital la historia se puso cada vez más oscura. En la versión podcast lo interpreta, con mucho talento, Celeste Cid.

Una historia de Anónima

Sábado de madrugada. La ambulancia trae a una chica y el médico me la presenta como alcoholizada. Está inconsciente y apenas mueve unos centímetros las manos cuando le provoco dolor. Viene empapada en transpiración, en vómito, en orina. Tiene la pollera manchada con materia fecal que parece ser suya. Hay también algo de sangre, aunque no le encuentro cortes. Le pongo el saturómetro en el dedo que más saltado tiene el esmalte fucsia. No lee. Está helada. Le pido al de la ambulancia que se la presente a emergento. Se la lleva. Vuelve a los pocos minutos y me dice que el emergentólogo está reanimando un paro y que pidió que por favor la fuese viendo yo. Pienso que de emergentología sé bastante poco, que es joven, que en cualquier momento va a haber que intubarla y hace años que no lo hago, que si hago algo mal y se muere, me mato, que no quiero que se muera, que ahora tampoco me quiero matar, que las cosas no tendrían que ser así. La veo y asusta; me asusta. Creo que asustaría a cualquiera que no hiciera emergentología. Trato de tomar coraje, de pensar que soy la mejor opción que tiene en este momento porque mi compañera —que tiene la misma idea que yo de estos temas— está terminando con otro paciente, y, más que nada, porque si se queda en la camilla de la ambulancia, ahí sí que se va a morir. Le busco un lugar. No hay. Despierto a un borracho que vino a dormir y le pido que me deje la camilla. Responde que mañana. Lo sacudo y le digo que ahora. Se da vuelta y me da la espalda. Busco al de seguridad para que me ayude a sacarlo. Me contesta que él le va a pedir que se vaya, pero, si se pone violento, voy a tener que llamar a la policía. Acepto el trato de mala gana. Vamos. El borracho le tira un manotazo. El de seguridad me informa que ya sé lo que tengo que hacer y vuelve a su puesto. Estoy por marcar 911 cuando el chofer de la ambulancia que trae a la chica me ofrece su ayuda y lo saca en cinco segundos. Me quiero casar con él. 

Ubicamos ahí a la chica y pienso que peor consultorio no le pude conseguir. Huele a pis, a alcohol, a cigarrillo, a mugre y seguro en breve va a oler a caca por la que tiene en la pollera. Sus compañeros de consultorio están casi tan pasados de alcohol como ella. Le subo las barandas como si se fuera a caer, un poco por costumbre, otro poco por si llega a convulsivar. Los de la ambulancia se van. Llamo a mi compañera para que me dé una mano. Le tomamos la presión. La tiene por el tercer subsuelo. El pulso solo se le siente en el cuello y es muy débil. Sus pulmones rugen. Busco a algún enfermero para ponerle ya mismo una vía. Están todos con el paro. Por suerte tiene buenas venas, así que se la logramos poner nosotras. El suero va a chorro. Le hago un hemogluco. Tiene la glucosa en sangre paupérrima, casi como su presión. Le paso glucosados hipertónicos sin asco (azúcar por vena digamos). Pruebo de vuelta la respuesta al dolor. Me trata de sacar la mano. Respiro. Busco de dónde viene la sangre. No es suya. La envolvemos en camisolines para calentarla hasta que consigamos alguna manta. No hay por ningún lado, ni siquiera sábanas. Calentamos unos sueros debajo de la canilla de agua caliente y se los ponemos a los costados del cuerpo. Le pasamos el combo revive muertos y al terminarlo se pone en posición fetal. Le ponemos una máscara de oxígeno, un corticoide para que respire mejor y chocamos los cinco. 

Hacemos pasar a sus dos amigas —la más alta tiene un corte en la mano manchado con vómito, roña y sangre— y les preguntamos qué consumió. Dicen que una jarra loca. Insisto con saber qué contenía. Alegan no saber, que la preparó un amigo. Les explico que eso es un peligro, que su amiga se podría haber muerto, que no digo que no tomen alcohol, pero que así no. Estoy por preguntar si consumieron drogas también cuando la más baja interrumpe con que está mareada. La acostamos en las sillas del pasillo y le levantamos las piernas. Se recupera bastante rápido y nos quiere abrazar. Está bañada en vómito ella también. Le tomamos el pulso y la presión desde lo más lejos que podemos. Está todo bien. Le pedimos a la alta que le tenga las piernas para arriba un rato hasta que consigamos algo para mantenerlas así. Nos alejamos y la del mareo nos tira besos. Volvemos con dos cajas llenas de sueros. Las apilamos bajos sus piernas y recién ahí me doy cuenta de que se le ve todo el traste. Le traigo un camisolín y la cubro. Juega a taparse la cara y aparecer como si tuviera dos años y deja su culo al aire otra vez. Mi compañera le cura la mano a la alta. De afuera golpean la puerta a lo loco. Me resigno y le digo a la de la mano que cuide a la besucona. 

Alguien grita que no puede respirar. Abrimos. Es una chica de unos veintilargos con una crisis de asma. La hago pasar y mi compañera llama a un hipertenso. La asmática satura bastante bien y apenas se hizo dos dosis de salbutamol antes de venir. Tiene algunos silbidos en la espalda, pero nada terrible. La pongo a nebulizar cerca de las chicas. Las mira y alterna risas con sacudidas de cabeza para los costados. 

Voy a ver qué pasó con el del paro. El emergentólogo me cuenta que no salió y me pregunta por la borracha. Le digo que ya está y me da un sermón de que no tenemos que asustarnos por cualquier pavada. Tengo ganas de mandarlo a la mierda. Aprieto las muelas, me arranco la uña del anular derecho y vuelvo a atender. Hago pasar a un chico con dolor abdominal que grita como si lo estuvieran apuñalando. Lo acuesto y su panza es blanda, sin signos que me hagan preocupar. Le golpeo la espalda y salta. Le pregunto si tuvo fiebre y si le arde al hacer pis. Contesta que ninguna de las dos. Tampoco hizo pis oscuro. Le digo que le voy a hacer un análisis de sangre, uno de orina, una ecografía y que le voy a pasar medicación por suero. Se niega a los pinchazos alegando que odia las agujas. Traigo el envase de suero cortado donde tiene que hacer pis y se lo doy mientras le explico que dudo de que el dolor se le vaya a pasar con comprimidos, y que además no tengo para darle. Se queja de que cómo puede ser que en un hospital tan grande no haya pastillas, que es una vergüenza, que no cree ser el único con miedo a las agujas. Está en el medio de su disertación titulada «Los hospitales y la falta de recursos acordes a pacientes con casi fobia a elementos punzantes», cuando escucho que una voz de mujer grita:

—¡Ayuda! ¡Un médico!

El grito viene desde donde estaban las amigas borrachas. Le indico al paciente de la disertación dónde puede tomar la muestra de orina y corro para ahí. Mi compañera también aparece. La chica de los besos y abrazos con el culo al aire no reacciona.

—Estaba roncando hasta recién que dejó de respirar —dice la más alta llorando—.

Le busco el pulso mientras mi compañera constata si respira. Las dos negamos. La bajamos al piso como podemos y empiezo a hacerle RCP ahí, mientras ella corre a buscar al emergentólogo. Cuando pasa por el office de enfermería grita que hay un paro al fondo y los dos que están vienen a ayudarme. Uno pide camillero. No aparece. La otra reanima conmigo. Llega mi compañera con el emergentólogo y el carro de paro. 

—Acá no se puede —sentencia él—.

Se va, y vuelve a los pocos segundos con una camilla que ni sé de dónde sacó. La subimos entre todos y corremos al shock room. La amiga llora atrás nuestro. Le pedimos que espere afuera. 

—¿Qué consumió? —pregunta el emergentólogo—. 

—Una jarra loca —contesto—.

—Necesito saber qué tenía esa jarra exactamente —dice y sé que está pidiendo que vaya a averiguar—. 

Recién ahí caigo en que nunca llegué a preguntar por las drogas. Lo dejo reanimándola con mi compañera, los enfermeros, y el cardiólogo que apareció de la nada, y voy. Paso las puertas y veo a la amiga hecha un bollito en el piso, llorando desconsolada. La ayudo a levantarse y le doy una gasa —de esas que tengo en el bolsillo para cuando me acuerdo de hacer pis— para que se seque las lágrimas. Le explico que necesito su ayuda ahora mismo, que por favor me averigüe qué había en la jarra y que me diga si consumieron alguna droga. Sacude la cabeza para arriba y para abajo mientras aspira sus mocos.

—Solo marihuana —dice—.

—Eso no la va a poner así —le contesto—. ¿Podés llamar al que preparó la jarra?

Reitera el movimiento de cabeza y busca su celular. Recién ahí nota que no lo tiene. Llora también por eso. La sacudo y le pregunto si alguna de sus amigas tendrá el número. Dice que sí. Vamos al consultorio donde está la que más nos había asustado. En el camino, el del probable cólico renal me grita que está esperando los comprimidos. Lo ignoro. Llegamos a donde está la de la sangre que no era suya y de la pollera con caca. Me doy cuenta de que ni llegamos a sacarle la ropa roñosa y mojada, igual ahora no es el momento. Me pongo los guantes y le reviso los bolsillos buscando su celular.

—¿Qué hacés? —se queja como entre sueños—.

Su amiga la calma. Lo saco y se lo doy a la sobreviviente de la maldita jarra loca. 

—No sé la clave —dice mientras me muestra los números en la pantalla—. 

Tratamos de activarlo con los dedos de la borracha. Da error, no sé si por sucios, por fríos o por lastimados. Le preguntamos la clave. 

—Yo que sé, dejáme en paz —grita y vuele a roncar—.

La amiga la sacude. Nada. Corro a enfermería y busco una ampolla de esas de azúcar endovenosa que le pasé antes y otra de cafeína. Le paso el azúcar y le pongo la cafeína a pasar por el suero bastante rápido. Revive lo suficiente como para contestarnos. 

La amiga llama al que preparó la jarra y le pregunta qué le puso. Le hago señas para que lo ponga en altavoz. El chico contesta —con voz de que se cree el «capo de los capos»— que mucho chupi y «magia de la abuela». 

—¿Y eso en qué consiste? —interrumpo—.

—¿Vos quién sos? —pregunta desde su limbo y se ríe—.

—Soy la médica que está tratando de revivir a tu amiga que está en paro. Necesito que nos digas ya qué le pusiste exactamente, así no tengo que denunciarte por asesinato si se muere. 

No puedo pensar en que es un chico, en que está borracho, en que tal vez sea mejor entrarle por la buena onda. Cada minuto son neuronas que esa chica pierde. Igual, parece que la amenaza resulta, porque contesta que a la jarra le metió unas pastillas que le robó a su abuela que está re loca. Insisto en saber qué drogas eran. Jura que no sabe. Le pido que llame a la abuela y le pregunte. Dice que si la despierta ella es capaz de asesinarlo a él. Ya no se ríe. Me pregunto cuán mal estará la abuela. Se escuchan pasos, tropiezos y nos pide que esperemos. Quiero teletransportarme a lo de su abuela y preguntarle yo. Al ratito el chico reaparece en el teléfono.

—Les mando fotos —dice—.

Cuelga. Resulta que vive con la abuela. El combo incluye antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos. Tiemblo. Corro de vuelta al shock room. La chica ya salió del paro, aunque quedó intubada. El emergentólogo me hace sentarme.

—Respirá —me ordena—.

Le hago caso y repito el proceso tres veces.

—Tenía todo esto la jarra —le digo mientras le muestro el celular—.

—La puta madre —larga y me sumo a la puteada—.

Buscamos a las otras dos y las traemos al shock para tenerlas monitoreadas. A falta de cama, las acostamos juntas. La alta le acaricia el pelo a la borracha inicial y le pide que se ponga bien. Le colocamos un suero y la hacemos llamar a todos los que tomaron de esa jarra para que vengan al hospital. Son el chico de la abuela y otro más. El de la abuela no quiere venir. Lo amenazo con la denuncia de nuevo y está acá a la media hora. Los acostamos en el pasillo en camillas móviles y rogamos para que no caiga ninguna emergencia porque no va a haber dónde meterla. Esa noche ninguno duerme. El del cólico renal viene para donde estamos a quejarse por los comprimidos que nunca le di y el emergentólogo le pega un par de gritos que lo ponen en su lugar. Se va amenazando con demandarnos. Esta vez ni me preocupa. La guardia está llena de chicos que pueden hacer un paro en cualquier momento y sus padres que van cayendo y demandando explicaciones. Nadie viene a ver al nieto conflicto. Le pregunto si no quiere que llame a sus papás. Me cuenta que fallecieron cuando era chico y me ruega que no contactemos a su abuela. Es mayor y está estable, así que respeto su decisión. Igual, lo obligo a darme el número de la señora por las dudas. Por suerte, ninguno más se descompensa.

Después del pase de la mañana, vuelvo al shock room. Afuera están los padres de la chica con las ojeras más marcadas que yo después de cuarenta y ocho horas de guardia. Los párpados de la mujer están hinchados. Les deseo lo mejor para su hija. Me agradecen. 

Busco al emergentólogo para que me cuente si sabe algo más. Dice que la chica estaba tomando antibióticos para una infección urinaria y que además toma medicación por un trastorno por déficit de atención, que el combo le pegó muy mal y se clavó el paro por una arritmia jodida. No sabe cómo le vaya a quedar el cerebro porque tuvo un RCP bastante prolongado, aunque no tanto. Agradezco por adentro a mis padres el haber sido tan obsesivamente cuidas, aunque en aquel momento los haya odiado. 

Veo a las otras dos chicas: están mejor. El chico que no creó la jarra se derivó por su obra social que por arte de magia vino rápido a buscarlo. Me acerco al nieto conflictivo. Dice que se siente bien y pregunta por su amiga del paro. Le cuento y se pone transparente.

—Soy un pelotudo, un forro, un imbécil, una mierda como me dice mi abuela…

Se le caen las lágrimas. Me da pena y lo quiero matar a la vez. Lo abrazo y ahí sí que se llora todo lo que tenía guardado. Cuando noto que se calma, lo suelto y le doy la gasa que me queda.

—Nunca más —le digo entre pregunta e imposición—.

Levanta la mano cual promesa de boy-scout.

—Nunca más —contesta—. Y gracias. 

Lo abrazo de nuevo.

Salgo y me fumo dos puchos al hilo antes de subirme al colectivo.

Una historia deAnónima
En la voz deCeleste Cid