La boda del hombre del traje gris
Vitette camina por la costa del Uruguay. InfoBae.

Crónica policial

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En esta nueva crónica de Rodolfo Palacios que comenzó la semana pasada, el autor narra de qué forma trabó amistad con los ladrones del Banco Río, los más célebres de la Argentina.

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← Viene del primer capítulo.
El audio de este segundo episodio fue grabado por Palacios desde adentro de un tarro de mayonesa, así que sepan disculpar.


Una vez publicado el libro, fui invitado a la boda de Luis Mario Vitette Sellanes, el llamado hombre del traje gris que negoció con la policía durante el robo. Era de esos tipos que no necesitaba estar armado para intimidar. Tampoco le hacía falta medir un metro ochenta ni tener músculos. Era una mezcla de Humphrey Bogart e Isidorito Cañones. A sus compañeros no les molestaba su perfil alto y caricaturesco, ese que lo llevaba a decir que se había hecho un entretejido y se había alargado el pene para seducir mujeres. Sus amigos le decían Marito, a secas.

A los sesenta años, no parecía una persona de este tiempo. Era como si lo hubiesen trasplantado desde los años cincuenta. En esa época hubiese sido un bandido con sombrero y mocasines.

Luis Mario Vitette Sellanes

Marito me pidió si le podía llevar 200 libros porque quería darlos como souvenir a los invitados. Los conseguí. El casamiento iba a ser en San José, un pueblo uruguayo situado a 80 kilómetros de Montevideo. Como no tenía valija, Araujo me prestó una en la que cabían todos los ejemplares. Viajé en buque hacia Montevideo, donde me esperaba Vitette en su 4×4. En medio del viaje recibí un mensaje de Araujo: 

—Che, en la valija le mando algo a Marito, espero no te traiga problemas con la Aduana. 

Comencé a transpirar. ¿Qué podía haber en la valija? Enseguida llegó un mensaje de Vitette: 

—Espero, amigo, que pueda pasar lo que Fer me mandó para mí. 

Cuando les pregunté qué era, ninguno de ellos me quiso decir. El lugar común fue pensar: ¿era parte del botín? 

Bajé nervioso. La espera de la valija se me hizo larga. La levanté como pude y al pasar por el detector, sonó un alarma. Un agente me llevó a un costado. Me sentí perdido, sin reacción. 

Revisó la valija con cuidado, vio los libros, los sacó, se fijó en el fondo de la valija y luego me dijo:

—Puede pasar, señor, disculpe las molestias.

—¡Vergonzoso! ¿Por qué sonó la alarma? —me hice el indignado.

—Al haber tantos libros, en el escáner aparece un material similar al de una obra de arte. Hemos recuperado varios cuadros valiosos que habían sido robados. 

Seguí mi camino y en el hall  me esperaba Vitette. Llevaba una cámara de fotos profesional con la que me sacó varias imágenes como si fuera un paparazzi y yo una estrella. Nos dimos un abrazo y enseguida me aclaró:

—Che, con Fer te quisimos hacer una joda con la valija —y largó una carcajada.

Cuando llegamos a su camioneta no pude levantar la valija. Vitette me corrió a un costado y fanfarronéo:

—Dejame a mí, si pude robar un banco… ¿no voy a poder levantar esta valijita de porquería?

Lo intentó, con grito incluido, pero tampoco pudo.

Al final la levantamos entre los dos.

Fui hasta su casa y me mostró el famoso traje gris. En la fiesta de casamiento repartieron los libros con un moño y una tarjeta que decía: «Gracias por venir a la unión ante Dios de Luis y Elicette».

Vitette bailaba con una copa de champán en la mano mientras yo firmaba algunos libros. 

Luego se acercó a mi mesa y me sacó a bailar. Nos pusimos caretas de payaso e hicimos un trencito. En un momento, se acercó y me puso un sobre en el bolsillo del saco. Vitette sabía de mi situación económica. Amagué devolverle el sobre, pero se hizo el ofendido. 

En mi mesa se sentó un excompañero de averías suyo. Era un hombre al que los años parecían habérsele venido encima, mucho menos jovial que Vitette, pero más centrado. Vestía un traje azul que le quedaba grande y en su mirada había una tristeza instalada.

Vitette bailaba con una copa de champán en la mano mientras yo firmaba algunos libros. 

Cuando robaba departamentos con Marito (en la modalidad hombre araña) luego solían celebrar en restoranes de lujo. Este hombre, cuyo nombre no recuerdo, se había retirado. Vivía de rentas y de unos campos. Antes de la boda me prestó una camisa y un saco porque notó que mi ropa estaba arrugada y merecía un destino de tintorería y no de casamiento. También me regaló El jugador, la novela de Dostoyevski. Era un lector refinado. (Lo menciono porque ese hombre será importante en mi última hora en Uruguay).

Cuando terminó la fiesta, miré la hora y salí preocupado porque podía perder el micro que me iba a llevar a tomar el buque de regreso a Buenos Aires. Vitette se había encerrado con su esposa en una habitación del hotel donde alojó a todos los invitados. 

—Llevo viagra —dijo entre risas.  

Me tomé un taxi y esperé en la parada, al costado de una ruta. Pero el micro no paró: pasó de largo. Me fijé y solo tenía unos pocos billetes argentinos. Paré otro micro y no me quiso llevar porque no aceptaba plata argentina. Miré la hora y comencé a desesperarme. Hice dedo, nadie paraba. Volví a hacer dedo y un ademán que quería decir «te pago». Intenté parar hasta un baqueano que andaba a caballo. 

Durante media hora no pasó un alma.

Al final apareció un hombre que pagó mi boleto de colectivo sin nada a cambio.

—Dios te bendiga —le dije aunque no suelo creer en Dios y nunca digo esas palabras. Pero sentía que ese hombre merecía que le dijera eso. 

Al llegar a la terminal el buque se había ido. Mi pasaje ya no servía. No tenía más dinero para comprar otro. Ensimismado, me senté a pensar cómo iba a hacer. Hasta que alguien me tocó la espalda. Me di vuelta: era el ladrón amigo de Vitette.

Cuando le conté mi pequeño drama, me pagó un pasaje. Esperamos dos horas a que saliera el nuevo buque. Me preguntó si yo era del gremio. Le dije que nunca había robado. Me dijo que él miraba todo como si pudiera ser apropiado. Dijo eso: apropiado. No robado. Y que tenía un plan para robar el Casino de Buenos Aires. Un plan milimétrico. Iba casi todos los días. 

En un momento, como había una larga cola, se hizo el rengo y exigió una silla de ruedas a los gritos. Lo llevé en la silla y pasamos primeros al buque.

Luego se quejó porque no había aire acondicionado. Nos despedimos en la terminal. Nunca más volví a verlo. No hace mucho, Marito me contó que ese hombre había muerto de un infarto. 


Una vez en la pensión, puse la mano en el bolsillo de mi saco y aparecieron los cien dólares. Los había olvidado.

En el sobre había una nota: 

Tome esta pequeña ayuda de Marito Vitette, un ladronzuelo de gallinas más nostálgico que maldito. Recuerde: yo robaba para ser, no para tener. Sin armas ni rencores, es sólo plata. 

Era una nota de Vitette, que solía hablar de sí mismo en tercera persona, como los dementes o los ególatras.  


Esta crónica de Rodolfo Palacios, que empezó la semana pasada con «Un asalto de generación rockera», finalizará la próxima semana con «El adelantado y la fama impensada».

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