La intemperie
Ilustración de Matías Tolsà. ORSAI.

Columna de opinión

La intemperie

Si alguien pensaba que el hombre se hace adulto cuando muere el padre, Gonzalo Garcés nos revela la existencia de una epidemia brutal: los adolescentes eternos.

Escrito por Gonzalo Garcés
Ilustrado por Matías Tolsà

Vamos a imaginar a un hombre de unos setenta años. En realidad tiene un poco menos, pero toda su vida le gustó adelantarse y decir que tenía unos años más. Por ejemplo: «A mis treinta años, he descubierto que lo que más me importa es la eficacia». (Cuando tenía veintinueve y era incapaz de entender las instrucciones de uso de una pava eléctrica.) Por ejemplo: «Tengo cuarenta años. No me pidas palabras tiernas. Un hombre que se enamora a los cuarenta años, o nunca ha vivido o es un imbécil». (Cuando tenía treinta y ocho y le decía estas cosas a su novia, temblando mientras las decía, de puro miedo a que ella, esa mañana, cuando se levantara de su cama y saliera a trabajar, se olvidara de él.) Por ejemplo: «A mí se me pasaron ya todos los trenes. Ya nunca voy a hacer nada notable en la vida. ¿Como qué? Como ganar el campeonato mundial de ajedrez. Tengo cincuenta años, hijo mío. Lo único que me queda por esperar son achaques». (Cuando tenía cuarenta y siete y acababa de pagar mil dólares de matrícula para un curso avanzado de ajedrez con el maestro Alexis Castoriadis.) En otras palabras, nuestro hombre es la clase de hombre que ha quedado en encontrarse en una esquina con la muerte y cree que si llega con adelanto después podrá negociar pagarle un taxi en vez de tener que acompañarla a su casa.

Este hombre, a los sesenta y ocho años, tuvo un accidente grave. Un accidente de motos. Porque nuestro hombre, desde los sesenta y cinco, corría carreras de motos. Corría, por supuesto, con hombres mucho más jóvenes que él. Un día le dijo a Laura, su mujer y socia en la agencia inmobiliaria: «Tengo setenta años, Laura. Si no me doy ahora el gusto de comprarme una moto, cuándo». «Pero vos tenés sesenta y cinco, Jonás.» Sin embargo, a los dos días nuestro hombre salió de la concesionaria manejando una (en este punto tendríamos que nombrar la marca de la moto, pero la verdad es que la desconocemos y que googlear nombres de motos para darle realismo a una crónica nos parece de cuarta) y dos días más tarde ya se había caído por primera vez (practicando en el campo de su hermano, se cayó a una zanja) y un mes más tarde ya tenía por lo menos tres costosos trajes antiflama, con vistosas rayas verde flúo y poderosos refuerzos en los codos y las rodillas, adquiridos a muy buen precio por Amazon, y dos o tres cascos. «Cuando me pongo todo esto», explicaba, «nadie podría decir qué edad tengo.» En Facebook hay muchas fotos de nuestro hombre en circuitos de carreras. En San Luis. En Corrientes. Arriba de la moto, en el acto de tomar una curva, casi tocando el piso. Arriba de la moto, con los otros corredores, en la línea de largada. Al lado de la moto, sin casco, comiendo un choripán. En esa foto, la barba blanca y los pelos revueltos y escasos contrastan con el cuerpo de supermán que le confiere el traje con rayas verde flúo.

Con la moto le pasaron cosas entre cómicas y afligentes. Por ejemplo: una vez fue a correr una carrera a La Serena. Se había hecho amigo de un grupo de motoqueros chilenos. Tipos de treinta, treinta y cinco años. Católicos practicantes que dejaban a sus mujeres, todavía jóvenes, en la casa y se iban por el fin de semana a correr en algún circuito alejado de la capital y durante ese respiro o ese recreo se emborrachaban, tomaban cocaína y se iban de putas. Jóvenes dueños de inmobiliarias (como alguna vez lo ha sido nuestro hombre), jóvenes abogados o importadores de ropa hecha en China. Entonces, un día nuestro hombre se hace llevar la moto hasta Santiago y de ahí parte rumbo al norte con estos amigos. «Nunca gano, claro», le gustaba explicarle a su hijo. «En realidad, salgo siempre último. Pero por lo menos corro en el mismo circuito que ellos.» En La Serena alquilan un departamento. A la noche, como era de prever, se organiza una juerga. Ahí nuestro hombre no lleva todas las de ganar. Los tipos jóvenes están con la camisa abierta hasta el ombligo, tomando whisky, bailando rock. «Ya puh Jonás, quítate el saco, hombre.» «Sí puh Jonás, no seai tan formal, suéltate un poco que ya llegan las lolas.» No es posible decir si estas arengas son afectuosas o perversas. Si los jóvenes empresarios son, en algún parking subterráneo de su shopping mental, una manada de lobos que han traído a nuestro hombre para realizar la matanza ritual de un viejo, o si por el contrario ven en él al viejo que serán (que verdaderamente ya son) y alentándolo a demostrar que todavía puede se alientan, en realidad, a sí mismos. Lo cierto es que sobre las diez uno de los motoqueros, al que apodan el Turco, golpea la puerta de su cuarto y lo invita a unirse a la festa. En el living suena música fuerte y hay voces femeninas. Nuestro hombre se niega, alegando que le duele la cabeza. Un rato más tarde, entra de golpe una de las mujeres y con voz de ebria dice que quiere «conocer al famoso Jonás». Nuestro hombre se tapa con la frazada hasta la nariz. A la mañana siguiente, la carrera sale mal. El joven al que apodan el Turco resbala en un charco y se rompe un dedo. Es el dedo corazón, el que sirve para hacer el signo de fuck you, y justamente, con la mano enyesada el Turco parece hacer un perpetuo gesto de fuck you, aunque su ánimo, el ánimo general en realidad, no es de enojo sino de abatimiento. En el viaje de vuelta, el silencio es pesado. Nuestro hombre, pegado a la ventanilla, mira las nubes. No sabemos en qué piensa. Pero sabemos qué siente. Siente sueño. Las nubes tienen la forma de caballos encabritados, de sátiros con los huesos rotos, de cámaras de filmación que explotan en pedazos. Alguien, quizás el que maneja, dice que no hay que desanimarse, que estas cosas pasan. El Turco, que va con el dedo enyesado haciendo fuck you, replica vivamente: «No huevón, ahí te equivocai. Esto que nos pasó nos pasó porque nosotros pecamos, huevón». «¿Cómo que pecamos, huevón?» «Sí huevón», dice el Turco, con el dedo enyesado haciendo fuck you, «nosotros anoche hicimos cosas que son pecado huevón, pecamos contra los santos votos del matrimonio, huevón, pecamos con la droga, pecamos con el trago huevón, con hartas cosas pecamos huevón, y por eso pasó lo que pasó.» El que maneja mira por el retrovisor al Turco con el dedo enyesado haciendo fuck you y exclama: «¿Sabís qué? ¡Tenís razón huevón!». Nuestro hombre escucha, su corazón está mudo.


A propósito de pecar, en el terreno sexual también las acciones de nuestro hombre han sido, por decirlo así, guiadas por una estrella negra. A nuestro hombre lo podemos definir (en cierta forma ya lo hemos definido) como un animal acorralado. A su mujer, a primera vista, se diría que la maltrata. Cuando ella lo llama al celular por un asunto de trabajo, él le ladra: «¡Sos insoportable! ¡Ojalá me muera pronto para no escucharte!». Pero es sabido que hace tiempo quiere jubilarse y que no lo hace porque si cerraran la inmobiliaria, su mujer, que es adicta al trabajo, se enfermaría de pena. Desde hace al menos diez años (cuando tenía sesenta y afirmaba que tenía sesenta y cinco) tiene siempre alguna querida. Son prostitutas a las que les paga el alquiler, las colma de regalos, las lleva de viaje a lugares como Rio o Venecia. Estas relaciones tienden a durar una media de cuatro a seis meses y siguen siempre un mismo patrón. Nuestro hombre las conoce en algún prostíbulo. Les propone un pacto. «A mí me quedan como mucho cuatro años», les dice. «Después, es la muerte o la decrepitud total.» «Y es cierto», le explica a su hijo, cuando le relata su nueva conquista, olvidando que en cinco, seis, siete ocasiones le ha contado lo mismo, cada vez con una mujer distinta, cada una única, cada una definitiva. «En cuatro años puedo convertirte en una mujer nueva», les dice. «Cuando nos separemos, vos sabrás vestirte bien, hablar con elegancia, habrás completado tus estudios. Y yo moriré más feliz.» «Lo que vos no podés concebir», le explica nuestro hombre a su hijo, «es la vulnerabilidad del hombre de mi edad. La vulnerabilidad ante una mujer de veinticinco años. Para tener una chance, yo no puedo dejar que piensen por sí mismas, yo tengo que dominarlas por completo, yo tengo que ser Nabucodonosor.» Al cabo de dos, tres meses, Nabucodonosor se decepciona: Sandra siempre encuentra una excusa para no acostarse con él, Cynthia está viviendo con otro hombre, Wanda se ausenta cada vez más seguido. A Berenice la pescó en el Club Platino subiendo a la pieza de arriba con un cliente. ¡Ella que le había jurado que ya no trabajaba! ¡Y esto apenas semanas después de que él le pagara la operación de las tetas y se quedara cuidándola, como un perro, al pie de la cama! «Sos una mala mujer», le dijo, en la esquina de Bulnes y Santa Fe. Y le reclamó que le devolviera todos los regalos. Pero ella solo accedió a devolverle el brazalete con perlas.

Y entonces, pum: el accidente. Una mañana, temprano, en un circuito de La Plata. Llovizna. Nuestro hombre anda por la tercera vuelta. No resbala. No lo empujan. El accidente es pura estupidez. Llega a la curva y frena. Pero en vez de frenar poco a poco, clava los frenos, nunca sabrá por qué, y sale despedido. Cae varios metros más lejos. De culo. Resultado: una vértebra rota. Dos meses de reposo. Seis meses con faja. El médico le aconseja no fumar para acelerar la recuperación.


Pero ahí está la cosa, que no se ha recuperado. Han pasado trece meses y el dolor de espalda sigue. Y aparecieron otros síntomas. Las piernas le responden mal. Si trata de ponerse en puntas de pie, no puede. Algo pasa también con su esfínter. Es como ser viejo (¡como ser realmente viejo!, piensa nuestro hombre con vértigo), solo que esto no es el trabajo del tiempo, la degradación impersonal de los años, esto lo ha provocado él mismo. Consulta a un médico distinto y este le explica que la vértebra rota ha reducido el canal de la médula y que esto está afectando el funcionamiento de su cuerpo de la cintura para abajo. Nuestro hombre se asusta. Le han dicho que tiene que operarse. Su hijo, de quien está distanciado, se ofrece a acompañarlo en su entrevista con el cirujano. Cuando el hijo llega, nuestro hombre le mira la cabeza y encuentra que ha perdido mucho pelo. Lamenta haber aceptado que lo acompañe. Es un tipo alto, de cuarenta años, con una perpetua cara de descontento. En una clínica muy cara de Buenos Aires, durante una hora, el cirujano explica (dirigiéndose ahora al padre, ahora al hijo) la necesidad de operar. Les muestra las radiografías, les señala el punto en que una astilla de hueso presiona la frágil médula. La operación queda fijada para la segunda semana de octubre.

Salen y caminan por Paraná hasta llegar a la plaza Vicente López. Antes han pasado a buscar a los dos hijos del hijo: sus nietos. Se sientan en un banco mientras los chicos juegan. Después de un silencio, el hijo dice que esto le da pena. «¿Qué cosa te da pena?», pregunta, con mal humor, nuestro hombre. La calvicie incipiente de su hijo le da cada vez más rabia. «Antes te gustaban los chicos», prosigue el hijo, «pero ahora no.» Nuestro hombre, mecánicamente, mira a sus nietos. «Mirálos», dice el hijo. «No les quedan muchos años de ser chicos. Si alguna vez los sacás a pasear, si los llevás a comer un pancho, podrías pasarla bien.» Es una tarde de primavera, tan luminosa que da miedo. Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, mostró cómo, cuando el viejo Karamazov se niega a abandonar la competición por el sexo, el resultado es una lucha a muerte con su hijo Dmitri. El acto paterno por excelencia es, probablemente, un acto de renuncia: el acto de ocultar la propia sexualidad. De sacar, por así decirlo, al sexo de la conversación. Ese acto quizá vuelva posible el amor entre el padre y el hijo. Nuestro hombre nunca ha ocultado, más bien todo lo contrario, su sexualidad, su terror, su hoguera. Sin embargo no se siente, no todavía, dispuesto a luchar a muerte con su hijo. Vivir como un animal acorralado es doloroso. Pero también es seguro. El animal acorralado siente, al menos, que tiene la espalda cubierta. A nuestro hombre, a esta hora, en este banco de plaza, no le faltan ganas de mandar a su hijo al carajo. Pero en vez de eso, algo secreto cede en él y dice: «Puede que tengas razón». Su hijo lo mira con asombro. «Voy a hacer eso. Voy a llevar a los chicos a pasear.» Ahí va, por Las Heras, con un chico de cada mano. A partir de este momento, está a la intemperie.

Escrito por Gonzalo Garcés
Ilustrado por Matías Tolsà

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