Por qué mueren los terrícolas

Relato de ficción

Por qué mueren los terrícolas

Ana María Shúa tiene un amigo extraterrestre que no entiende algunas costumbres terrestres. Ejemplo, la muerte. Por eso hace preguntas que no son fáciles de responder.

Escrito por Ana María Shua
Ilustrado por Carla Torres

El señor Pluf es un nativo del sistema Alfa Centauri y un viejo amigo. Siempre pasa a visitarme cuando viene a la Tierra en uno de sus viajes de estudio. Esta vez se materializó en el café donde yo estaba tomando mi desayuno. Pluf, que me considera una buena informante, me pidió que le explique, ni más ni menos, qué es la muerte.

Mis lecturas de los trabajos de Fredric Brown me habían preparado para entender mejor la investigación que había emprendido esta vez mi amigo de las estrellas. El escritor norteamericano Fredric Brown (1906-1972) fue un etólogo (en este caso no un estudioso de la conducta animal, sino ETólogo por E.T.) especializado en el estudio de los pueblos extraterrestres, tanto en su aspecto biológico como cultural. Para disimular esta actividad, que hubiera sido mal comprendida por sus coetáneos, eligió manifestarse a través de la ciencia ficción. Uno de sus cuentos famosos se llama Knock y describe a los zan, una etnia extraterrestre que no conoce la muerte. Gracias a ese cuento yo estaba en condiciones de aceptar la perplejidad del señor Pluf frente a un fenómeno que le resultaba desconocido.

Por otra parte, lo conozco bien y sé que está interesado en todas las manifestaciones culturales importantes de nuestro planeta. En el sistema de Alfa Centauri se lo considera un gran experto en lenguas y culturas terrestres. El señor Pluf habla un español un poco raro pero con muy buena pronunciación, es tornasolado, tiene rabufetas, pernuflos, y no cualquiera lo puede ver.

—Oh oh —dijo el señor Pluf—. Interesante fenómeno terráqueo muerte tan rigurosa.

—¿Cómo terráqueo? —le pregunté—. ¿En tu planeta nadie se muere? ¿Ni siquiera los viejos?

—No hay zan «viejos» —me explicó Pluf—. Nadie nunca no muerte. Pero yo sé todo sobre muerte porque mucha literatura profunda tengo leído, tema principal siempre de todo lo que escriben humanos. ¡Yo también escribe! —me dijo muy orgulloso. Y, esgrimiendo una enorme lapicera con uno de sus pernuflos, trató de escribirme encima.

Conseguí salvar mi traje justo a tiempo, pero no conseguí salvarme de la curiosidad del señor Pluf, que estaba dispuesto a todo para entender bien de qué se trata esto de la muerte. Lo peor es que, como sucede con la mayoría de los académicos, estaba convencido de que ya tenía la información más importante.

—Sabemos que muerte es método de reproducción —me explicó con entusiasmo—. Gente muerta se siembra en cementerios. Luego después seguro crecen plantas de humanos, frutos son los famosos bebés. Nunca vi plantas humanas ¿árboles, enredaderas, quizás arbustos?

Pobre Pluf, siempre tan confundido. Con mucha paciencia intenté explicarle las relaciones entre la reproducción y la muerte, tanto más complejas de lo que él suponía. Tomé tres ejemplos de culturas muy distintas entre sí. Por una parte, la historia del Génesis. «Si comes de este árbol, morirás», dijo el Señor. Y cuando Adán y Eva comieron el fruto prohibido, dos efectos se produjeron simultáneamente: dejaron de ser inocentes —descubrieron la vergüenza, es decir, el sexo y el deseo— y perdieron la posibilidad de ser inmortales.

En los mitos se organiza ese antes y después y sobre todo la causalidad que no existe en la naturaleza pero que exige la razón humana: primero aparece la posibilidad o la obligación de reproducirse y después, forzosamente, llega la muerte para hacer lugar en este mundo. En la Biblia, el hombre ya ha obtenido el conocimiento al comer el fruto prohibido. A continuación, Dios debe impedir que coma del árbol de la vida, para que no sea inmortal igual que Él.

En la mitología griega, los dioses deciden castigar a la humanidad por haber conseguido el fuego que les dio Prometeo. Se encuentran con un problema equivalente: los hombres, que ya son inmortales, ahora, gracias al fuego, comienzan a dominar las técnicas. Se han vuelto demasiado peligrosos. Entonces los dioses le regalan a Epimeteo un verdadero presente griego: la bella Pandora, la mujer. Es decir, una vez más el sexo, la posibilidad de reproducirse. Y junto con Pandora, la maldita vasija que la curiosidad de Pandora abrirá para dejar libres a la vejez, la enfermedad y la muerte.

Te voy a contar ahora, le dije a Pluf, un mito de una etnia insospechable de haber tenido contactos con la mitología griega o con las historias bíblicas. Los suruís son un pueblo originario de Rondonia, una región selvática del Amazonas que forma parte de la familia lingüística tupí-guaraní. El mito de la pérdida de la inmortalidad de los suruís es mucho más claro y directo. Palop, el demiurgo fundador de la cultura, excava la vagina en la entrepierna de la mujer, que hasta ese momento era lisa, crea los órganos sexuales del hombre; con el jugo de una fruta lechosa crea el semen y con el agua de una especie de coco crea los fluidos sexuales de la mujer. Después inventa la muerte y un muchacho joven es el primer hombre en el mundo en caer muerto. Ante el llanto del hermano, Palop se conmueve y lo hace volver a la vida. Pero el muerto se come toda la comida que la madre había cocinado y ella le recrimina muy enojada: «¿Cómo? ¿No estabas muerto? ¿Y por qué te estás comiendo la comida que preparé para tu padre?». El muerto se vuelve a la tumba y desde entonces, por culpa de esa madre desamorada, los seres humanos mueren para siempre, sin posibilidades de renacer.

—Querido Pluf, no sé cómo se las arreglan ustedes, pero en este mundo, sencillamente, no hay suficiente comida para todos.

—Oh oh, en este viaje, yo investiga tema de muerte. En otro viaje será sexo, también todo interesante —dijo Pluf, emitiendo una especie de niebla tornasolada de la que me aparté de un salto, en fin, nunca se sabe—. Nosotros también tenemos-hacemos cada quince… oh oh, no comprenderías. En medidas de aquí, cada siete mil vueltas de Tierra alrededor de Sol.

Sexo cada siete mil años. Por primera vez entendí la cara de amargado de Pluf. En fin, la inmortalidad tiene su precio. O casi inmortalidad, pensé, porque si los zan se reproducen, tarde o temprano les llegará la guadaña.

—Pero yo creo que muerte interesante fascinante mucho mucho. ¿No podría usted morirse un poco para mostrar? Yo graba —el señor Pluf sacó un iphone que me decepcionó bastante.

—Pensé que tendrían tecnología más avanzada.

—Tenga, pero mejor no mostrar —dijo el señor Pluf mirando a su alrededor con desconfianza—. Ahora morirse por favor.

No había entendido nada. Tuve que explicarle otra vez con paciencia que la muerte es irreversible.

—¿No para nunca? ¿Ni un ratito?

—Ni un ratito, Pluf —le dije con cierta melancolía—. A menos que creas en la Otra Vida, de la que por el momento no hay pruebas científicas. Te quedás quieto y frío para siempre. Hasta que te pudras y te coman los gusanos.

Para mi sorpresa, Pluf se echó a reir descontroladamente.

—¿Tranquilos quietos pacíficos? ¿No más deseos dolores problemas, mal aliento, gente que habla en cine, no más picazón en zonas difíciles de rascar en público?

En este punto tengo que explicar que los zan de Alfa Centauri no entienden mucho de cuestiones éticas (tal vez, precisamente, porque no conocen la muerte) y en cambio regulan su sociedad a través de las reglas de cortesía.

—Para siempre, Pluf. Está esa cuestión del Otro Mundo que después te cuento, pero de este mundo se va uno para siempre.

—Ah, entiendo. Yo conozco humanos, siempre sufre que sufre que sufre que sufre. Valle de lágrimas. Entonces irse todos querrán. ¡Linda muerte!

—No linda. Nada nada. Morite vos si te gusta tanto —ya me estaba contagiando su español primitivo. Para convencerlo de la ambigua relación que tenemos con la muerte le conté un par de historias. La primera es un antiguo cuento popular medieval.

Un hombre muy pobre caminaba llevando en sus hombros un pesadísimo saco. Agotado, apoyó el bulto en el suelo y dijo amargamente: «¿Por qué no viene la Muerte de una vez por todas?». Inmediatamente, el Ángel de la Muerte apareció ante él y le preguntó: «¿Para qué me has llamado?». Y el hombre, aterrado, le contestó: «Para… para que me ayudes a cargar el saco otra vez sobre los hombros».

La segunda es literatura popular contemporánea. Anónima, de transmisión oral.

—¡Chiste! —me dijo Pluf, que no me deja pasar una.

Y sí, un chiste. De esos que no hacen reír a carcajadas y en cambio dejan pensando.

Un hombre se cae por un precipicio pero alcanza a manotear un arbusto y queda colgando. «¡Socorro!», grita desesperado. «¿Hay alguien ahí arriba? ¡Ayuda, ayuda por favor!» Y Su Voz se hace escuchar. «Nada temas, hombre, aquí estoy. Mi mano te tomará y te llevará al Paraíso con los ángeles.»

Sigue un largo silencio. Y después se escucha la vocecita del hombre que pregunta tímidamente: «Sí, sí, muchas gracias, y disculpas, pero… ¿no habrá nadie más por ahí arriba?».

—¿Solo humanos morir? —preguntó Pluf, que no había entendido ni medio.

—No Pluf, se mueren todos. Todo lo que está vivo.

—¿Mueren hipopótamos, bacterias, espinacas?

—Se mueren.

—¿Hongos líquenes paramecios jirafas?

—Se mueren.

—Entonces muerte está en la vida. Entonces todo lo que es vivo muriéndose está desde que empieza a vivir. ¡Vida en la Tierra es como terribilísima epidemia! Entonces muerte muy natural —mi amigo Pluf no es nada tonto y a veces me hace pensar. Pero yo estaba un poco irritada.

—¡Natural tus pernuflos, Pluf! Natural será para los hipopótamos, bacterias, espinacas, para la gente no tiene nada de natural. No hay nada natural para nosotros, y mucho menos la muerte.

—Tu gente rara, mucho mucho rara.

Para convencerlo a Pluf acerca de lo poco natural que nos resulta la muerte, le demostré que casi todas las culturas del mundo consideran, en sus mitos cosmogónicos, que el ser humano fue creado inmortal o por lo menos se le dio la posibilidad de volver a la vida. La muerte definitiva apareció después, por un accidente, un error o un pecado. En la Biblia, por el pecado original. En la antigua epopeya sumeria de Gilgamesh, el rey está a punto de conseguir la planta de la inmortalidad, cuyo nombre es «Lo viejo se hace joven», cuando se distrae y una serpiente se la roba.

A veces se trata de un pacto, como en el caso de los inuits (esquimales) de Groenlandia. En el principio, todos los hombres eran inmortales pero vivían en la oscuridad, no había muerte pero tampoco sol. Una anciana se obstinó en que, si no era posible tener una cosa sin la otra, sería mejor tener las dos a la vez, porque sin luz la vida no valía la pena.

Son frecuentes las historias en que por culpa de su egoísmo, un hombre trae la muerte para toda la humanidad. Sobre todo, se pierde la posibilidad de resucitar que en los mitos de creación suele estar presente en el origen del ser humano. Observando las fases de la luna, y en general, los ciclos de la naturaleza, los hombres creían haber comprendido que existía la posibilidad de morir y volver a nacer. Muchas culturas relacionaron las historias de la pérdida de la inmortalidad con la luna, que desaparece y vuelve a renacer, con los ciclos de las estaciones, la primavera en la que renace todo lo que el invierno parecía haber matado, o con las serpientes, que cambian de piel.

Le conté a Pluf un relato fundacional de los masais africanos.

Entre los masais, Le-eyo fue uno de los primeros hombres del que descienden los demás. Naiteru-kop, un semidiós que protegía a Le-eyo, le enseñó cómo proceder si moría un niño para asegurarse de que la muerte no fuera definitiva. Cuando arrojara el cadáver, tenía que decir así: «Hombre, muere y vuelve a la vida; luna, muere y no vuelvas más». Un niño murió poco después, pero no era uno de los hijos de Le-eyo, y cuando le pidieron que se llevara lejos el cadáver, lo levantó y se dijo a sí mismo: «Este niño no es mío; cuando arroje su cuerpo diré ‘Hombre, muere y no vuelvas más; luna, muere y vuelve a la vida’». Así lo hizo y volvió tranquilamente a su casa.

Pero después murió uno de sus propios hijos y esta vez pronunció las palabras mágicas tal como se las habían enseñado. Ya era tarde. Por culpa del egoísmo de Le-eyo el ser humano perdería para siempre la oportunidad de volver a nacer…

—Hay un mito de los aborígenes australianos…

—¿Qué aborígenes australianos? –me interrumpió Pluf—. ¡Cientos de pueblos diferentes!

A veces Pluf me desconcierta. No entiende nada de algunas cosas y sabe un montón de otras.

—No vale la pena que te diga el nombre, Pluf, es muy difícil de pronunciar.

Pero resultó que para Pluf decir «adnyamathanha» era mucho más fácil que para mí.

En el mítico Tiempo de los Sueños, cuando los animales eran todavía como personas, Adambara, la araña, y Arta-puda-puda, un insecto, se sentaron a discutir acerca del problema de la muerte. Cuando la gente se enfermaba o sufría un accidente o era herida en combate y moría, ¿qué debía suceder a continuación?

Arta-puda-puda, el insecto, estaba muy seguro. Cuando una persona se muere, afirmó, su cuerpo debe quedarse en la tumba y pudrirse. Solo su espíritu sobrevivirá, y se levantará de la tumba tres días después del entierro.

Adambara, la araña, no estaba de acuerdo. Cuando un hombre se moría, había que envolverlo en una red bien tejida y colocarlo en una tumba que tuviera una puerta-trampa. Después, cerrando la puerta, había que dejarlo en esa especie de capullo durante tres días. En ese tiempo su cuerpo se curaría de cualquier herida o enfermedad y podría salir renovado para habitar la Tierra otra vez.

Discutieron y discutieron. Arta-puda-puda usó tan buenos argumentos y habló con tanta fuerza y tanta inteligencia que ganó la discusión. Un tiempo después murieron su padre y su madre y Arta-puda-puda sufrió mucho pero no cambió de idea: estaba seguro de haber tomado la mejor decisión. Pero cuando uno de sus hijos enfermó y murió, Arta-puda-puda se dio cuenta de que, por más que el espíritu de su hijo se elevara hacia el cielo, él ya no lo vería más en este mundo. Su dolor fue tan terrible que se arrepintió muchísimo de haber ganado esa estúpida discusión. Y ya era tarde.

Si la muerte es intolerable para el ser humano, la muerte de los hijos es lo único que en todas las culturas del mundo resulta todavía peor que la muerte propia, le expliqué a Pluf.

En un mito de los zoque-popolucas de México…

—Demasiados mitos —se rebeló entonces mi amigo de Alfa Centauri—, Pluf se aburre.

—¿Vos querías saber? ¡Ahora te aguantás, Pluf! En este planeta la gente se aguanta las conferencias calladita. Si querés ser un verdadero experto en culturas terrestres, abrí bien las rabufetas y grabá todo lo que te estoy contando.

Te decía que en un mito de los zoque-popolucas, de México, el héroe, Espíritu del Maíz, resucita a su padre. Envía a la iguana a avisar a su madre que no debía mirar de frente a su esposo resucitado, que no debía llorar ni reír; pero la iguana le pasa el mandato a la lagartija, que cambia el mensaje. Y como los zoque-popolucas eran parecidísimos a nosotros, la mujer, por supuesto, no puede sacar los ojos de la cara de su marido resucitado, no puede parar de reír y llorar, el hombre se hace polvo y se pierde con él la inmortalidad de los hombres.

Hay muchísimos mitos africanos en que la inmortalidad se pierde así, por culpa de un mal mensajero. Es evidente que el ser humano desconfía de los reptiles, por algo el verde es el color de los monstruos. Los traidores suelen ser el camaleón, el lagarto, la lagartija, la serpiente. El tema del mensajero traidor o equivocado se repite en mitos de los pueblos originarios de América del Sur y del Norte.

La muerte como castigo, muchas veces a causa de la falta cometida por una mujer, es un tema muy común. Los indios algonquinos de Norteamérica decían que la Gran Liebre dio la inmortalidad al hombre en un paquete que le prohibió abrir. Pero su curiosa esposa lo abrió y dejó escapar la inmortalidad. Un mito asombrosamente parecido al de Pandora.

—Muchas mujeres traen muerte —me hizo notar Pluf—, ¿mujeres peligrosas matan?

Yo trataba de hablarle a Pluf en un español neutro pero por momentos me salía la argentinada.

—Che, Pluf, al final no sos tan boludo —le dije, pensativa— mirá de lo que te viniste a dar cuenta. Claro, las mujeres matan porque dan la vida, esa terrible epidemia, inexorablemente fatal. Además, en las culturas patriarcales las mujeres son la encarnación del deseo sexual, y volvemos al problema de la reproducción y la necesidad de hacer lugar en el mundo. Lo que es bueno para uno es malo para todos. Desde los cuentos populares como el de Pedro Urdemales, que consiguió engañar y atrapar a la Muerte, hasta en una novela contemporánea como la de Saramago, Las intermitencias de la muerte, la imagen de un mundo sin muerte es la de una catástrofe universal.

—Vida corta acelera evolución —reflexionó Puf—. Gran ventaja de muerte. Naturaleza haciendo experimentos rápidos.

—Gran ventaja para la evolución de la vida en la Tierra, sí —le contesté, preguntándome cómo habrían llegado los zan a evolucionar sin muerte—, pero no para mí, ni para la gente

que quiero.

—Muerte es mujer. Yo vi doña Muerte —dijo orgullosamente Pluf.

—¿Adónde? —me sobresalté.

—Museo. Señora flaca con guadaña. También a veces esqueleto. Nunca señora gordita —dijo Pluf, mirándome con cierto desdén—. Señora gordita no muy temible.

—Vos que sabés tantos idiomas, Pluf, no deberías dejarte llevar por los géneros gramaticales. En alemán la Muerte es masculina, Der Tot, y se la representa como un viejo con un reloj de arena. Y en la Edad Media se la representaba en todo Occidente como un hombre, a veces un general al mando de su ejército.

—Vi en museo también. Pero Muerte señora flaca gusta más. ¿Y nadie nunca ni un poquito inmortal?

—Ay, Pluf, nadie, por algo decía Benjamin Franklin que no hay nada seguro en este mundo salvo la muerte y los impuestos… Bueno, alguien agregó que al menos la muerte no se vuelve cada año peor…

—¿Nadie inmortal nada nada?

Ante su insistencia, le conté que los sumerios tenían el mito de Utnapishtim, el héroe del Diluvio, al que los dioses habían otorgado la inmortalidad. Y entre los griegos, de vez en cuando aparece algún mortal privilegiado al que se le entrega el don de la inmortalidad. Pero hasta en la fantasía de la humanidad los inmortales son casos aislados. Entre los comentaristas del Antiguo Testamento está la historia del pájaro Milham. Cuando Eva comió el fruto del árbol prohibido, no contenta con haber arrastrado a Adán a la tentación, se lo ofreció a todas las criaturas de la Tierra. Y todas comieron, hasta los pájaros y los peces. Solo el pájaro Milham se negó, por respeto a su Creador. Entonces Dios llamó al Ángel de la Muerte y le dijo: «Entre todos los seres vivos, solo el pájaro Milham y sus hijos no probarán el sabor de la muerte».

—Yesss ja da si oui —dijo Pluf, haciendo gala de sus conocimientos—. Pero no me impresionó mucho, porque hasta yo sé decir sí en otros idiomas—. Entendí-í-í . Muerte lo más peor de lo peor de todo.

—Ahí parece que vamos entendiendo,

amigo Pluf.

—Hipopótamos bacterias espinacas no saben que se van a morir. Gente sabe. Interrupción. Fríos quietos. Putrefacción. Gusanos. Oh oh. Pensarán en eso todo el día.

—No Pluf, si pensáramos que nos vamos a morir en cualquier momento, no podríamos soportar la vida. Los seres humanos necesitamos recuperar la inmortalidad que nos quitaron para poder seguir adelante. Estamos hechos de memoria, vivimos para atesorar recuerdos y si tuviéramos presente en cada momento que esa cadena de recuerdos que nos constituye está a punto de cortarse, ¿qué sentido tendría seguir viviendo? ¿Para qué nos sirve la memoria si no hay un futuro en el que podamos recordar? Mirá, mejor que yo lo dice Quevedo:

«Ya no es ayer, mañana no ha llegado; hoy pasa, y es, y fue, con movimiento que a la muerte me lleva despeñado».

No, tenemos que olvidarnos de lo que sabemos para poder seguir adelante.

Y como soy escritora de ficción y me parece que los cuentos, en su ambigüedad, se acercan más y mejor que los ensayos a los grandes misterios, le conté a Pluf un antiguo cuento popular marroquí sobre la queja de los gusanos.

Dicen que en otros tiempos los hombres pensaban día y noche en la muerte: no comían, no dormían, no disfrutaban de los placeres de la vida. Bajaban a la tumba tan flacos que los gusanos fueron a quejarse al Señor.

—Amo del Universo: cuando nos creaste, nos prometiste mucha carne para comer. ¡Y no nos dan más que huesos!

Entonces el Señor creó el dinero. Cuando los hombres empezaron a contarlo y desearlo, a comprar y a vender, a ganar y a perder, quedaron tan fascinados por el dinero que se olvidaron de la muerte. Desde entonces, cada vez que pueden, comen con ganas. Y los gusanos tienen cadáveres gordos de qué alimentarse.

Pluf se había quedado pensativo escuchándome.

—Emocionántico —dijo, cuando terminé—. Eso me recordar que necesito me prestaras doscientos euros.

Le dije que si necesitaba un adelanto se lo pidiera a su jefe. Parece que Pluf descubrió que le gustan mucho las manzanas y necesita una ración de cuatrocientas por día. Un vicio caro de mantener. De pronto Pluf pareció darse cuenta de que estábamos en el café, rodeados de humanos, y miró a su alrededor, muy interesado.

—¿Todos estos que están acá van morir? ¿Y también Ana María Shua?

—Todos Pluf —le contesté, melancólica—. Y también yo.

—Quiero ver muerto. ¡Quiero quiero quiero! ¿Quién de aquí muere pronto? ¿Ese señor más viejito le toca próximamente?

—¡Pluf, no seas grosero! —ya me estaba haciendo enojar— ¿No entendiste que nadie sabe cuándo le toca? Esa es la gracia… o la desgracia de la muerte.

Le expliqué, además, que para los humanos la muerte es una ceremonia secreta, como el nacimiento. Que a los que están por morir muchas veces se los lleva a un lugar alejado de su casa y se los encierra allí. Solo los muy cercanos pueden ir a verlos, si lo desean especialmente. En nuestra sociedad una parte muy importante de la gente se muere en un sector de los hospitales, una sala ritual llamada Sala de Terapia Intensiva o Unidad de Cuidados Intensivos o algo por el estilo, lejos de sus parientes y amigos, atendidos por desconocidos a los que se les paga para ese fin. Pero no era nada fácil desalentar a Pluf.

—Entonces mata uno. ¡Quiero ver muerto! ¡Mata, mata!

Traté de hacerle entender las cosas utilizando elementos de su propia cultura. Como recordarán, los zan tienen poco sentido de la ética y mucho de la cortesía.

—Pluf, ni se te ocurra. Matar a alguien es de muy mala educación. Yo jamás mataría a nadie en público y no te recomiendo que lo hagas, ni siquiera siendo invisible.

Se lo dije con tanta severidad que me miró con cara de perrito apaleado, con las rabufetas entre las patas y los pernuflos abatidos.

—No sabía Pluf. Leído yo texto humano donde no tan incorrecto parece matar.

Y Pluf se puso a recitar en voz tan alta que temí que lo escuchara la gente que seguía entrando en la sala. «Si por una vez el hombre se ve arrastrado a un asesinato, pronto considerará que el robo es algo sin importancia, y del robo irá a la bebida, a no observar el Día del Señor, y de ahí a los malos modales, y a dejar todo para el día siguiente. Una vez iniciada esta marcha cuesta abajo, no se sabe dónde se detendrá. Muchos hombres han caído en la ruina por un pequeño asesinato que en su momento consideraron de poca monta.»

—¿De dónde sacaste eso?

—Thomas de Quincey, El asesinato considerado como una de las bellas artes —me contestó, muy orgulloso.

—Pluf, no tendrías que tomar todo lo que escriben los hombres en forma literal.

—¿Cómo no? —Y aquí mi amigo empezó otra vez a exhibir sus conocimientos de experto en lenguas terráqueas—. Littera, en latín carácter, letra escrita. Si escrito, entonces literal.

—Humor, Pluf —le dije—. ¿Nunca oíste hablar del humor? En este caso, humor negro. La posibilidad de reírse de situaciones que en otro contexto serían terribles, trágicas, dolorosas. Y por encima de todo, reírse de la muerte, que es lo terrible, trágico y doloroso por excelencia.

—¿Morirse duele?

—A veces sí, a veces no, pero siempre da mucho miedo, Pluf.

Este alfacentáurico me tenía tan harta que ya me estaban dando ganas de que eligiera el camino del Principito, que lo mordiera una buena víbora y se volviera a su estrella. Pero nada es tan sencillo en esta vida. Es la muerte la que simplifica todo.

—¿Por qué miedo? —quiso saber Pluf.

—Es que nadie volvió nunca para contarnos qué pasa del otro lado, Pluf. Como te decía, los humanos no toleramos la idea de morirnos del todo y para siempre. Por eso casi todas las culturas de este mundo creen que el ser humano tiene una parte inmortal, que después de la muerte seguirá existiendo de alguna manera en otro mundo. Una parte etérea, liviana, invisible, espiritual, capaz de elevarse por encima del cuerpo muerto destinado a la putrefacción. El espíritu. Para Occidente es el Alma, que después de la muerte recibirá los premios o castigos que haya merecido por su vida en la Tierra. Es el Atman para las religiones de la India, una chispa divina que después de sucesivas reencarnaciones se reunirá con la divinidad, es el Ka de los antiguos egipcios…

—Oh oh, otra vez mitos no, Pluf todo eso ya sabe, egipcios, embalsamar, viajes, ka, ba, jem…

—Para los griegos y los romanos, las sombras de los muertos vagaban por el Hades, siempre sedientas de sangre…

—Oh oh, Pluf todo eso ya sabe. Griegos, romanos. Hades, Plutón, Perséfone, Proserpina, Papanicolau. Pizza.

Era evidente que Pluf tenía como mínimo los conocimientos más obvios sobre el tema. ¿Con qué podría sorprenderlo?

—Para los indios crow de América del Norte –le dije, contándole uno de los mitos que más me gustan—la luna es la entrada de un túnel iluminado que atraviesa la bóveda celeste, por donde cruzan los espíritus de los guerreros muertos en su viaje a los Felices Campos de Caza.

—Bueno, en realidad no tan equivocados crow, porque la luna…

—No, Pluf, no, por favor, creo que prefiero no saberlo.

—Y con eso de tanta vida otra ¿igual nadie quiere morir para que yo vea?

—Nadie, Pluf.

—¿Y suicidas?

—Suicidas es otro tema, Pluf. Muy largo. Ahora no tenemos tiempo. Es difícil encontrar un suicida justo cuando se está por matar.

En el café donde suelo tomar el desayuno consideran que los escritores están bastante locos y están acostumbrados a que hable sola de vez en cuando, pero esto ya estaba llamando demasiado la atención.

—¿Triste cuando muere amigo pariente?

—Muy triste, Pluf, lo más triste del mundo.

—Pero consuelo. Humanos tienen consuelo, cosa muy buena.

—No creas que es tan bueno lo del consuelo, Pluf. Para empezar, siempre implica una pérdida. Y no se parece a la alegría, sino a la resignación.

—Aaaaaaah —dijo Pluf, que de tanto en tanto me sorprendía con sus extraños y arbitrarios conocimientos sobre este mundo—. Entiende. Por ejemplo, consuelo es Holanda segundo puesto en Mundial de Fútbol. No tan bueno.

—¡Exacto Pluf! Y Holanda tres veces segundo puesto en Mundial de Fútbol…

Y los dos dijimos a coro:

—¡Es la muerte!

Sí, creo que Pluf había entendido por fin.

Pero yo no.

Escrito por Ana María Shua
Ilustrado por Carla Torres

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