Los traidores
Mempo Giardnielli. PÁGINA/12.

Relato de ficción

Los traidores

Un cuento inédito de Mempo Giardinelli (Chaco, 1947). Escritor y periodista, creador de la revista Puro Cuento (1986-1992) y de novelas y relatos traducidos a varios idiomas.

Escrito por Mempo Giardinelli
Ilustrado por Matías Tolsà

Ahora voy a contar la historia de Arturo, el hombre amargado de mi pueblo. Uno que, por decirlo de algún modo, nunca pudo sobreponerse a la tragedia que fue su propia vida, quizás porque la tragedia no siempre es numerosa y los traidores pueden perderlo todo menos el rencor.

Y además la cobardía sabe ensañarse con los infelices y ahí está él para probarlo: ya pasó los sesenta pero según se lo mire es aún joven, fuerte, bien plantado y en el pueblo se lo respeta porque desde hace veinte años cuida en su propia casa de dos seres arruinados: Ana Belén, su esposa quince años menor, que a los veinticinco de su edad era la muchacha más bella de la región; y Américo, un napolitano pintón que era su amigo y camarada en la cooperativa algodonera.

Desde que sus viejos lo trajeron de Italia durante el primer peronismo, época de miserias europeas por las durísimas consecuencias socioeconómicas de la posguerra, y siendo apenas un muchacho, Arturo aprendió la lengua de Castilla y el oficio de carpintero, todo a la vez en la Escuela Industrial de Resistencia. Sus padres murieron tempranamente y él se dedicó a cortar y ensamblar maderas en la carpintería de otro paisano, el Tano Diomedi, que era un genio para hacer muebles a medida.

Silencioso y activo, y sin ambiciones ni talento para nada, Arturo simplemente trabajó mucho y en silencio, hasta que un día conoció a Ana Belén en un concierto de la Banda Municipal y se enamoró en un segundo. De belleza aparaguayada, tímida y silenciosa, era casi una niña y cuando él la miró escuchando fascinada la Marcha de Aída, por el puro embeleso de la muchacha pensó que sería italiana. No se atrevió a acercarse, pero al domingo siguiente y durante una kermés del día de la primavera en la plaza 25 de Mayo, el pelo y los ojos morenos de la muchacha, coronando una figura de suaves curvas prometedoras, lo cautivaron de manera tan definitiva que se acercó a hablarle y a la semana siguiente ya estaba apersonándose ante la familia. En menos de un mes pidió su mano y cuatro semanas después se casaron en la parroquia de San José Obrero.

Desde que sus viejos lo trajeron de Italia durante el primer peronismo, Arturo aprendió la lengua de Castilla y el oficio de carpintero, todo a la vez en la Escuela Industrial de Resistencia.

Por su parte, diez años más joven que Arturo e inmigrante como él pero desde que tenía solo ocho meses de vida, Américo mostró desde niño su vocación por mezclar el esfuerzo con el placer. En el Chaco, donde se radicaron sus padres estimulados por los padres de Arturo, pues ambas familias provenían del mismo pueblito perdido de la Basilicata, un chico lindo, simpático y hablador como Américo tenía —o eso creía él— el futuro asegurado. Mediocampista exitoso en la primera división del Chaco For Ever, luego diestro en naipes en el Club del Progreso, durante un tiempo timbero profesional y eventualmente vendedor de seguros y de los tractores Deutz. Mujeriego contumaz y a la vez encendido dirigente socialista, a la muerte de sus padres Américo se instaló en una pensión de la calle Edison y fue también fundador de las primeras ligas agrarias y hombre de verba inspirada y deslumbrantes ojos negros, brillosos como el carbón mojado.

No pasó mucho tiempo —era previsible— hasta que Ana Belén y Américo se liaron. Jóvenes y fogosos, no supieron o no pudieron resistirse a un calcinante amor clandestino, culposos ambos porque los dos querían sinceramente al bueno de Arturo, que cuidaba de su amada esposa tanto como celebraba, generoso y fraternal, las andanzas y las ideas del joven Américo. Pero el amor o la pura pasión, como se quiera pensar y decir, pudo más, quizás porque siempre el amor y la pasión pueden más que la mera voluntad de las personas. No hay modo de detener los ramalazos del deseo cuando agobian de impulsos y de culpas a la carne joven. No hay culpa que amaine esos incendios. Y así fue que se liaron.

De igual modo, y con la misma inesperada direccionalidad, y tal como se producen los cruces en las vidas de la gente, sucedió que un día Arturo lo supo todo. La develación fue sin aviso, sin sospechas previas; sencillamente se podría decir que fue inexorable como la llegada del otoño algún día de entre marzo y abril. Para Arturo la mezcla de sorpresa con dolor y rabia fue tan natural como revulsiva.

Sin embargo no hizo nada, y ni siquiera pronunció palabra, si bien dejó entrever con toda claridad que estaba al corriente del amorío y que no aprobaba la traición ni el adulterio. En realidad no sabía qué hacer, no encontraba un modo de proceder, o de hablar, que aliviara su desesperación. Y en eso estaban los tres, cada uno inmerso en sus volcanes interiores, cuando el azar, o uno de esos modos de la vida que solemos llamar destino, determinó que una tarde de diciembre, poco antes de Navidad, ocurriera el accidente que les cambió las vidas radical, copérnicanamente.

Habían ido los tres de visita al campo de los Meneghini, unos tanos de más allá de Puerto Tirol y a la hora de la siesta, después del asado y los vinos y las frutas, los jóvenes se metieron monte adentro, entre lapachos y caraguatáes, y por ahí anduvieron retozando, previsiblemente, hasta que fueron llamados para partir de regreso y emergieron recompuestos, tan obviamente plenos de sexo como exentos de culpas. Y ahí el Diablo metió la cola, como se dice: en el camino de regreso, al salir la camioneta de un sendero de jacarandás restallantes de azules y violetas, en un curvón mordió una zanja justo cuando pasaba un camión cargado de rollizos de quebracho colorado que no alcanzó a frenar y fue todo uno dar un par de tumbos y quedar la camioneta con todo el peso de un rollizo sobre la cabina y las cuatro ruedas girando en el vacío. El violento encontronazo y la mala suerte jugaron su papel. Arturo voló y cayó en la zanja metros más allá, amortiguado por el agua, mientras los jóvenes amantes resultaron aplastados y con gravísimas heridas.

Pasan los años y es evidente que Arturo no sabe qué hacer con ellos. Habitan los tres la misma casa y él ve cómo se miran, amantes aún en la desgracia. Los odia más y más cada día, y los insulta y zarandea, pero a la vez los atiende como un santo, como una madre abnegada.

Al cabo del auxilio que recibieron por parte de la familia anfitriona y un par de peones, que demoraron horas en rescatarlos, los tres acabaron en el Hospital Perrando. Arturo fue el único afortunado: lo dieron de alta cinco días después. En cambio ambos jóvenes debieron permanecer mucho tiempo internados y quedaron inválidos para siempre después de pasar una larga temporada hospitalaria: Ana Belén sobrevivió con la columna quebrada por el rollizo que aplastó la camioneta, sin gobierno de sus movimientos y muy limitada su capacidad de articular palabras; y Américo sin piernas, cortadas ambas a media altura femoral, con movilidad reducida en los brazos y la mandíbula destrozada y sin dientes ni lengua, todos daños irreversibles causados por el peso del tronco que les cayó encima.

El único capaz de hacerse cargo de ellos, el viejo Arturo, se dedicó desde entonces a cuidarlos. Odiándolos, sin duda, se aplicó sin embargo a asistirlos igualmente: los cuidó en el Perrando y después los llevó a su casa, donde, que se sepa y como quiere este relato, cualquiera puede ver que los atiende y alimenta con paciencia pero sin amor, porque también los desprecia y maltrata. Es presumible que durante las convalecencias les habla con palabras soeces y ofensivas, que los sacude en las sillas de ruedas en las que ambos están confinados, y que cuando pasa a sus lados rumia maldiciones que ellos devuelven con medias palabras, quejidos agudos, apenas sonidos guturales. Pero ahí los tiene, y a su manera los cuida.

Pasan los años y es evidente que Arturo no sabe qué hacer con ellos. Habitan los tres la misma casa y él ve cómo se miran, amantes aún en la desgracia. Los odia más y más cada día, y los insulta y zarandea, pero a la vez los atiende como un santo, como una madre abnegada. Les da de comer en la boca, les provee las medicinas, les limpia las heces, los lava cada tarde con agua y jabón, coloca sus sillas frente al televisor a todo volumen para silenciar sus quejidos que parecen de pájaros roncos, y cada noche se ocupa de acostarlos en los catres así como cada mañana los alza y recoloca en las sillas rodantes.

Los amantes —los traidores— solamente pueden mirar. Inexpresivos y silentes, a veces babeantes y completos de odio, miran al viejo Arturo como los gatos que cada mañana esperan que los de la casa esparzan las pequeñas croquetas de alimento concentrado. Miran y se miran cuando el viejo los coloca de modo que puedan verse, no directamente frente a frente pero sí como de soslayo, como para que, crueldad sutil, deban hacer esfuerzos extraordinarios para mirarse el uno al otro.

Sin palabras ni gestos, todas las viejas, eternas miradas amorosas, sensuales, parecen caber todavía y no sin angustia en esos cuatro ojos. Arturo los mira mirarse y los detesta con un rencor vivo, militante, como el de un condenado a jamás reponerse de los celos; pero a la vez los cuida, los alimenta, los viste, los ayuda en sus necesidades íntimas, saca sus cuerpos derrengados y débiles y los pone al sol en el invierno, uno junto al otro, casi al alcance de las manos del uno y del otro pero no lo suficiente como para que ella o él estiren los dedos hasta tocarse; así les imposibilita la caricia al amante.

Y así transcurren algunos años más, dígase seis o siete o diez más, hasta que un día el viejo regresa de unos mandados que debió hacer en el pueblo, y, cuando desciende de la camioneta, otra camioneta, descubre en la galería, y como al azar, que ambos están llorando a dúo, desgonzados y casi en silencio, emitiendo apenas sus ruidos animales, intensamente adoloridos, y amándose todavía.

Y no lo soporta. Y entonces, con renovada violencia, los entra y los coloca en la sala, a ella primero y luego a él, uno a cada lado de la mesa y como para que se miren ahora sí el uno frente al otro, y enseguida rocía el ambiente con nafta, y la escalera que lleva a su propio dormitorio, y las cortinas y hasta el porche, y enciende un fósforo y lo lanza mientras sale. La casa se incendia velozmente y el crepitar de las llamas que todo lo queman es el único sonido, porque ni en la desesperación les es dado a los amantes pronunciar palabra o grito alguno.

Arturo se dirige tranquilamente a la camioneta y se instala ante el volante solo cuando está seguro de que las llamas harán el trabajo completo. Pone en marcha el vehículo y se dirige, a la velocidad normal permitida, hacia el puente que cruza el Paraná y lleva a Corrientes. Marcha decidido a enfilar acelerando cuando esté sobre la calzada. Cruzará el puente a la máxima velocidad posible, decidido y calculando que cuando esté en medio del río dará un volantazo y hará volar la camioneta como si cayera desde un acantilado de cincuenta metros o más hasta las aguas turbulentas y ese será el fin de esta historia de mierda, piensa y cierra los ojos llorosos porque no puede más del resentimiento que siente, no puede hablar ni respirar de tanto odio acumulado.

Así entra al puente y acelera. La camioneta trepa hasta lo más alto, pero debe marchar detrás de un enorme camión de YPF cargado de combustible. Arturo vacila unos segundos, sin decidirse a sobrepasar al camión, y se mantiene en la fila, y es en esos segundos cuando piensa que ahí mismo debería dar el volantazo final, pero también son los segundos en que de pronto siente un devastador deseo de llorar copiosamente, una necesidad intensa y desesperada de llorar todo lo que no ha llorado, y entonces grita y putea, siente vergüenza y el peso abrumador de la cobardía, y no quiebra el volante sino que se somete al paso cansino y pesado del camión de combustible, y lo sigue, ominosamente lento, hacia abajo, hacia la costanera correntina en la que no sabe qué hará, ha descubierto que no tiene el coraje de matarse como jamás tuvo coraje para nada, de pronto es como si la dimensión del miedo lo venciera y entonces simplemente llora, pensando en Ana Belén y en Américo carbonizándose en la casa, y en que ahora irá a entregarse al destacamento de policía de ahí abajo, y qué alivio, dice para sí, llorando como un niño, qué mierda de alivio haber matado a esos traidores como se mata a un alacrán que te envenena el alma.

Escrito por Mempo Giardinelli
Ilustrado por Matías Tolsà

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