Relato de ficción
A veces, Kemihaara
Esta historia transcurre en un pueblito nórdico: un hermano que traiciona a otro, una mujer en el medio y un asesinato que causa conmoción en toda la población, incluyendo al propio asesino. Una historia contada por Lucas Gilardone, narrada por el actor Carlos Kaspar.
Sündsthorp ha matado a un hombre. No vamos a referir los detalles penosos de un hecho tan vulgar como una muerte; bastará con indicar que el muerto ha sido él mismo. Ello en un sentido figurado, desde luego, pero no por ello menos real, concreto y definitivo. Después de unos días de consumado el crimen abandonó su casa y bajó al bar, donde fue recibido por un silencio tan espeso que parecía tener vida propia. Sündsthorp ponderó la existencia de esa bestia invisible como la señal de un buen augurio, como una implícita declaración laudatoria que a la vez lo absolvía y lo elevaba en la consideración de los demás hombres. Nadie, desde luego, le preguntó nada. Él tampoco pronunció otras palabras que las estrictamente necesarias para pedir su bebida.
Gradualmente el silencio fue convirtiéndose en murmullos, en charlas sobre circunstancias menores, en alguna narración a propósito de nada. Al cabo de unas horas se retiró, no sin notar cómo el silencio de horas antes volvía a cobrar vida, imbuido ahora de un aura de expectativa que se cargaba sobre sus espaldas como un mandato imposible.
A poco de salir se cruzó con el Comisario Hronqvist, que al verlo se detuvo en la vereda y se rozó apenas la visera de la gorra: lo miraba inquisitivo, pero sin malicia. Como esperando el veredicto de un conflicto menor. «Los rusos», respondió Sündsthorp, «no volverán por acá». El comisario izó las cejas, lo miró por unos segundos como tratando de leer el mensaje que le negaban las palabras escuetas del otro hombre, pero sabiendo que no habría más palabras por esa noche, y acaso en ninguna otra. Lo absolvió con una breve palmada en el hombro, y lo dejó seguir su camino. El pueblo no podía quedarse sin carpintero.
Entró también el comisario en el bar. Saludó a la masa de hombres reunidos con un leve asentimiento, y caminó hacia la barra. Iba sopesando cada mirada, cada silencio, cada gesto de esos hombres toscos acostumbrados a arrancarle sus frutos a la tierra, a disputarle la vida a la nieve, a las bestias y a la soledad. El gesto del dueño de la taberna le confirmó que Sündsthorp había estado allí, que los contertulios vagamente presentían lo que había ocurrido, y también vagamente lo aprobaban. También ellos se habían enfrentado a los rusos alguna vez, conjeturó el comisario; esa ceremonia en la que el azar entretejía los negocios y la muerte no siempre había sido pródiga para los hijos de Kemihaara.
Sündsthorp ya estaba en su casa, la noche era un hecho incontrovertible y por lo tanto debía prepararse para dormir. Lo intentó en vano, sabiendo que el sueño sería una empresa imposible desde el mismo momento en que se metió en la cama. Dos horas antes, pensó, estaba lavándose los rastros del estrago en la batea de su taller. Palpó en la oscuridad sus manos ampolladas, sintió en ellas el castigo de esa pala que usó para enterrar el cuerpo y que a la vez lo anclaba en esa realidad definitiva, sustrayéndolo del ámbito deletéreo del reposo y el sueño. Esa pala, como el resto de sus herramientas, había formado parte de la herencia escueta que su padre le había dejado, y que su hermano, tiempo atrás, había querido vender para mudarse a Rovaniemi.
Su hermano menor, desesperado por escapar de la monotonía melancólica y solitaria de los bosques del norte, había probado la seducción de la ciudad, del trabajo fácil, de una vida relativamente confortable. Se había convertido en un tipo de hombre que Sündsthorp encontraba vanidoso y ligeramente absurdo.
Lo había tratado de persuadir de mil formas, refiriéndole los negocios que podrían emprender con el dinero que obtuvieran por esas pocas tierras, por el taller de carpintería, por la humilde casa familiar. Sündsthorp nunca había escuchado los argumentos y promesas de su hermano, lo aturdía su elocuencia arrogante y no lograba encontrar atractivo alguno en la perspectiva de habitar entre los ruidos y la gente, un obrero más entre miles, al servicio de una ocupación extranjera que se iría retirando del país sin llevarse del todo la costumbre del servilismo. Le alcanzaba con su taller, con el resuello del atardecer en el bar, con la caza en los bosques que rodeaban a Kemihaara y el tráfico menor con los habitantes de los pueblos cercanos o con los rusos que burlaban la frontera.
Su hermano se hartó de su resistencia inquebrantable, y finalmente se marchó. Se llevó con él toda su ropa, los ahorros de ambos, y la mujer de Sündsthorp. El carpintero descubrió la fuga cuando volvió de vender unas pieles de oso fuera de Kemihaara. El hecho, naturalmente, fue comentado durante algún tiempo entre los habitantes del pueblo. Ninguno de ellos, sin embargo, le mencionó nada al carpintero, que se encerró en el silencio y en el alcohol. Más taciturno que nunca, fue empujando los días uno detrás del otro a fuerza de trabajo brutal y botellas de vodka. Hasta que una tarde, meses más tarde, descubrió que hacía ya más de una semana que no se emborrachaba.
Siguió trabajando como un poseído, pero ahora solo bajaba al bar una o dos veces por semana, y ya no bebía en su casa. A nadie extrañaba su ensimismamiento, que también poco a poco fue dejando un breve espacio para conversaciones con los vecinos o el comisario Hronqvist. Siempre sobre los mismos temas: la caza, los pequeños crímenes de los traficantes rusos, la venta de la madera. Es que no hay, en el norte, muchas más cosas de las que hablar. De las otras, no se habla.
Por eso, cuando la tarde de los hechos que estamos contando el carpintero pasó por el almacén para comprar unos arenques, nadie le avisó que habían visto en el pueblo el auto de su hermano. Y por eso no tuvo tiempo siquiera para sorprenderse cuando llegó a su casa y vio el Volvo agrisado por la tierra, estacionado al lado de la puerta. Se bajó de la camioneta y llevó el pescado a la cocina, como tratando de forzar el regreso de la normalidad en el ámbito ya agrietado de la tarde. La casa estaba vacía, pero la luz que venía del taller le indicaba que allí debía estar su hermano. En su taller. Entre sus herramientas. Lo encontró sopesando una sierra, acaso calculando cuánto podría obtener por ella en el mercado de Rovaniemi. Se dio vuelta cuando escuchó sus pasos ya en el umbral.
El negocio que había venido a proponerle era perfecto, naturalmente, y ni siquiera tenía que desprenderse de la casa ni el taller. Sündsthorp apenas lo escuchó, sin articular una sola palabra. Su hermano sonreía, sin parar de hablar. Vestía como un joven de la ciudad, tenía buenos zapatos y una chaqueta atractiva. Imbuido de su propia importancia, dando por sentado que tenía todo el derecho a estar allí, y no había mencionado siquiera a la mujer que le había arrebatado. El dinero, decía, era lo de menos, porque pronto habría en abundancia para todos.
Sündsthorp le apuntó sin decir una sola palabra, sin cambiar la expresión ausente de su rostro. El disparo se escuchó hasta las casas vecinas, ya en la entrada del pueblo.