Crónica narrativa
Escape a Montevideo
Después del divorcio de sus padres, Claudio Des Champs se convirtió en una suerte de mercancía en disputa. Con Memo —la nueva pareja de su madre— diseñaron un escape perfecto para evitar que terminase en un hogar de menores. No se pierdan esta aventura entre un niño y su padrastro, que incluye barcos, locos y animales. Un relato sentido, en la voz del magnífico Joaquín Furriel.
Yo tendría unos 5 años. Hacía 6 meses que vivía en una casa con gente extraña que se había convertido en mi familia postiza. Es que había un conflicto por mi tenencia entre mis padres que estaban separados. Mi madre le había pedido ayuda a Memo —su pareja— para que me escondiera de la justicia que quería llevarme a un hogar de guarda.
Primero había estado en la casa de unos parientes de Memo. Luego en esta casa, que estaba en algún lugar del barrio de Caseros. Parece que el dueño de casa, «El Loco Juárez», le debía algún favor a Memo que era policía y por eso me había alojado.
Ese domingo, Memo había venido a visitarme. En un momento, «El Loco» lo llevó aparte a Memo. Yo los seguí.
Bajando la voz, «El Loco» le explicó:
—Mire, el rubiecito es un pibe bárbaro, la verdad es que no nos cuesta nada tenerlo en casa, es educadito. Pero todo el barrio ya lo conoce, y la gente pregunta ¿vio? El otro día entró a la panadería y dijo «bonyur» (bonjour). Ya sé que la madre es francesa, pero mucho tiempo más sin que se aviven y lo encuentren no va a durar… ¿Por qué no intenta llevarlo al Uruguay con la madre que ahora está allá?
Yo no entendía mucho, pero sabía que el rubiecito era yo, entonces pegaba la oreja a la puerta para escuchar mejor.
Memo le contestó que sí. Que por ahí por el Tigre… en barco… clandestinamente… con algún capitán medio audaz…. Y yo memorizaba: «clan-des-ti-na-men-te», para después preguntarle a Memo qué quería decir. Esa misma noche, Memo se quedó a dormir y cuando nos acostamos, me habló bajito como cuando me contaba los cuentos de cowboys del Sheriff Alberto —ese era el nombre de pila de Memo—, y del Sheriff Claudio —así me llamo yo—.
—Llegó el momento, te voy a llevar con tu mamá, ya hace ocho meses que no la ves.
A mí me latía fuerte el corazón, pero enseguida Memo dijo:
—Ahora, sin hacer ruido, el Sheriff Alberto y el Sheriff Claudio, van a preparar un bolso con la ropa, los revólveres y las provisiones. Le van a dar de comer a los caballos y muy tempranito, mientras todos duerman y sin que nadie se dé cuenta, se van a escapar de Caseros City. Se van a tomar un barco para encontrarse con la chica que los espera en un pueblito del oeste que se llama Atlántida City.
Yo me quedé quietito, como escuchando un cuento, pero sabía que hablaba de nosotros, y que la chica era mi mamá. También sabía que, a veces, Memo usaba un revólver de verdad.
A la mañana siguiente nos fuimos cuando apenas amanecía, por una calle de tierra de un barrio al que nunca volví. Todos dormían, pero Rosa, la esposa de «El Loco Juárez», se levantó, me dio un vaso de leche caliente con una vainilla y cuando ya nos íbamos me llamó y me abrazó muy fuerte. Subimos a un colectivo y después a otro. Después de un viaje que me pareció larguísimo, llegamos a un embarcadero lleno de lanchas y de veleros.
Recién cuando oscureció, subimos a una lancha. Se llamaba «La Fugazzeta». A mi me gustó porque me gustaba la pizza. Mientras Memo saludaba a un hombre gordo de bigotes, descubrí una jaula con un mono. El hombre que hablaba con Memo me gritó: «Ojo pibe que es medio arisco». Al ratito nomás, partimos. Yo iba y venía recorriendo el barco, mientras Memo fumaba y conversaba. Me fui acercando a la jaula. El monito se agitaba cada vez más, me sonreía con sus dientitos blancos. Me subí a un banquito y apoyé la cabeza contra los barrotes. Y entonces, ¡zas! El mono me tiró un tarascón y me mordió un poquito la oreja. Yo salí corriendo. Memo me atajó, me miró la oreja y me dijo que no era nada, pero yo lloraba igual. El capitán de «La Fugazzeta» le dijo a Memo que no había problema porque estaba vacunado y después me dieron un alfajor. Memo me dijo que le íbamos a contar a mamá que tuvimos que luchar contra un cocodrilo y me hizo reír.
En un momento pararon el motor, apagaron las luces y nos quedamos en silencio, bien agachaditos. El capitán le dijo a Memo que esa noche no iba a poder ser, que había muchas lanchas de prefectura.
Entonces, al día siguiente, a la nochecita, Memo me llevó a Aeroparque. Mientras entrábamos me dijo: «Yo tengo gente amiga acá, y el Sheriff Alberto y el Sheriff Claudio van a viajar en avión. Te voy a dejar solo en un mostrador. Te va a venir a buscar el capitán del avión y te va a llamar por tu nombre, como si te conociera de siempre. Te vas con él y nos encontramos en el avión pero vos no me hablás, ni me mirás hasta que yo te diga».
Yo me atraganté con la medialuna que estaba comiendo. Memo se rió y me dijo:
—El Sheriff Claudio y el Sheriff Alberto van disfrazados y hacen que no se conocen. Los malos no se van a dar cuenta. Y van a lograr escaparse, como siempre.
Después me señaló un mostrador y se fue. Al rato vino el capitán: «Hola Claudito, vení conmigo», dijo. Me agarró de la mano y nos fuimos por detrás del mostrador. Saludó a alguien: «Sí, sí, es mi sobrino, se viene conmigo a Montevideo».
Subimos al avión antes de que subieran los pasajeros. Entramos a la cabina, vi las luces y los tableros. Después me senté en un asiento del fondo. Al rato empezaron a subir todos. De repente lo vi a Memo. Tuve ganas de ir con él, pero me miró y yo bajé la cabeza. Vino la azafata para ayudarme a abrocharme el cinturón y me trajo una Coca Cola. Se me cayó el vaso y otra vez tuve ganas de hablar con Memo, pero me aguanté. Y así fue todo el vuelo, espiando la nuca de Memo.
La llegada fue parecida a la partida, el capitán saludaba a todos y les decía: «Mi sobrino de Buenos Aires».
Finalmente, nos encontramos con Memo fuera del aeropuerto.
Nos subimos a un auto e hicimos el viaje desde el aeropuerto de Carrasco hasta Atlántida, 46 kilómetros. Era de noche. Memo miraba a cada rato por el retrovisor y me decía: «Hay que asegurarse de que no nos siga ningún explorador indio». Yo miraba el bosque de pinos y trataba de descubrir algún indio, pero nada. Me dio frío. Me acurruqué y me quedé dormido. Me desperté cuando llegamos a un chalet. En la puerta había un enanito de jardín, con un farol en la mano. Un ovejero medio cachorro se me vino encima ladrando y moviendo la cola. Yo me asusté. Memo me dijo:
—Se llama Ruá. El Sheriff no tiene que tener miedo, no le va a hacer nada.
Cuando entramos a la casa gritó: «Llegamos, Sheriff; acá está la chica».
Y de repente apareció mi mamá. Yo corrí y la abracé. Ninguno decía nada. Bueno sí, mi mamá me decía: «Mon cher petit Claude (mi querido Claudito), mon cher petit Claude», y me pareció que lloraba. Nos sentamos en un sillón frente a una gran chimenea. Yo quería contarle lo del mono, el viaje en barco y en avión y lo del cocodrilo… pero me puse a mirar las llamas y me quedé dormido, abrazado a mi mamá, escuchando su voz que cada tanto repetía: «Mon cher petit Claude, mon cher petit Claude».