Bingo por Zoom
Zoom escolar. Getty.

Abro hilo

Audio RevistaOrsai.com Bingo por Zoom

Durante los primeros días de la pandemia, lo real y lo virtual empezaron a mezclarse. Lo que en principio era impensado —psicólogos online, reuniones por videollamada, cumpleaños sin invitados—, se empezó a asimilar a un ritmo vertiginoso. Y a la velocidad de la plaga, los encuentros por videoconferencia empezaron a masificarse. No se pierdan esta historia delirante, ansiosa, vergonzante y tan cercana a la tragedia que nos propone Juan Pablo Fiorenza, muy a tono con la nueva realidad en la que el mundo está inmersa. Además, nos damos el gusto de que la interpretación corra por cuenta de Benjamín Amadeo.

Un relato de Juan Pablo Fiorenza
Contado por Benjamín Amadeo

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Mi hijo está en primer grado. Todos los días tiene una clase por Zoom con la seño, que se ocupa de hacer juegos para mantenerlos entretenidos. Hoy hizo un bingo. La dinámica está buena y valoro las ganas de enseñar a través del juego. A Mateo le gusta.

Ayer mandó 4 modelos de cartones por email. Cada nene elige uno antes de jugar, y ella saca las bolillas. A veces canta el número, y a veces dice «24 menos 4» para que aprendan operaciones.

Antes de empezar, a mi hijo se le movió la cámara y me pidió ayuda. Me acerqué en pijama, con la tostada en la mano y se la acomodé. Parece que entré en cuadro y me vieron todos, o al menos «el Indeseable».

¿Quién es «el Indeseable»? Es el papá de una nenita, que siempre acota cosas con el micrófono abierto. Segundo o tercer matrimonio, muy metido. Y no sé por qué, pero siempre me hablaba. No tengo relación con él. No sé su nombre. Es el papá de Clara.

Cuando me ve en un acto, «el Indeseable» me hace un comentario sobre el descenso de River, con una sonrisa canchera. No solo no soy hincha de River, sino que me importa tres pitos el fútbol. Yo nunca digo nada, a lo sumo levanto los pómulos. Puede ser que me confunda con alguien.

Cuando me lo cruzo en el estacionamiento, frena con su camioneta impecable al costado de mi coche maltrecho. Baja su ventanilla y me dice algo de los vagos, los que madrugan, y los peronistas. Achino un poco los ojos, y asiento con una mueca imprecisa. A veces sale arando.

Volvamos al bingo. Zoom. 8.30 AM. La seño está a punto de sacar la primera bolilla y escucho la voz de «el Indeseable» que dice: «Le vamos a romper el orto a todos tus amiguitos». A la hija, le dice. Quizás fui el único que escuchó. No sé.

La seño se hizo la desentendida. Y el tipo agregó: «Ese cachivache en joggineta no nos puede ganar, Clarita».

Se me fue la olla. Me puse loco. Volví al lado de mi hijo y pegué mi cachete al suyo para que todo 1° B me viera en la cámara. «Al papá de Clara: tengo el cartón ganador. Te apuesto cien dólares». La seño se rio pensando que era un chiste. Yo, cara de perro. Con lagañas matinales.

Silencio. Incomodidad. La seño quiso relajar. Hizo un comentario pero la interrumpió «el Indeseable». Dijo que con cien dólares se encendía los puchos. «Los puchos», dijo. Sí.

Y con una carcajada de moco pegado al pulmón, agregó que por menos de mil no jugaba ni a embocar el plato en el lavavajillas.

No tengo esa guita. Mucho menos lavavajillas. Debo ARBA desde el año pasado. Empecé a transpirar. Mi hijo me miró con una mezcla de ingenuidad y orgullo. Creo que detectó algo desde sus tempranos 6 años.

La seño fue a cantar la primera bola pero antes de eso, llegué a decir CINCO MIL. Se me cruzó la cara de mi mujer, ese gesto de decepción que no necesita palabras.

«El Indeseable» levantó un pulgar a la cámara, con cara de canchero. Le di un beso a mi hijo, llamando a la suerte. Taquicardia. Salió el 13. No lo teníamos. Clarita tampoco. Algunos pibitos festejaban, pura ternura.

Pero yo estaba enfurecido. Competitivo. Había apostado cinco mil dólares. Cinco mil dólares que no tenía.

Recordé que había cuatro modelos de cartones. La seño cantó el 8. No lo tenía. «El Indeseable» tampoco. Podía tener el mismo cartón que yo, pensé. Cada uno elegía el que quería antes de empezar. ¿Y si habíamos elegido el mismo? Salió el 33, el mismísimo Cristo. Crucificado.

Clarita levantó los brazos. Nosotros no. Chau a la teoría del mismo cartón. Los corríamos de atrás. Vinieron el 9, el 17, y el 2. Ese sí lo teníamos. «Vamos, la concha de tu madre», dije, y Mateo me miró sorprendido.

«El Indeseable» pegó tres al hilo. Y empezó a cancherear. Le hablaba a la seño, pero me hablaba a mí. «Seño, me parece que hay un hincha de River que va a prender fuego el cartón».

Yo estaba silenciado. Y puteé, con soltura, pero sin sonido. «Papá de Mateo: ojito con los gestos», advirtió la seño. Le mostré la palma de la mano como una disculpa y luego el dedo pulgar en alto. De a poco se asomaron madres en las pantallitas.

Tuve una buena racha. Acerté algunos números. Mateo se encargó de tachar los casilleros con decisión en el cartón. Cambió un lila dudoso por un rojo determinado a la victoria. Hijo ‘e tigre, pensé. O lo dije. No sé. Tenía la nuez de adán hecha un cascote. Me latían las sienes.

«El Indeseable» apuntó la cámara al cartón. Le faltaba un número para completarlo. A mí, tres. Sentí que se me cerraba al pecho. Volvió a acercarse a Clarita y me guiñó un ojo a la cámara. Me desmutié y le dije, sin posibilidad de confusión, que era un GORDO CULO ROTO.

La seño frenó todo. Había perdido todo carisma y paciencia pedagógica. Pensé que me iba a expulsar. Me adelanté y le dije: «Patricia, no te hagas la santita que te vieron seguido en el bingo». Sí, se lo dije. Sí, era verdad.

La seño se sostuvo los cachetes con las manos. Silencio. Padres y madres pegados a las pantallas. Apenas se veían cabecitas de nenes, en tercer plano. Pico de tensión. Showtime. Todo lo que no tenía que hacer, lo hice. Volvió a aparecer la cara de mi mujer en la mente.

Me imaginé cinco mil dólares con alitas, volando hacia la camioneta de «el Indeseable». Me imaginé buscando vacante en otro colegio. Mi bolso en la puerta de casa.

La seño quedó knockout. Bajó la cabeza, dijo una mentira del wifi, y sacó el 42. Lo tenemos, dijo Mateo. Después el 18. No lo teníamos. Instantes eternos. «El Indeseable» tampoco. El corazón me cabalgaba el cuello. Boca seca. Mateo atento.

Faltaban pocos minutos para los 40 minutos de la sesión de zoom. Salió el 40. Y lo teníamos. Sí, señor, ¡lo teníamos!. Me agarré los testículos y se los ofrecí la cámara.

«El Indeseable» sonrió con incomodidad. Varias familias abandonaron la sala. Pocas, en verdad. El morbo podría más. ¿Habría alguna familia hinchando por nosotros?

Ahora estábamos en la misma situación. A uno de coronar. La seño quería terminar lo más rápido posible. No hubo redoblantes. Sacó el 1. Miré con angustia la pantalla y me pareció que alguien cantaba bingo. No. Era mi imaginación. Seguimos.

Escuché a «el Indeseable» que decía que yo estaba cagado. Tenía razón. Pero en vez de eso, le dije que aunque gane o pierda le iba a demoler la mandíbula. Mateo me miró. Nunca me había escuchado decir una cosa así. Una amenaza así. Mucho menos tan temprano.

La seño sacó una bolilla del fondo de su hartazgo. Era la niña bonita. Justo la que necesitábamos. Mi hijo levantó los brazos y yo comencé un rosario de puteadas tan asquerosas que me da vergüenza siquiera saber mencionarlas.

Tocamos el cielo con las manos. Era nuestro México 86. Las caras de las demás familias, una cosa increíble.

Antes de que podamos mostrar el cartón, se cumplieron los 40 minutos. Expiró la sesión de Zoom.

Así, sin previo aviso. Me quedé con el grito de bingo atragantado, llorando sobre una pila de dólares que estuve muy cerca de tocar.

Estuve un momento en silencio, con el hormigueo de la adrenalina que no se usó para pelear ni huir. Enseguida Mateo me pidió un Nesquik.

«¿Frío o caliente?», le pregunté.

«Frío, Pa», me dijo mientras hurgaba con un dedo en la nariz.

Contado porBenjamín Amadeo

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