Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo
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Crónica narrativa

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Antes de la existencia de internet, pensar que un montón de desconocidos alrededor del universo podían trabajar desinteresadamente en un proyecto común de forma simultanea, resultaba utópico. Hoy es difícil pensar que el mundo gire de otra forma.

Nota del autor: En el año 2004 se revolucionó la televisión con una serie que se llamaba Lost, y la gente se desesperaba por conseguir los subtítulos más rápido que nadie. Empezó a nacer la ansiedad por ver series subtituladas el mismo día que aparecieran, y aquello propició las plataformas que tenemos hoy. En ese tiempo mucha gente subtitulaba a una velocidad de rayo y yo escribí un texto en homenaje a todos ellos. Lo llamé «Los justos».


Todos los miércoles, a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, que tiene un vivero en Veracruz, la está grabando a su disco rígido, y tan pronto como termine el capítulo subirá el archivo a internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que esperan verla. Lo hace con dedicación, igual que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.

A las once de la noche de ese miércoles, Erica, una violinista canadiense de veinticuatro años, baja a su disco rígido la copia de Elías y desgraba uno por uno los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla; distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra por esto ni le interesa el capítulo: lo hace porque su hermano Paul nació sordo y es fanático de la serie, y porque sabe que hay más gente sorda que no puede escuchar música y tiene que contentarse con la televisión.

A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original, porque sabe inglés a la perfección, pero antes necesita  traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías. Para no perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de tamaños parecidos, y distribuye por mail siete.

Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos empleados nocturnos de una empresa boneaerense, que se la pasan jugando al ajedrez, pero los miércoles traducen una parte de la serie, porque los dos estudian inglés para dejar de ser empleados nocturnos.

El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita mal doblada. 

El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la tapa del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que lo hace para practicar el idioma, porque quiere instalarse en Miami.

El quinto bloque viaja por mail hasta el portátil de Raquel y José Luis, una pareja andaluza que tiene una librería en el centro de Sevilla. Llevan casados más de veinticinco años, no tienen hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro. Y ahora descubrieron que, además de la buena poesía, existen también las buenas series.

El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco. Él está solo y un poco deprimido; traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. 

El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar el español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. 

Y el octavo bloque le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda a su libro favorito: La Isla del Tesoro.

Los ocho, que jamás se vieron las caras ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie o de un idioma, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de algunos párrafos.

Después Javier, el venezolano, coordina la unificación y el envío. Ninguno de los ocho cobra para hacer este trabajo semanal: para algunos es una forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de compartir un gusto.

A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, a costas de sus padres, encuentra por fin la traducción al castellano del capítulo. Con un programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por mirar la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad de la noche y le dice:

—¿Todavía estás ahí metido en internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos?

—Tenés razón mamá, ahora apago —dice él, pero antes de irse a dormir pone el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para que cualquiera, desde cualquier máquina, en cualquier lugar del mundo, pueda bajarlo. Fabio nunca se olvida de ese detalle.

Los jueves yo me levanto a las once de la mañana, en Barcelona, casi a la misma hora en que Fabio, a quien no conozco, se fue a dormir en Rosario. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en internet si ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie preferida, que emitió hace ocho horas la cadena ABC en Estados Unidos. 

Siempre (nunca falla) encuentro una versión flamante y la empiezo a descargar. Mientras espero, escribo un cuento para mi blog Orsai: lo hago porque me gusta escribir, y porque capaz hay gente, en alguna parte, esperando que lo haga.

Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

«Los justos», Jorge Luis Borges


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