Relato de ficción
El petiso peludo
Esta es una historia fantástica. Un hombre se enamora de una mujer que, por las noches, se convierte en otra cosa que no vamos a adelantar. Pero se trata de algo bastante sorprendente, eso sí. Si quieren saber más, entren a este relato inolvidable del talentosísimo Etgar Keret leído por el gran Migue Granados. No lo van a poder creer.
Sorprendido? Pero claro que estaba sorprendido. Salís con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un restaurante por acá, una película por allá, siempre en sesiones matinales, exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espectacular y después llega también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a vos llorando, la abrazás y le decís que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que quiso revelarte todo este tiempo, pero no tuvo valor para hacerlo. Porque es algo que la oprime constantemente como si fuera un par de toneladas de ladrillos. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al momento vuelve a ponerse llorar.
—No te voy a dejar —le decís—, yo no, yo te quiero.
Puede que parezca que estás algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te enseñó que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse pelota son la mayoría de las veces algo de la importancia de haberse echado un polvo con un animal, con un familiar o con alguien que les dio dinero a cambio.
—Soy una puta —acaban diciendo siempre.
—Pero no —insistís abrazándolas, o—: Shshshsh —si sigue llorando.
—De verdad que es algo muy grave —insiste ella, como si hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto intentaste ocultar.
—Puede que dentro de tu cabeza suene espantoso —le decís—, pero es por la acústica. Ya vas a ver cómo ni bien lo saques, de repente te va a parecer mucho menos grave.
Ella casi se lo cree y después de dudar un instante dice:
—¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome?
Y vos le decís que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿que no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba para ver si la querés incondicionalmente, y vos siempre fuiste impecable ante cualquier prueba. Además, la verdad es que ni bien se lo decís ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se quedan abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y vos también llorás, sin saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se va. Se queda a dormir con vos. Y vos te quedás despierto en la cama, mirando su cuerpo hermoso, el sol se está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encontrás con que a tu lado, en la cama, tenés a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y vos vas tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pulsando con sus dedos regordetes los botones del control de la tele, dispuesto a ver los deportes. Fútbol, un partido de la Copa Libertadores. Cuando fallan el tiro te dice que tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que tiene antojo de milanesa a caballo. Así que te subís con él al coche y lo llevás a un bodegón cercano que conoce. La nueva situación te tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabés muy bien qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La mano mueve los cambios como la de un robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en un cruce con semáforo baja la ventanilla, te guiña un ojo y le grita a una policía:
—Vení que acá también hay cachiporra.
Después, en el restaurante, comés con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse como una criatura. Y todo el rato te decís a vos mismo que no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida vas a despertar.
A la vuelta le preguntás dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
—Me voy a dormir —le comunicás, y él te dice chau con la mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el canal de la moda.
Por la mañana te despertás cansado, con un poco de dolor de estómago y la encontrás en el salón, todavía dormitando. Pero en cuanto terminaste de bañarte se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y te sentís demasiado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día tras día, ella ya no es tan joven, ni vos tampoco, así que un buen día te encontrás hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y vos se la pasan bomba cuando salen, como nunca te la habías pasado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos como si la mañana no existiera. El gordito es un poco zarpado, sobre todo con las mujeres. A veces no sabés dónde esconderte por las estupideces que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está bueno estar con él. Cuando se conocieron, a vos el fútbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conocés a todos los equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sentís como si hubieras pedido un deseo y se hubiera cumplido, un sentimiento muy poco frecuente, especialmente en alguien como vos, que normalmente no sabés lo que querés. Y así, todas las noches, te dormís con él cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana volvés a despertarte al lado de una mujer hermosa y comprensiva a la que, también, amás a más no poder.