«Solo hablarán mis canciones»
Indio Solari, exclusivo para Revista Orsai. GENTILEZA INDIO SOLARI.

Entrevista

«Solo hablarán mis canciones»

El fundador de Los Redondos citó a Pablo Perantuono en Nueva York para dar su última entrevista a un medio gráfico. «Ya no necesito a la prensa», dijo. Aquí la entrevista completa.

Soy dead man walking, dice el Indio, descalzo y sonriente, apenas abre la puerta de la habitación. Se acostó tarde anoche y la resaca se adivina en su energía diluida. Por eso prefirió que la entrevista, la última que le dará a un medio escrito, se realice en su cuarto de hotel. Lleva más de una semana fatigando las calles de Nueva York, su ciudad favorita en el mundo. Fatigar significa comer bien, tomar tragos, ver shows, seguir tomando tragos. Desplegar una vida hedonista en una ciudad preparada para el placer.

«Vine por primera vez en el ochenta y nueve. Me acuerdo de estar parado en una esquina, mirar para un costado y ver a una señora de setenta años con patines; mirar para adelante y ver a una especie de fisicoculturista que venía de frente; llegar al hotel y que de un ascensor saliera el tenista Guga Kuerten y del otro la actriz Sonia Braga. Ahí me dije: ‘Ya está, este es mi lugar’. Más cuando empecé a conocer sus bares y sus tragos. Esto es Babilonia.»

El Indio camina despacio, desplaza el cuerpo con cuidado. La imagen del artista colosal queda detenida en las fotos, aquellas en las que brilla como un dios olímpico frente a miles de almas que lo adoran desde el llano. Aquí, en el silencio terrenal de este cuarto de hotel, aparenta ser mucho «menos que su reputación», como dice la letra de una de sus canciones.

Aun tratándose de un hotel cinco estrellas el cuarto no destaca por sus comodidades: aquí no hay mucho más lujo que una cama esponjosa. Como la charla será larga, Solari, vestido con un suéter austero y unos pantalones de algodón sueltos, se deja caer en ella.

Está claro que las cuatro décadas que lleva sobre el escenario dejaron algunas marcas en su cuerpo, pero también es cierto que su rostro luce sin arrugas, que tiene un color saludable y que está gobernado por dos ojos atentos que sostienen una mirada tenaz, de rayo. Su voz, al hablar, es muy diferente al sonido metálico y estirado que emana cuando canta. Resulta, por el contrario, convincente y grave; un instrumento de precisión capaz de convertir en sentencia todo lo que dice.

Recostado sobre la cama, boca arriba, la voz del Indio parece surgir desde el fondo de los tiempos.

En esa posición —cansado, pero siempre amable y predispuesto a la charla— afirmará que la fiesta de los noventa comenzó con papel picado y terminó con luto y crespón negro; confesará que quien lo inició en el ritual del fernet fue «Il commendatore» Benito Durante, un integrante de la troupe de Titanes en el Ring; contará que su hijo Bruno le cambió la vida y finalmente dirá que no hablará más en la prensa porque no tiene nada más que decir. En definitiva, mencionará al pasar, él es un songwriter y solo prometió hacer canciones.

Pero todavía falta un poco para que llegue ese momento.

El backstage

Parte importante del misterio que rodea al Indio Solari tiene que ver con las escasas entrevistas que concedió a lo largo de su carrera. Solari tiene un lema: «Yo cacareo cada vez que pongo un huevo». Esto es: saca un disco cada tres años y entonces habla. Antes, no. Aunque no habla con todos los medios, sino con unos pocos. Habla con dos diarios y una revista. O con un diario, una revista y una radio. Nunca, jamás, concedió una entrevista a la televisión. Así ha sido en los últimos veinticinco años. Jamás tocó en un set de televisión ni dejó que sus recitales fueran emitidos por la caja boba. Los shows que circulan en internet son filmaciones, algunas clandestinas, otras propias, que se filtraron a través de los poros de las nuevas tecnologías.

A veces el mundo presenta una pelotudez que se adecúa a lo que estás diciendo, y uno se transforma en algo más que un songwriter. Sin darte cuenta el monstruo se va pareciendo a vos.

Hace muchos años que quería entrevistar al Indio, pero sabía que si no era a través de uno de esos pocos medios a los que él atiende iba a ser muy difícil. ¿Cómo hacer, entonces? ¿Cómo entrevistar al músico más misterioso, atractivo y popular de la Argentina? ¿Cómo llegar a esa suerte de Salinger del rock que no deja sacarse fotos y que provoca en la gente algo parecido a la adicción?

Hace cuatro años intenté entrevistarlo para una revista masculina en la que trabajaba. Sabía que él la había leído porque, aun con la poca información confiable que se maneja sobre su vida, circulaba el dato de que era un hombre viajado, que tomaba buenos vinos y que tenía gustos cosmopolitas y sofisticados. Fue imposible. Luego lo intenté a través de la revista dominical de un diario. También dijo que no.

Hasta que apareció Orsai.

Intuía que algo del espíritu de Orsai podía interesarle. No ya sus textos — que también— sino parte de su ADN: su independencia económica, su negativa romántica a incluir publicidad y su ambición cultural, tres valores que conforman el núcleo duro del pensamiento solariano. Patricio Rey y sus redonditos de ricota, el grupo que formó en los setenta y que se convirtió en el más popular de la Argentina durante los noventa, levantaba esas banderas. No me equivoqué, Orsai fue la puerta de entrada. Le acerqué varios números y tanto a él como a su mánager les gustaron.

Eso fue lo primero que dijo el Indio por mail, el 26 de septiembre de 2011:

«Pablo, estuve leyendo los números que me enviaron y encuentro muy atractiva la publicación. Aceptaría una entrevista si prestan paciencia a mis fobias. Dejemos, por favor, reposar la idea de esa charla hasta entrado el próximo año. Pues además del show de Tandil tengo varios viajes al exterior programados y eso estimula mis peculiares malestares. Gracias por tenerme en cuenta. Indio».

Luego vinieron varios meses de correos testimoniales, que sirvieron para recordarle que de este lado había una promesa lanzada al cielo. Hasta que llegó un mail de su mánager con una propuesta inesperada: me preguntaba si estaba dispuesto a hacer la entrevista en el exterior. Sin consultarle a Casciari, haciendo números mentales pero impulsado más que nada por las ganas, le contesté que sí, que claro, que donde sea. Pero ni bien respondí, supe que la entrevista sería en Nueva York. Ni el mánager ni el Indio lo dijeron, pero yo sabía que aquella era su ciudad, el lugar en el que se siente a gusto, donde camina, donde bebe sus grandes tragos, donde disfruta de recitales y come como un romano.

En febrero llegó un nuevo mail.

«Hola Pablo, posiblemente podamos hacer la nota para fin de abril. No puedo confirmártelo ahora, pero lo que sí te digo es que la haremos fuera del país. Te estaré informando cómo sigue para fines de este mes. Julio Sáez, Indio Solari.»

Seguían sin precisar el lugar, pero yo seguía pensando en Nueva York. Para entonces ya había acordado con Casciari mis costos y honorarios. El siete de marzo llegó el mejor mail:

«Pablo, la entrevista será en New York entre el siete y diez de mayo, deberías estar en la ciudad y mediante mail coordinamos día, horario y lugar. Esto en el más estricto de los secretos. Un abrazo, Julio Sáez, Indio Solari».

Ni bien llegué a Nueva York me dieron las coordenadas: al día siguiente — el día de mi cumpleaños, un guiño— me encontraría con Matías, un amigo de Solari, en la puerta del hotel Park Central, sobre la Séptima Avenida. A la mañana de ese miércoles gris, caminé por Manhattan hasta el hotel. A cien metros de distancia ya se distinguía la figura de Matías: casi dos metros y una pinta de argentino inconfundible. Matías me dijo secamente: «Nos tenemos que subir a un taxi». Encaramos hacia el Soho. «Vamos a un bar, el Indio está ahí». Hablamos de vaguedades, hasta que llegamos al lugar elegido. «Esperáme un segundo», dijo Matías. Para mi sorpresa, al minuto regresó diciendo: «Tenemos que volver al hotel». «¿Por?» «Está ahí. Nos espera ahí.»

A esa altura yo pensaba que me estaba deslizando dentro de las páginas de El Proceso de Kafka. Había estado seduciendo al Indio ocho meses, había hecho diez mil kilómetros, había llegado al sitio acordado en tiempo y forma, y sin embargo, el Indio, el elusivo Indio, el legendario cantante alrededor del cual se construyó la más potente mitología del rock latinoamericano, seguía resultándome inabordable.

Y ahora —pensaba para mí— ¿qué vendrá? ¿Una nueva posta, como si estuviéramos en Berlín Oriental en 1968? ¿Qué más tenía que hacer para entrevistar a este tipo? Pero en la puerta del hotel estaba el mánager. «Hola, Julio; me hicieron conocer de nuevo Manhattan, gracias.» «Indio está arriba. Subamos.»

Subimos al sexto piso. La leyenda — un hombre austero, descalzo y de paso cansino— abrió la puerta y saludó con amabilidad.

Finalmente, había encontrado a Godot.

La entrevista

—Soy un hombre de la psicodelia, y eso me ha dado cosas buenas y cosas malas. Entre las cosas malas, el patrón de mis ondas cerebrales me manda mensajes inciertos; por otro lado me ha dado una especie de pudor que no me permite, por ejemplo, infamar con comodidad. Lo bueno es que me ha liberado del miedo a la nada, estoy libre en mi albedrío, no tengo que rendir examen ante ningún dogma. No le tengo miedo a la nada, sabiendo que en este mundo el ser que somos y nos habita le tiene miedo a la nada. Otras de las cosas malas es que el cerebro aborrece del cuerpo, entonces no lo cuidás mucho.

—Esa nada o ese abismo nunca apareció, ¿siempre lo evadiste?

—La nada apareció tempranamente, pero fue mi etapa psicodélica la que hizo que le perdiera el temor y que aceptase con tranquilidad el hecho de que desconocemos cuál es el próximo paso en nuestra vida; que lo incierto no necesita ser convocado, sino que siempre viene. Por suerte no tengo ese miedo; miedo que seguramente me hubiera convertido en acólito de alguna religión.

—¿El hecho de sentirte libre es lo que te permite no tener miedo?

—Como el cerebro está preparado para no mentir, siento que me libera de tener la memoria ocupada en mentiras. Eso se lo debo a la psicodelia. Dentro de todo, en sus comienzos, cuando pretendía cambiar la especie y no la sociedad, la cultura rock se protegía con esas cosas. Después se transformó en la música oficial del sistema, una música que está de moda y que ya deja de estarlo.

—Deja de ser nueva.

—Deja de ser nueva, claro. Muestra sus facetas negativas. Aparece la gente que atraviesa la experiencia del rock sin untarse las mantecas que hay que untarse para hacerla. Las experiencias se viven en serio en el momento adecuado, cuando son fuertes; veinte años después, cuando empieza a haber otra problemática, otra tecnología, se convierten en otra cosa. Cuando digo que no voy a hablar más (se refiere a que este será su último reportaje) porque ya no tengo nada más que decir, también es porque creo que la interpretación de los hechos para provocar impacto en la sociedad está en manos de líneas editoriales sobre las cuales no tengo dominio. Y esto a la vez me hace pensar que en los nervios de los jóvenes hay mucha más información de futuro de la que yo pueda decir. De cualquier manera lo único que prometí es hacer canciones. A veces el mundo presenta una pelotudez que se adecúa a lo que estás diciendo, y uno se transforma en algo más que un songwriter. Sin darte cuenta el monstruo se va pareciendo a vos. Ese diseño demente que hacen miles de personas… Un día empezás a darte cuenta que te comportás de acuerdo a eso.

—A la expectativa más que a tu esencia.

—Sí, lo que pasa es que tu esencia, comparada con esa expectativa, empieza a ser pobre. Entonces te querés poner ese chaleco y forzás la situación y no te das cuenta de las cosas que vas dejando en el camino; de ahí que yo tenga una vida pública poco expuesta.

—Elegiste hacer canciones, no esa mitología que te rodea.

—Yo digo en una canción: «Jurás que te criaste en un balde de gusanos». Bueno, cuando estás de mierda hasta el cuello lo único que te queda es cantar. Y eso es lo que hice.

—Fue terapéutico.

—No sé hacer otra cosa. Uno de los pocos trabajos distintos que hice fue trabajar en un hogar de niños. Y después lo que hice toda la vida fue dibujar, cantar y componer canciones. La vez pasada me censuraron porque dije que no creía en el artista militante; que de alguna manera el motor político que tiene el artista es el estilo, y el estilo nunca es neutral. Uno puede decidir sobre su estilo de vida y de qué forma eso influye en su obra, por decirlo de alguna manera. No sé cómo fui a parar a este lado, y de esta manera, siendo absolutamente independiente durante tantos años. Porque lo usual es pertenecer a una compañía que determina qué cosas son convenientes para tu carrera.

—¿No elegiste la independencia?

—También tiene que ver con el momento. En ese momento los que eran mis coequipers me llevaron a firmar con Oscar López y yo me negué. Ya se veía en el mundo anglosajón qué es lo que pasaba con las corporaciones y con los artistas. Como dijo alguna vez Charly: «Los mánager tienen forradas las butacas de sus coches con la piel de los artistas». Y es verdad. No se puede llevar la parte del león un tipo que atiende el teléfono. Ahora, no en todos los casos la parte del león es del artista, porque si un productor te tiñó de rubio y te llevó a lugares de consideración impensada, bueno, la parte del león está bien que se la lleve él. Pero cuando sos un tipo que arrancó con el privilegio de la escucha de la gente, el león sos vos y te acostumbrás a defender tu dinero. Los shows míos son de nivel internacional. Eso es algo que los tipos que hacen números para calcular tu fortuna no se dan cuenta: yo tengo que meter más de treinta mil entradas solo para pagar la técnica, nada más. Si meto treinta y dos mil personas estoy en la lona.

—Hablemos de tus comienzos: ¿siempre tuviste esa especie de antena mirando el mundo?

—Siempre me interesó. Siempre fui de la turma dominante en las barras, eso tiene que ver con la personalidad, con el histrionismo, con esas cosas. En definitiva, no encontrás nada más que ideas que vienen de la noche de los tiempos, recreada por gente inteligente. En algún momento me tocará ponerme a escribir.

—¿Qué te pasa cuando ves que tus héroes —Cohen, Dylan o Harrison— en algún momento necesitaron una búsqueda espiritual más profunda para componer?

—Lo que irrita del conocimiento místico es que hay un montón de boludeo. El yoga termina siendo lo mismo que el habano. Se pone de moda y todo el mundo lo hace. Más allá de las virtudes intrínsecas de cada cosa. Yo no fumo habano, fumo cigarritos sin agregados, que tienen sus virtudes de placer. Pero cuando se ponen de moda me agarra una especie de rebeldía adolescente. En su momento leí a Gurdjieff, por ejem plo, y por entonces sus libros no eran de autoayuda, sino que eran libros interesantes. Pero nunca me provocaron la necesidad de estar en religión, de reunirme. Tampoco he tenido revelaciones. Además, cuando uno conoce las razones materiales de los que conducen aquellos dogmas se genera un desprestigio místico muy grande. Yo creo que Dios, si existe, no está muy interesado en este mundo.

—¿Cuáles fueron tus primeras inspiraciones?

—En mi casa se escuchaba música clásica, no en plan de melómanos, sino en unos álbumes que venían con lo mejor de Wagner, fragmentos de Verdi, y eso. Mi hermano escuchaba a Luis Aguilé mezclado con Elvis Presley. A mí me empieza a despertar The Beatles, en el sesenta y dos, cuando comienzan a pa sar por la radio canciones como «Love me do» y demás. Y después se produce como un encadenamiento, cuando empezás a ver lo que hay a los costados de los músicos que te gustan. La british invasion. El rock americano y el blues. Empieza a guiarte la gente en la que confiás. No creo que la música cambie el mundo, pero a mí me cambió la cabeza y soy partidario de que cuando la cabeza te cambia el mundo también. Para mí fue muy importante. Los años sesenta y siete y sesenta y ocho los viví intensamente.

—El flower power.

—Fui hippie. Esta etapa la pasé en La Plata. Cuando uno es hippie, es hippie. Atravesé la experiencia.

—¿Vivías en comunidad?

—No, yo soy medio francotirador. Es decir: si había una comunidad yo siempre vivía a un costado, en una carpa aparte con amigos. Participábamos del fogón y demás, tomábamos los mismos productos, jajá, jijí, pero la comunidad… Ahí se desnudaba la dificultad que teníamos los jóvenes urbanos para vivir en esas circunstancias. Hacerte el pan, ordeñar la vaca, son cosas entretenidas mientras las aprendés; después ya no. Luego aparecen las lecturas, claro. Igual, aclaro que, a excepción de Borges y de los grandes escritores latinoamericanos, yo he leído muy poco. Me nutrí más que nada de Truman Capote (pronuncia con marcadísimo acento inglés: dice «capoti», apenas pronunciando la t), de Burroughs, Kerouac, la generación beat.

—Hablando de lecturas, ¿qué pensás de la gente que cree que terminó su educación? ¿Que ya no es necesario seguir leyendo?

—Lo que sucede es que el disco empieza a estar full y para estar empty tenés que olvidar algunas cosas. Yo casi todo lo que leí lo he olvidado. No tengo necesidad de citar a nadie, porque lo hice carne. Ya no hablo en función de mí ni de ellos, sino de las cosas. Por un lado uno cree que no puede aprender nada más. Pero yo sigo escuchando, leyendo, más allá de que en general la cultura tiende a repetirse. Aunque es cierto que ahora los chicos tocan mejor que antes. Vos escuchás los directos de Chuck Berry o de Keith Richards o de Page y suenan muy desprolijos. Pero si bien hoy los chicos tocan con mayor prolijidad, no crean estilo. Salvo raras excepciones, como me pasó con Arcade Fire, cuya formación promete un sonido diferente, siempre escuchás lo mismo.

—El rock se muerde la cola.

—Hace rato. Tengo la edad suficiente como para haber vivido la cultura dos o tres veces. Y además la cultura, ahora, está vacía de contenido. No está ni bien ni mal, lo veo como un observador. En definitiva, las letras de las canciones generan realidades intelectuales disfrazadas de emociones. No es un pensamiento filosófico, sino rítmico. Como le dijo Sam Shepard a Patti Smith: «Si te saltás un compás, creás otro». No hay una cultura que sostenga la música de moda, y lo mismo pasa con la experiencia con las drogas, que ahora se consumen recreativamente. No es lo mismo que hacíamos nosotros.

—Entonces era una experiencia transformadora.

—Sí, al menos era lo que ambicionábamos. Independientemente de lo que produjera la experiencia en sí del producto, la voluntad de que eso sucediera cambiaba el viaje; ahora, si no te interesa, si solo lo tomás recreativamente, es otra historia.

—Hedonismo puro.

—Claro.

—Se pierde el sentido aquel del que hablaba William Blake: «Cuando las puertas de la percepción se abran las cosas aparecerán como son: infinitas».

—Sí. Pero uno tiene que golpear las puertas de la percepción para ver qué hay del otro lado. Y el artista, ni hablar: siempre tiene que estar en la frontera. Por eso yo no creo en el artista militante, porque uno cambia de dogma permanentemente. No tiene que participar del sentido colectivo.

—Es iconoclasta.

—Exacto. Tiene que buscar en las fronteras del sentido común.

—Tiene que poner en estado de pregunta a la sociedad.

—Claro. Esas son cosas que yo digo y que no le han gustado a muchos.

—Ahí se produce el mayor gap entre el artista y la gente, ¿no? La gente necesita aferrarse a ideas, a conceptos fijos. Pienso en la gente que te sigue.

—En general las primeras y mejores opiniones son de la primera época. Ni bien el artista se fatiga o empieza a incorporar elementos más complejos, cambia. Siempre todo el mundo quiere que Eric Clapton toque los primeros temas.

—Pareciera que el derrotero de un artista necesariamente tiene que estar plagado de leves traiciones… —Y sí, claro.

—Ahí está la aventura.

—Yo no cambio eso por nada. Tengo que ser fiel a lo que creo. Es la única manera en la que siento que estoy vivo, independientemente de los resultados. Hay gente grosa que ha hecho cambios y los resultados han sido más poderosos todavía, como los Beatles, que cuando cambiaron a mí me enamoraron mucho más.

—Sgt. Pepper’s…

—Claro, cuando dejaron de ser chicos elementales de Liverpool para ser artistas. La etapa inicial me parecía muy fresca, pero prefiero la que le siguió. Lo mismo con las canciones de los Redondos: las del principio me parecen muy frescas, entiendo el atractivo que tienen, pero, para mí, ahora estoy haciendo cosas mejores, más atractivas, distintas lecturas, más complejas.

—¿Mejores letras también?

—Sí, las primeras letras eran bastante elementales.

—Una poesía elemental.

—No me considero un poeta. Soy un songwriter. En realidad tengo facilidad para el pensamiento rítmico.

—Tal vez sea liberador para vos no cargar con eso, pero tus letras están plagadas de postales, de metáforas. Algunas, comparadas con lo que hay alrededor, se acercan a la poesía.

—Una amiga me decía que son como sentencias. Me decía: «Mucha de la gente que va a verte puede no entender lo que está escuchando, pero lo que ponen en los carteles son como sentencias que ellos sí entienden».

—Como leitmotivs de vida.

—Hay gente que sigue trabajando del monstruo que la gente crea, que durante veinticinco años toca la misma canción. En cambio, David Bowie o Gabriel: esa gente me inspira.

—O Leonard Cohen, que con setenta y cinco años hizo un gran disco.

—Igual yo soy de los discos malos. Un disco que me encanta es Autorretrato, de Dylan, que la crítica juzgó negativamente y a mí me encanta. No sé si es una especie de rebeldía de la época en la que había lado A y lado B. Creo que uno está vinculado con las cosas desde otro lado. Algo similar sucede con los chicos y la tecnología, que se vinculan a ella de una manera totalmente diferente: eso seguro que va a provocar cambios, porque nosotros somos producto de los vínculos que tenemos con las cosas. A veces mi gusto no coincide con el de la multitud, de ahí que uno sepa que tiene que atreverse. Me encanta que mis discos vendan mucho, porque eso produce dinero y puedo seguir produciendo música, pero el hecho de que sean populares no los califica por encima del resto.

—En ese sentido sos un long seller, ¿no? Vendés sostenidamente.

—Sí, hay un goteo. No sé si la gente lo hace para sostener el proyecto, o qué.

—También pasa que hay discos que necesitan ir macerando en el corazón o en el gusto de la gente.

—Sí, sobre todo los míos. En especial mis discos solistas y los últimos de los Redondos, y eso sucede porque evidentemente son más complejos, tienen un telón de fondo, hay texturas. Son las cosas que a uno le interesa hacer, por más que sospeche que le va a ir peor que cuando tocaba una melodía atractiva con guitarra, bajo y batería. Uno se aburre de las cosas elementales que hace.

—El umbral de satisfacción estética va subiendo…

—Es verdad. Pasa con la literatura también. Vamos cambiando.

—Lo curioso del público de los Redondos es que hay fanáticos que nunca los vieron tocar en vivo.

—Sí, lo cómico es que aparece gente que por ahí te dice: «Yo te iba a ver a la Esquina del sol», y por la edad es imposible que haya ido, no le dan los números. Puede haber mucha necesidad de los padres de hacer el trasvase generacional.

—Pero, por naturaleza, uno a los quince años no quiere escuchar la música que escuchaba su padre, quiere diferenciarse.

—Lo que asombra es que yo ya soy un artista añoso, de sesenta y tres años, y veo pibes de trece o catorce años que van a mis recitales. Van de todas las edades. Coetáneos hay cada vez menos, aunque algunos cincuentones ya no hagan la caravana.

—¿Te molestó que la revista Forbes haya hecho pública tu fortuna?

—Lo que me sorprendió fue que en los foros y en los comentarios de internet, donde habita esa jauría maoísta, decían que yo me lo merecía pero nadie discutía si tenía o no esa fortuna. La justificaban, pero no la ponían en duda. Me rompió las pelotas porque, no sé la información que manejan, pero hacer trece millones de dólares no es fácil. Digo, no ya para mí, que no tengo sponsors, sino para el que tiene sponsors. Internet me parece que es una herramienta estupenda que se está usando a la bartola. Leo mis alertas y también las de Andrés (Calamaro). No termino de entender por qué atacan al artista. Yo creo que la máxima ambición del artista es que compren su disco y vayan al show, nada más. Pero lo atacan con cualquier disparate. No estoy hablando de la revista Forbes sino de los blogs y de los foros. Y eso que yo soy un privilegiado, porque por uno solo que me putea hay setenta que lo putean a ese. Pero sé de muchos casos que se ataca a los músicos de forma incomprensible. Hay una jauría despreocupada con razonamiento de colmena que no me gusta, pero sí me gusta la tecnología, me parece fascinante. Internet es otro gran hermano cada vez más potente.

—¿Desde cuándo venís a Nueva York?

—Desde el ochenta y nueve. Vinimos a mezclar un álbum. No me acuerdo cuál… Es otra de las cosas que sucede con la psicodelia: la memoria deja de tener utilidad. Vivís un presente permanente, todo lo demás forma parte de tu ser. No necesitás recordar tal o cual cosa. Por otro lado hace varios años que tengo asistentes, y los asistentes te van transformando en un inútil. Te llenan las fichas, manejan por vos, te van transformando en un imbécil que va por la vida flotando. En fin, vinimos a mezclar y a masterizar un disco. Y desde entonces he venido seguido. Siempre digo: «Este año voy a hacer el camino de la comida a Italia», pero termino acá o en Londres. Tengo una relación con la cultura anglosajona, con el rock, cuya esencia es de aquí. Nosotros hacemos lo que podemos con el rock, porque para el idioma es dificilísimo. Hacemos boleros rápidos. Aparte, el poderío de este lugar… Ahora, por ejemplo, vengo de Nevada y de Arizona, aquellos paisajes que durante tanto tiempo vi en el cine. Y luego, los conciertos: acá he visto a Foo Fighters, a Live en Roseland. Fui al CBGB, por supuesto, un lugar donde cualquier cosa sonaba bien. En el Palominos, en Los Ángeles, por ejemplo, recuerdo haber visto seis o siete shows de bandas por noche. Un lugar increíble donde se comía chorizos, cosas raras. Cambiaban los números, pero nunca había nadie en las consolas. Resulta que el que vendía cerveza era el que movía una sola ficha de la consola. Sonaba bárbaro igual. Otros lugares tremendos son el Western Hall o el Continental. Cualquiera que tocaba te partía el marote. La semana pasada fui a ver a BB King. Vine con la patota, y así estoy (con resaca). A todos les llevo veinte años, y hay que seguirles el ritmo… Si me dicen otra vez de tener esa edad, firmo ya. Volver a tener ese hígado, esos pulmones.

—Bueno, pero la viviste…

—Sí, sí. Suelo decir que si no me garantizaran que me voy a reencarnar en una cosita como esta (habla de él) prefiero no volver. Porque hasta ahora fue un privilegio. No tuve problemas en mi infancia. ¿Viste que todos los artistas por lo general son conflictuados? Yo tuve una infancia y una adolescencia de puta madre. Eran otros tiempos, ¿no? Ha cambiado todo, pero no tengo conflictos. Me llevaba bien con mis viejos. Se murieron amando. Tuve una adolescencia libre de estructuras. Pasé por varios colegios en La Plata, desde el Bellas Artes al industrial; me rajaban de todos porque filmábamos con un amigo cortometrajes sobre pordioseros. Los celadores ya no me podían cubrir más y me terminaban echando. Nunca me interesó el aprendizaje formal. Siempre había cosas más atractivas, desde el cine al poker.

—Arrancaste haciendo cine.

—Mi relación fue con el negro Beilinson, el hermano de Skay. En realidad hacíamos cortometrajes sobre un libro mío. A fuerza de fernet hacíamos unos grandes guiones.

—¿Ya tomabas fernet?

—Sí, a mí el que me inició en el fernet fue el commendatore Benito Durante, un integrante de la troupe de Martín Karadagian en Titanes en el Ring. El tipo tenía un hotel en la costa, en Valeria del Mar, donde todavía no había nada. Mi familia es pionera de Valeria del Mar, y por entonces el único restaurante que había era el de Benito Durante, un personaje extraordinario. Iban todos: Karadagian, La Momia… Yo jugaba mucho al voley con el ancho Rubén Peucelle. Benito me pedía que le hiciera las cuentas para pagarle a los empleados. Me acuerdo que un día entré a la cocina y Benito estaba friendo calamaretis y los daba vuelta con la mano. Yo le decía: «Tano, esto lo hacés a propósito para deslumbrarme, no puede ser que cocines con la mano en aceite hirviendo». Evidentemente, no le dolía. Otro día que yo estaba con gripe me dijo: «Mirá, lo mejor es un fernet caliente con una hoja de laurel». Claro, te tomás eso y transpirás hasta la primera mamadera que te dieron. Pero de a poco le tomé el gustito. Después me quedé administrando una hostería de ocho habitaciones que tenía una panquequería al lado. En invierno era un bar con borrachos que jugaban al truco. Toda gente brava, per sonajes que, por lo general, se habían ido de Buenos Aires en no muy buenos términos; no llegaban allá por voluntad propia. Coroneles croatas y ese tipo de gente. Me empecé a hacer el macho tomando fernet puro. Y me acuerdo cuando vino el negro Guillermo (Beilinson) a pasar un invierno y queríamos escribir un guion para un largometraje. Lo escribimos tomando fernet al lado de una estufa. El largometraje se hizo. Después empiezo a tener una relación con Skay a través del hermano. Ellos ya hacían covers, pero no tenían a nadie que hiciera canciones. Empezamos como una estudiantina feliz, tomábamos productos, cualquier cosa. Pero eso llamó mucho la atención enseguida. Tocábamos esporádicamente, y al mismo tiempo el hermano de Skay —eran una familia de dinero— se fue a trabajar a una empre sa que su padre tenía en Venezuela. Con Skay nos empieza a ir bien. Se armó la troupe.

—Seguiste ligado al cine.

—Me encantaría ir a festivales, pero me está costando ir. La popularidad tiene eso. Me llevo mal con la popularidad.

—Pero en tu caso no es solo popularidad, sino un fanatismo distinto.

—Sí, un fanatismo inquietante. Me llegan cartas que son bastante borders. Yo soy un agradecido, porque la música me permite hacer lo que quiero, como quiero y cuando quiero. Aunque han transformado mi vida de una manera… Sobre todo desde que tengo un pibe, a quien me gustaría llevar a ciertos lugares. O lo lleva la mamá o lo tenés que andar llevando a las once de la mañana, y aun así siempre hay alguien vigilándote.

—Es imposible.

—Mirá, cuando Bruno tenía cinco años (hoy tiene once) un día de elecciones le dije a mi mujer: «Virginia, aprovechemos que los días de elecciones la gente va a comer los ravioles a la casa, no va al shopping. Vayamos al mediodía a McDonalds». Dicho y hecho: no había nadie, pero empezaron a salir los empleados de los negocios, la gente de seguridad, los pibes que limpian, todos a sacarse fotos. Por primera vez Bruno me miró y me dijo: «Papá ¿por qué todos te piden cosas a vos?». Él no tenía ni idea quién era yo. No le habíamos contado. No me olvido más de la primera vez que se desmadró, hace ya muchos años. Yo estaba en la puerta de una disquería a la que iba siempre. Entre la gente amontonada contra mí había una señora que tenía un papelito para que se lo firmara y que le preguntaba a los demás: «¿Quién es? ¿Quién es?».

—También, supongo, habrás atravesado experiencias fuertes.

—Me ha tocado ir al Hospital Garrahan por un pedido para ver a un chiquito enfermo, llegar y que esté su mamá en el pasillo esperándome con una foto mía y que me diga: «Yo no creo mucho en vos». No solo me sorprende la frase, sino también me asombra eso, la necesidad de decirte que no cree en vos. ¿No cree qué? ¿De qué estamos hablando? Cuando entro al box, el pibe tenía una foto grande mía pegada en la pantalla del televisor. Salgo y le pregunto al médico: «Loco, ¿está bien esto? ¿Porque mirá si el pibe sufre un shock o algo así?». Cada tanto llamo por teléfono a alguien porque su madre o su mujer me dice que se está muriendo, o con un problema. Pero trato de no involucrarme porque, en realidad, no sabés lo que estás haciendo.

—Cuando pensás que músicos de tu generación como Charly García, Gustavo Cerati o Luis Alberto Spinetta están muertos o enfermos, ¿qué te produce?

—Pasa que de pronto apareció una falopa jodida que se puso de moda en los noventa: la cocaína. Ya se tomaba antes, aunque «a lo tango»; es decir: el estado ideal para tomarla era el de la embriaguez. Y se tomaba un pequeño perico, para mantenerse bien. Pero en los noventa arrancó el pibe metálico con la raya larga y eso ha hecho estragos. Es una droga muy jodida. Es como tener un acelerador, que en realidad solo tenés que usar cuando necesitás pasar a alguien. Es una droga muy atractiva, pero muy dañina.

—David Lebón dice que cuando la cocaína se apodera de tu vida tu alma hace las valijas y se va.

—Comenzó como una fiesta. Yo recuerdo haber bailado mucho. Se provocaban bailes donde circulaba (la coca). Hubo un momento de festejo, que fue rápidamente interrumpido. Lo que también digo es que hay personalidades adictivas. Hay gente que toma cosas los fines de semana y llega el lunes y se pone el traje y se va a laburar. Hay workaholic, hay obesos, etcétera. He visto mucho alrededor: cerebros quemados, suicidios, etcétera. Estoy a favor de la despenalización de las drogas blandas. De movida, porque la mafia se va a tener que poner a pensar de dónde sacar la guita. Si cada uno tiene un par de plantitas en la casa para fumarse su porrito se acaba el mercado. No el de las drogas duras, porque en ese caso estamos hablando de adicciones químicas. Pero han puesto todas las drogas en la misma bolsa y eso no está bien. Tampoco creo que sea cierto que una droga te lleve a la otra.

—O sea que la experiencia de los noventa terminó siendo triste.

—Arrancó con papel picado y terminó con luto y crespón negro. A mí me da mucha pena.

—Pero además de la droga, en el caso de Charly, Spinetta o Cerati, ¿no hay cierta pulsión de muerte en la cultura rock?

—No es una vida fácil la del rocker. Es gente aventurera y de repente, cuando te aventurás demasiado, podés cortar amarras con aquello que te vincula. Hay muchos sinsabores también. De pronto, en algún momento de la carrera (por decirle de alguna manera, porque en realidad no sé qué es), cuando ya sos grande, sentís que te han robado toda la vida y empieza a aparecer una especie de amargura que te va carcomiendo. Los malhumores son generadores de males. Tenés una vida aventurera que en algún momento te aleja de la gente que te sostenía. Fijáte que los tres casos tienen algo en común: Cerati, por ejemplo, vendía mucho menos que Soda Stéreo. Cuando hablo de venta no me refiero a recaudación, sino a lo que genera en la gente. García, lo mismo. Spinetta es un prócer, pero todo el mundo se dio cuenta de que era un prócer al final. Menos yo, que sin saber que estaba enfermo toqué un tema de él en mi último recital. Lo hice por respeto a su trayectoria. Lo que digo es que se está expuesto más que nada al abandono de la gente. Y estamos hablando de gente que es más aventurera que la gente que la sigue.

—¿Entendés el suicidio de algunos?

—Es difícil. La vida no la cambio por nada. Todos tenemos crisis, pero si encima en medio de la crisis estás jugando con fuego, estás tomando productos bravos, es probable que en un momento hagas algo. Es entendible. Quizás es más entendible para aquellos que están metidos en el ajo. Y eso que habla alguien que sigue teniendo éxito, que sigue vinculado con multitudes, mi mirada está siendo sustentada por la gente.

—¿En vos no aparece la incertidumbre?

—Yo no termino de entender lo que me pasa a mí. Yo sé que las cosas no pueden durar para siempre, pero lo que me pasa es rarísimo: un tipo de sesenta y tres años que llene estadios. No es frecuente. Porque afuera (se refiere a otros países) sucede, pero hay una promoción demoledora. Lo lógico es que el artista tenga un momento cumbre y después decaiga. Hay algunos que lo aceptan y hay otros a los que no les gusta, porque habían depositado mucho en eso.

—¿Ahí es cuando tercia el ego?

—Sí, y una comprensión de cómo son las cosas, ¿no? Mirar a los demás. No estar mirándose el ombligo. Si le pasó a gente importante por qué no me va a pasar a mí.

—Dylan tuvo una década desastrosa, a comienzos de los ochenta.

—Claro. También saber que hay discos malos, buenos, regulares. Los artistas somos la piel sensible de la sociedad. La sensibilidad que tiene un artista no es la misma que la que tiene un carnicero o un abogado. Se dedica a eso, a resonar inmediatamente con los dolores; es más, tiene que estar pendiente de los dolores más profundos, aun cuando los mire por televisión. Te vas cargando de los dolores más destructivos.

—Incluso la capacidad para captar con anticipación aquello que aquejará a la sociedad dentro de quince días.

—Y reelaborarlo. Es como comerlo y cagarlo antes que nadie. Es como comer comidas duras y que te salgan cosas lindas.

—Y un artista lo hace no porque le convenga…

—No, porque no sabe hacer otra cosa. Uno encontró que ese era el lugar en el que su espíritu se sentía cómodo, y era lo que más le gustaba hacer. Es como una red que atrapa de todo. Grandes alegrías y también dolores.

—En ese sentido, ¿qué lugar ha tenido el amor en tu obra?

—Bruno ha cambiado mi vida. Tuve la delicadeza de no tenerlo durante la bohemia, porque en ese momento solo estás preocupado por vos mismo. Ni hablar durante la juventud. Cuando tenés veintidós años tu vida está en plenitud. No podés entregarte a alguien. En cambio, a una edad como esta es otra cosa. Me asombra porque él es una nueva versión mía. Somos muy parecidos. Es un nuevo modelo, una proyección. Es la manera en la que sí somos inmortales.

—¿Y qué hay de que uno, con la paternidad, se convierte en una industria de temores?

—Te modifica todo. Yo me había liberado de casi todos los temores, básicamente porque ya había vivido. Ahora empiezan los temores por él.

—Empezás a mirar con escepticismo el futuro. La incertidumbre…

—Exacto, porque uno mira hacia adelante y no mira nuevas nubes buenas. Eso se viene diciendo desde hace mucho.

—Mucha información, además, que termina siendo tan nociva como su ausencia.

—Mucha información y mucha desinformación. Lo que hoy dice Dr. Parker en el «National Geographic» es lo contrario a lo que va a decir Dr. Johnson mañana. ¿A quién le creés? Los programas de noticias de veinticuatro horas son de terror, porque hay que generar todo ese contenido. Entonces tienen que inventar, dramatizar, volver a pasar. Desde que vivo en Parque Leloir y dejé la noche me levanto a la mañana muy temprano, y cuando miro las noticias a la mañana son una cosa y al mediodía, otra. Ni hablar de Wikipedia que, por ejemplo, dice que yo nací en Concordia.

—Y sos de Paraná. Alrededor tuyo también se tejió una mitología, te inventaron un origen.

—Sí. Un periodista dijo que yo había sido profesor de gimnasia en el Colegio Militar durante la dictadura. También se dijo que fui guardaparques. No voy a andar corrigiendo cosas que yo no dije. El otro día apareció una foto de un pelado que está tomando sol y todos decían que era yo. Yo no puedo tomar sol. Ya tomé demasiado cuando fui beach boy. Ahora tengo la piel desgastada y no puedo tomar sol. Pero volviendo al amor, creo que es el deseo del bien del otro, y eso es algo que he sentido más de una vez en mi vida. Creo que todo el mundo tiene que experimentar el amor. Bueno, no sé si todo el mundo, claro. Hay personalidades que están avasalladas por la cultura y todo lo que emprenden se transforma en negocio. Pobrecitos. Pobres desgraciados. Eso está pasando. Se divulga a través de los medios. Hoy el vínculo con la tecnología es tal que los chicos trasladan a sus vidas la lógica de la violencia que circula en los foros de internet o en la televisión. El bullying, por ejemplo. A mí no me tocó una infancia con el grado de agresividad que vemos hoy. Estamos muy vinculados con las tecnologías, y las tecnologías son transmisoras.

—¿De mandatos?

—De mandatos e intereses que uno desconoce. Vivimos en un mundo donde las corporaciones son muy poderosas, pero las personas que integran sus directorios no son tan poderosas como la corporación en sí misma, que comienza a ser como un monstruo, una suerte de transformer extraño. En ese sistema cualquiera te puede decir: «Mirá, yo soy el boludo que está acá, pero en definitiva no tengo ningún poder de decisión». Había una época en la que podías matar a tu jefe. Hoy no matás a nadie.

—A lo sumo encontrás al ventrílocuo de un poder enorme.

—Me acuerdo cuando Norman Mailer hizo la marcha al Pentágono. Cuando entró con los manifestantes solo encontró un montón de oficinas, no había nada de poder ahí. Solo un montón de gente trabajando.

—En definitiva, el escepticismo puede ser motor de cambio también.

—Bueno, ya existió el «No future» del punk, que fue un movimiento interesante y que nos sacudió bastante. Después se convirtió en moda. Eso es lo que pasa también. El Che Guevara se hace remera.

—Lo mismo sucede con Roger Waters, que llega con un mensaje que no solo resulta anacrónico sino que es un alegato en contra del capitalismo, pero al lado tiene la publicidad de Ford.

—Bueno, pasa con la izquierda. En función de oposición al poder establecido yo siempre soy de izquierda. Lo que pasa es que ya no puedo definir qué es la izquierda. Reconozco la importancia de Marx en el tiempo, pero vivió y escribió en la época de la máquina de vapor. No existía la psicología, la psicodelia, las nuevas tecnologías… Es decir, un pensador puede abarcar parámetros relativos. En su momento estuvo muy bien. Pero debe aggiornarse.

—¿Qué pensás del clima que se vive hoy en Argentina, donde el oficialismo está armando la banda de sonido de sus programas con tu música?

—Yo tengo gente conocida en el gobierno, pero no me saco fotos con ellos. Y no les gusta, porque están en el poder. Y te lo hacen saber. Lo mismo pasa con las corporaciones de noticias. Entonces estás atajando penales de todos lados. Yo ya no necesito de la prensa.

—La prensa no logra desentrañar del todo tu lugar. Y al ser un poder conservador, el misterio tuyo los lastima.

—Es que tiene preconceptos. Se supone que la prensa vive de desentrañar esas cosas. El misterio en realidad no existe en mí. Es como esa frase que dice: «Toda la vida estuve tratando de subir a ese palco, a ese palco, a ese palco… y cuando llegué no había nada». Siempre quise estar ahí, estar iluminado. Y en el palco no hay una mierda. Hay lo miserable que sos todos los días. Lo egoísta que sos todos los días. Es un prisma.

—¿Qué cosas te inspiran hoy?

—Voy a seguir haciendo canciones, aunque me retire. Yo disfruto de eso, así como hay gente a la que le gusta pescar anguilas, a mí me gusta hacer canciones, aunque sea para cantar en casa. Sigo escribiendo permanentemente, aunque la verdad es que hago primero las melodías. La gente cree que disfruto escribiendo y en realidad disfruto más haciendo melodías, porque lo otro es oficio. Me inspira el amor, es algo fundamental. Aun los personajes más siniestros tienen su otro costado y, además, nadie elige ser un villano en esta vida. Nadie nace bueno ni malo. Los vínculos te van convirtiendo en lo que sos. Las injusticias también me inspiran. Son tres o cuatro cosas las que los artistas tenemos para trabajar. Desconfío del que encuentra la verdad. No del que la busca. El artista trabaja sobre eso. Los dramas de los que somos testigos. El artista es permeable al drama. El artista, mientras mira el noticiero, está lagrimeando. La gente lo mira comiendo fideos.

—Siempre te resististe a hablar de tus letras.

—Es que uno no puede quitarle tensión a la obra. Y cuando te ponés a explicar quitás tensiones que son parte de la obra. Uno tiene que hablar por la obra. Suena medio pretencioso, pero hablo de canciones, ¿no? Yo trato de no nutrirme de los medios.

—Pero los medios se nutren de vos. «El futuro llegó» debe ser uno de los títulos más usados en los últimos veinte años.

—Sí, a mí me han usado muchísimo. Suena pedante, pero creo en el poder adivinatorio u oracular de la poesía. Creo que funciona de esa manera. En esa contracción del texto hay una posibilidad. La música no tiene que ayudar a escuchar, tiene que ayudar a imaginar. De la única manera que determinada cosa signifique algo para vos es que la imagines, no que yo te la diga o te la cuente.

—A la poesía no se la define, sino que se la reconoce.

—Claro, y eso a la gente le cuesta entenderlo.

—Porque mucha gente necesita certezas.

—Ah, pero yo no tengo la culpa.

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