Cómo hacer cambiar de opinión a una madre conservadora
Una señora enfrenta a dos policías. EFE.

Crónica narrativa

Audio RevistaOrsai.com Cómo hacer cambiar de opinión a una madre conservadora

Hernán Casciari tiene una madre de derecha y desde hace años la escucha decir pelotudeces en las sobremesas. Pero hace poco, después de una cadena de hechos fortuitos, la señora empezó a ver las cosas de otra manera. Aquí un relato inédito del autor.

Escrito por Hernán Casciari

Una profesora de secundaria de primer año se dio cuenta de que me gustaba leer y me prestaba sus propios libros. Chichita sospechaba, porque esos libros venían subrayados y, según ella, la profesora me quería meter en política. La profesora y su marido, un artista plástico, habían estado afiliados al partido Comunista y eso a Chichita le daba miedo, porque recién empezaban los ’80. 

Esta profesora estaba encariñada conmigo, porque me gustaba mucho leer. Una vez me dijo que, si en un curso de cuarenta chicos, por lo menos uno aprendía a pensar por sí mismo, el trabajo de ella tenía sentido. (Nunca me olvidé esa frase, porque me pareció poco “uno solo”). Después esta profesora me recomendó leer a Cortázar. y después se hizo la boluda cuando supo que yo me robaba los libros de la biblioteca. Y un poco antes de terminar el colegio me presentó a su marido, un pintor de ojos claros que estaba postrado en una silla de ruedas.

La profesora se llamaba Cristina, pero le decíamos “La de Roggero” y el marido se llamaba José Roggero pero le decían “Fifo”. Tenía una barba canosa y una enfermedad que lo iba paralizando. Cuando lo conocí ya había aprendido a pintar con la mano izquierda. Dos años después, ya pintaba con la boca.

En esos dos años nos hicimos amigos y fundamos una revista en Mercedes, que se llamó “La Ventana”. Yo había cumplido 20 años y Fifo tenía 55. La redacción estaba en la casa de los Roggero, y yo me pasaba las tardes ahí, escribiendo para esa revista mensual. Chichita ya no sabía qué hacer para sacarme de esa casa. Pensaba que yo me había convertido en un comunista. Mi vieja creía que ellos me encerraban, que me ataban las manos con cinta y que me lavaban el cerebro. —¡Por qué no volvés a fumar porro en casa, Hernán, que por lo menos sabíamos lo que hacías!

Mi mamá siempre fue de derecha. Pero no esa gente de derecha con argumento. Mi mamá es de esas viejas de derecha por fotosíntesis. De las que se deja llenar la cabeza… primero por el padre, después por el marido, después por TN, y va entrando en un hervor de pelotudez que en general no le hace mal a nadie. Solamente a los que la escuchamos decir pavadas en la sobremesa.

Desde esa ingenuidad que da la falta de pensamiento propio, mi vieja odiaba los libros subrayados, y odiaba que yo hiciera esa revista. Los Roggero eran, según ella, los únicos comunistas del pueblo. Y eso le daba terror: Si vuelven los milicos a vos te van a chupar, por culpa de esa gente, Gordo…

Para peor, la revista había empezado a funcionar a lo bestia. Fifo Roggero se había comprado la primera computadora con PageMaker del pueblo, y diseñaba la revista sin tipografías de metal. Y después tuvimos scanner antes que nadie. Éramos unos adelantados. Él diseñaba con la mano izquierda y yo  escribía la revista, entera, con siete seudónimos distintos.

Yo escribía cuentos usando a los vecinos como personajes, y la gente leía literatura creyendo que era chismes. También hacíamos investigaciones serias y las publicábamos como kamikazes, sin consultar con abogados. Fifo en su silla de ruedas, sin miedo a nada, y yo fumando porro todo el día; no teníamos techo.

La revista se había convertido en el gran revuelo mensual de la ciudad. Nos metíamos con todos. No le hacíamos asco a nadie. De repente, en el pueblo más conservador, un paralítico y un gordito empezaron a burlarse de jueces, de curas, de políticos… La mitad de la gente leía la revista para cagarse de risa y la otra mitad la leía con miedo a aparecer como personaje.

Yo aprendí casi todo lo que sé, en esos dos años. Escribir parodia en un pueblo conservador de finales de los 80 es un ensayo perfecto para cuando venga internet. Yo no sabía que estaba practicando para eso. 

(Hoy, cuando alguien se queja porque lo hostigan en Twitter, yo pienso: “peor es que el gordo Aguirre te tire la camioneta encima porque escribiste sobre él”.)

Usar como personajes a la gente de tu pueblo, viviendo ahí, es peligrosísimo. Nunca sabés de dónde va a venir la piña. Nos mandaron siete cartas documento el primer año, y tres juicios serios el segundo. La casa de los Roggero era nuestro búnker, venían abogados zurdos a ayudarnos a zafar, y siempre zafábamos. Fifo diseñaba, yo escribía como un loco, mi profesora Cristina corregía, y Chichita me pedía por favor que dejara de ser comunista.

Pero yo estaba fascinado por lo que se podía lograr escribiendo. No me había pasado nunca. Que la gente, en el almacén, hablara de un cuento mío, sin saber que yo era el autor. (Y sin saber que eso era un cuento.) O ver a chicos, más pendejos que yo, de catorce o quince años, cagándose de risa en la plaza con la revista en el medio. (Nunca me olvido de una imagen: yo iba en motito y los vi, un grupito de chicos que habían salido de la escuela, había uno leyendo en voz alta para los demás, algo que había escrito yo, ellos se reían fuerte… y me sentí orgulloso.)

En esos dos años confirmé que yo tenía una vocación. Que lo que siempre me había parecido un hobbie (escribir) era mi trabajo. Antes de eso, yo pensaba que mi trabajo tenía que ser horrible, porque Roberto, mi papá, volvía siempre de la gestoría con cara de orto. La felicidad de mi viejo estaba cuando jugaba al tenis, pero ese no era su trabajo.

En esa época entendí que mi hobbie tenía que ser mi trabajo. Y mi vieja entendió que ya no podía hacer nada para salvarme. Que esa gente, los Roggero, me había subrayado los libros en primer año y ahora ya directamente me iban a mandar a Cuba.

Pero mi viejo al revés: Roberto sí entendió. Entendió que su hobbie podía ser su trabajo. Y cuando llegaron los noventa dejó la gestoría y puso las primeras canchas de paddle del pueblo. Alquiló el club Ateneo, se sacó la corbata, se puso para siempre una camisa hawaiana y aprendió a vivir de jugar. Y yo aprendí a vivir de escribir. Y mi hermana aprendió a coger y se fue con el Negro Sánchez. Y mi vieja aprendió a quejarse por las tres cosas.

Los noventa fueron increíbles. Y la revista era lo más esperado del pueblo. Un día mataron a un cura, en Luján. Y en la revista hicimos una investigación. Supimos que el obispo de Mercedes, una de las personas más influyentes del país, porque era confesor de Menem, había mandado a matar al cura de Luján por un tema privado (el curita le había robado un chongo). Ahora sabemos que casi todas las cosas privadas de los curas tienen que ver con sexo, pero a principios de los noventa no se publicaban esas historias.

Y nosotros, por supuesto, la publicamos. Porque éramos un paralítico y un gordito drogón. Y el obispo ni se molestó en hacernos juicio. El Obispo movió dos dedos, sin despeinarse, y nos cerró la revista a la mierda. A Fifo Roggero le sacó todas las máquinas que se había comprado y lo dejó en la lona. Y como yo no tenía nada que pudieran sacarme, le apuntó a mi viejo, a Roberto, y lo echó del club donde había puesto sus canchas de paddle. Porque el predio del club Ateneo es, todavía hoy, de la Curia.

Fue un golpe fuerte. Igual mi viejo nunca me echó la culpa ni se quejó: con el tiempo puso sus canchas de paddle en otro lado. Mi hermana tuvo cuatro hijos con el Negro Sánchez; mi mamá se puso a mirar TN y yo conseguí trabajo en Buenos Aires. Conseguí rápido porque tenía experiencia. Había escrito, durante dos años, más de mil páginas publicadas. Había aprendido a diseñar, a pelear precios de imprenta, a buscar publicidad y, sobre todo, a tener lectores. A conocer gente que leía lo que yo escribía. No amigos ni parientes. ¡Lectores! Personas desconocidas que se reían en una plaza de los chistes que yo hacía. Como esos chicos de catorce o quince años que eran fanáticos de la revista. 

Muchos años después, ya cuando Roberto había muerto y nadie vivía en nuestra casa, supe que uno de los chicos aquellos de la plaza, uno de catorce al que le decían Juani, ahora tenía treinta y pico y quería ser el nuevo intendente del pueblo. Y en 2015 ganó. Y desde hace cuatro años ese chico Juani es el intendente más joven que tuvo mi ciudad. Y el primero que me cae bien, de todos los que conocí. Y a mí me da orgullo que él haya leído, cuando crecía, la revista que hacíamos en la casa de los Roggero. 

Del mismo modo que el otro día me dio orgullo una cosa que me dijo mi mamá. Estábamos en Mercedes, comiendo en casa de ella, y un poco para chicanearla, porque es muy facha, le dije: “Che, mamá, está linda la ciudad con Juani. Entramos por la 40, todo arbolado, todo asfaltado… y está precioso.” Y me quedé callado esperando su catarata de boludeces. Pero ella me dijo: “Yo lo voy a votar a Juani, es la primera vez que este pueblo no parece un cementerio”.

Y yo casi más me caigo de culo. Mi vieja votando lo correcto es una cosa que no había visto nunca en la vida. Nunca. Siempre, desde que soy chiquito, mi vieja votó garcha. Entonces, inmediatamente, se me representó el efecto dominó entero. Juani de grande haciendo las cosas bien, Juani de chico leyendo la revista de Fifo Roggero, yo, más chico todavía, escuchando a la de Roggero en las aulas de la Escuela Normal, apasionada con la educación de los chicos, diciéndome: “Mirá, Hernán, si en un curso entero, por lo menos uno me aprende a pensar por sí mismo, yo ya estoy hecha”.

Me encantaría decirle hoy, a la de Roggero, que en las elecciones de octubre mi vieja lo va a votar a Juani. Que su largo y complicadísimo plan, tuvo sentido.

Escrito por Hernán Casciari