Relato de ficción
Bulbjerg
En la Orsai número 13 nos dedicamos a buscar literatura femenina en Dinamarca. Encontramos tres grandes autoras. Naja Marie Aidt escribe un cuento inédito sobre la infidelidad.
De repente nos encontramos en un paisaje sorprendente: bancos de arena blancos, luminosos, por todos lados, árboles pequeños azotados por el viento que se retorcían bajo el gran cielo abierto. Resoplamos con alegría, como si saliéramos a la superficie para tomar aire después de estar demasiado tiempo bajo el agua. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor, parpadeamos después de haber mantenido la mirada fija en la carretera terriza y en la oscuridad de las plantas durante largo rato. Incluso el olor era distinto, salado y fresco, el mar debería de estar muy cerca ahora. Pero hacía mucho tiempo que habíamos perdido la orientación. Estábamos yendo en círculos. Hacía calor. Teníamos a un chico de seis años y un teckel con nosotros. Las bicicletas estaban viejas y oxidadas, el riesgo de pinchazo era inminente. Nos quedamos totalmente quietos escuchando. El viento pasaba por las hojas con un susurro débil, los pájaros cantaban, uno gritó, ronco y desesperado, como si fuese por su vida. Sebastián me miró ansioso.
—Es solo un águila ratera. No hay nada que temer.
—Ven para aquí, Seba. ¿No quieres una galleta?
Llamaste al chico con una suavidad exagerada y me vi tirando la cabeza para atrás con movimientos grandes y temerosos, para ver de dónde veníamos. Ahí estaba el bosque, tan negro y quieto como un lago profundo. Al frente había un camino que atravesaba una, al parecer, pequeña arboleda de abedules y después otra vez el bosque de coníferas cerrado, musgo, cardo y troncos volcados, casi negros y con las ramas quebradas erizándose como espinas.
—Tengo las piernas cansadas —se quejó Sebastián. Luego empezó a llorar; sus manos sucias le taparon la cara, los hombros temblaron.
Lo sentaste sobre tus rodillas.
Ahora estaban en el pasto y lo acunabas de un lado a otro mientras lloraba. Me miraste con grandes ojos preocupados. Te devolví la mirada.
—¿Qué? —dije.
—Nada —contestaste y pasaste la mano por la cabeza del chico—. Va a oscurecer en cuatro o cinco horas.
—¿Y qué? ¿Qué quieres que haga?
Suspiraste.
Me acosté con los brazos debajo de la cabeza.
Sebastián cumple siete en catorce días. Va a empezar primer grado en agosto. Se parece en cierto modo a sí mismo, a cuando era bebé. La misma cara un poco preocupada, el leve fruncimiento entre las cejas. Parece que va a tener sobremordida. Entonces tendremos que pasar por todo eso de los dentistas y los aparatos. Abro los ojos, estás de pie mirándome, rencorosa, desde arriba. Quizá hayas estado así varios minutos.
—¿No deberíamos seguir? —dices.
Me incorporo y siento lo cansado que estoy. Con los brazos flojos y un sentimiento de debilidad aplastante en todo el cuerpo. La botella de agua está vacía. El perro boquea con la lengua afuera. Lo colocas en la caja de cartón del portaequipaje. Sebastián levanta decidido su bicicleta y se nos adelanta. Su timbre suena cada vez que hay un agujero en la carretera y el banderín, que tanto lo enorgulleció cuando lo coloqué en el guardabarros trasero, ahora se ve barato y miserable. Seguimos en silencio. Cada vez que llegamos a una encrucijada me miras inquisitiva, pero yo no soy quien conoce el área, y entonces dices algo así como:
—Bueno, creo que aquí tenemos que doblar a la derecha. Me parece que me acuerdo de esta pila de leña.
Entonces doblamos a la derecha sin una palabra, hasta que Sebastián se tira al suelo y se pone a llorar y a gritar. Está totalmente histérico. Intenta pegarnos cada vez que nos acercamos. Tú intentas con lo dulce, yo con lo amargo. Al final lo sacudo fuerte mientras grito que se calme ya y, si no, lo dejamos y entonces puede gritar todo lo que quiera, hasta que el águila ratera venga y lo agarre. En seguida me arrepiento y lo pongo en el suelo. Berrea y se abraza a mis piernas. Estás sentada de espaldas encima de un tocón. Me doy cuenta de que un grupo de hormigas está subiendo por la nuca de Sebastián, se acercan amenazadoramente a su boca.
—¿Qué diablos estás haciendo, chico? —grito.
Chilla fuerte y se tira para atrás. Escupe y babea y se pega en la cara. Tengo que quitarle toda la ropa para lograr sacarle las hormigas. Patalea y patea. Lo picaron en varias partes. Los mocos caen de la nariz. Levanto al chico desnudo y estoy de pie un poco así. Ahora solo solloza y apoya su cara contra mi pecho.
—Si no estamos yendo en círculos, llegaremos a Bulbjerg en algún momento, por el amor de dios. Puta madre, es imposible ir en círculos aquí —digo—. Es imposible en este bosquecito de mierda —bufo—. ¡Anne! —grito.
Por fin te has puesto de pie con una cara gris y rayada. Te refriegas los ojos como un niño.
—Conozco al que tiene el restaurante —dices luego.
—¿Qué restaurante? —pregunto enojado.
—El restaurante de Bulbjerg —suspiras.
Sebastián respira tan cerca de mi oreja que me da unas cosquillas terribles; dejo que se deslice al suelo. Pone sus brazos alrededor de mis caderas.
—Seba se sienta detrás de mí —digo en voz alta y furioso.
Me libero del niño y arrojo la bicicletita amarilla a la maleza. Pienso que ahora está ahí y parece una pista en la solución de un crimen horrible. Algún día alguien da con ella. Se encuentran mis huellas dactilares en el tubo horizontal y las de Sebastián en el manubrio. Tal vez también las tuyas. Se cree quizá que somos nosotros quienes matamos al chico.
—Buscamos tu bicicleta otro día —aseguro a Sebastián.
Está sentado con los brazos alrededor de mi cuerpo, encorvado, todavía desnudo, sus piernas se bambolean y temo que llegue a poner un pie en la rueda, me molesta como un mosquito que se ha posado en algún lugar en la oscuridad, cuando uno está acostado y quiere dormir, molesta.
Andamos en bicicleta más o menos una hora, hace un calor terrible, diría que son casi las seis, pero ninguno de los dos llevamos un reloj. Nos fuimos de casa a las nueve esta mañana. Tendrían que haber sido alrededor de quince kilómetros de la casa de campo a Bulbjerg. Habíamos acordado ver el hermoso paisaje del período glacial ahí. También quería mostrarle a Sebastián el búnker alemán. Tendríamos que haber tenido una buena charla acerca del tiempo de la ocupación.
Cuando me desperté esta mañana, me estabas mirando. Estábamos acostados los dos, cara a cara, y me estabas observando. Estabas sonriendo. La luz caía sesgada y dura sobre el edredón blanco desde la ventana del techo. Me sentía espiado. En eso apareció Sebastián en la puerta. Dijo que el perro había hecho pis encima de la alfombra de la sala. Al poco rato podía oírlos riéndose y charlando en la cocina. Solíamos hacerlo en esta alfombra. Estuvimos aquí en el otoño, hacía frío, prendimos la salamandra por la noche. Le quité la ropa despacio, y se la veía hermosa en la alfombra persa roja contra la luz cálida de las llamas. Abrió las piernas. Me miró con una mirada oscura, casi afligida. Tu hermana tiene una concha más apretada que la tuya. Vaya uno a saber si se nace con eso o si solo es así porque es tan joven. Tine es nada más que tu media hermana. Sebastián es adoptado.
—Puta madre, no hay nadie en esta familia que sea familia en serio —suele gritar tu padrastro en Navidad y en Pascuas, cuando se levanta para brindar—. ¡Hijos de puta! —grita más tarde y se cae al suelo en su borrachera, y tus primos lo tienen que llevar para afuera.
Ahora suele ser en nuestra alfombra en casa donde le hago el amor. Donde me hace el amor. Cuando sales y Tine vigila a Sebastián. Cuando él duerme. Me gusta mirarla cuando está acostada ahí, al mismo tiempo vulnerable y expuesta, en el piso frío y todavía protegida por la suave lanilla de la alfombra. Tiene un poquito de frío. Chupa bien. Su paladar es caliente y duro, y se concentra, hace de eso una pequeña hazaña. La extraño. Extraño su lengua, su pelo castaño, su cuello caliente, su perfil cuando se queda detenida pensando con la mano bajo la mejilla, sin saber que estoy en la penumbra mirándola. Estoy caliente y desesperado. Hasta aquí hemos llegado. Había creído que podía soportar unas vacaciones sin problemas, después de todo tenemos un hijo juntos.
Estamos yendo cuesta abajo a buena velocidad y no me acuerdo del todo cómo pasa, pero se te mete un palo en la rueda y doy directamente con tu rueda trasera, las bicicletas vuelcan, y chico y perro salen volando a un lado; los dos terminan en el borde del camino, Sebastián se golpea la cabeza contra una piedra grande, y el sonido cuando da contra esta puta piedra hace que me arda la piel de todo el cuerpo, tengo la garganta seca; creo que está muerto. Ya estás encima de él, lo llamas y gimoteas, te aparto con mucha fuerza, boqueas y te caes hacia atrás, lejos. Sebastián está inconsciente. Está pálido como la muerte, y en la caída los nuevos dientes incisivos finamente formados le han abierto el labio inferior que ahora sangra.
—Seba —susurro. Mi voz llama de lejos, extrañamente retumbante—. ¿Me puedes escuchar, Sebastián? Es papá.
Has gateado a la espesura. Me miras con ojos verdes muy claros mientras tienes al perro del collar. Enseña los colmillos y gruñe y, por alguna u otra razón, ha empezado a ladrar fuerte.
—¡Por dios, no está muerto! ¡Anne!
Es como si el hecho de que mencione tu nombre te hace actuar. Atas al perro a un árbol. Levantas a Sebastián y empiezas a titubear por el camino con el niño grande y flojo encima del hombro. No sé por qué, pero no te lo saco aunque estás por caerte bajo su peso. Solo camino detrás de ti y mantengo estos aproximadamente cinco metros entre nosotros, mientras el ladrido del perro se convierte en gimoteos y aullidos lastimosos, cuando comprende que está siendo abandonado.
Me acuerdo muy bien de la primera vez que escuché a Anne decir su nombre. Casi como un susurro, mientras miraba para abajo. Se sonrojó y sonrió, tímida. Y entonces hizo algo del todo inesperado: de repente y con gran convicción, se inclinó y me dio un beso fuerte y largo. Realmente me impresionó. Me conmoví tanto. Pensaba que era tan agradable. Dejé que mi mano pasara por su pelo, tiré de él muy despacio y su cabeza se forzó un poquito para atrás. Cerró los ojos y sonrió de forma amplia, casi vulgar.
—¿Anne? —susurré. El olor de su piel era muy persistente, casi ácido.
Cinco años después éramos convocados a nuestra primera reunión acerca de la adopción.
—Me llamo Anne —dijo alto y claro, y puso las dos manos en el respaldo de la silla, antes de sentarse en esa oficina pequeña y mal ventilada. Nadie le había preguntado por su nombre, el comentario parecía raro y solemne. Como si su nombre fuera decisivo para ver si era apta para ser madre o no.
—No hay garantía de que reciban un bebé lindo. Tienen que imaginarse que reciben uno de tres años con labio leporino y graves daños mentales. Si están listos para eso, están listos para adoptar —dijo el trabajador social.
Anne contestó inmediatamente que estaba lista para eso.
Mucho más tarde, cuando buscamos a Sebastián y estábamos sentados cada uno a su lado en la cama matrimonial del hotel en Hanói, con él entre nosotros y él seguía y seguía vomitando, de la nada dijo:
—Se va a llamar Sebastián, y no cedo.
Sus nombres están como dos leznas en mi carótida: si uno las saca, me desangraré de inmediato.
Cargada con Sebastián, te arrastras unos quinientos metros y puedo oír claramente que estás sin aliento. No dices nada. El follaje que está sobre nosotros es denso, está nublado ahora, oscuro y húmedo aquí donde caminamos, huelo resina y moho y pasto mojado. De repente dejas el camino y entras en el bosque. Titubeas unos pocos metros y estás a punto de tropezar con una gruesa rama nudosa, bajas en cuclillas y acuestas con cuidado al chico bajo un árbol. Sebastián está blanco como la cal en el musgo verde oscuro. Sacudes una mosca de su cara. Me inclino hondo encima del niño y siento su aliento debilitado como pequeños soplos de aire caliente en mi cara. Me pongo de pie y te tomo los hombros con las dos manos.
—Pero míralo —digo—, volverá en sí. Ahora vamos. Vayámonos, Anne, y antes de lo que imaginas estaremos en Bulbjerg, y entonces habrá alguien que tenga un auto para que podamos llevarlo al hospital, por el amor de dios.
Levanto a Sebastián y lo coloco como un fardo en mi espalda.
—Ven —digo. Me sigues, complaciente. Caminas inclinada a mi lado, fatigada supongo, pero no lloras. Cuando te lo digo, hemos salido del bosque y estoy seguro de que solo tenemos que atravesar otra cerca de escaramujo y pasar por una elevación, entonces vamos a poder ver Bulbjerg y todo el paisaje fascinante que rodea el acantilado. La gaviota tridáctila se procrea aquí afuera, pero también habrá fulmares boreales. Qué nombre raro para un ave marina así.
—Te estoy engañando —digo. Giras la cabeza y me miras asombrada.
—Tengo una amante —digo. Frunces las cejas, sin comprender.
—Me acuesto con tu hermana. ¿Lo entiendes? —Aceleras el paso—. Le estoy dando a Tine, me la chupa como si le pagara, no puedo tener lo suficiente, la tomo en la alfombra en casa, la tomo en la mesada, en el baño, por atrás, por el trasero, en nuestra cama… Siento mi respiración, fuerte y jadeante. Se detiene.
—¿En nuestra cama? —dice—. ¿Por el trasero? —dice.
Me doy vuelta y la miro. Ha llevado sus manos al cuello, se bambolea un poco de un lado a otro. Me mira un largo rato y veo que sus narinas vibran. Sacude la cabeza. Miedo y una pureza casi divina se reflejan en sus ojos bien abiertos.
—Eres un enfermo —susurra luego.
Pero su voz se vuelve rápidamente alta y estridente:
—¡Estás completamente loco! —grita y me apunta con el dedo, corre hacia atrás todavía enfrentándome y me apunta con un dedo rígido—. ¡Hijo de puta! —grita, con más odio del que me he podido imaginar, está fea y descompuesta, sus movimientos son mecánicos, torpes.
—¡Asqueroso hijo de puta! —grita, es lo único que sale por su boca—, hijo de puta, asqueroso hijo de mil putas.
Y se da vuelta y solo corre, acelera como el demonio y por fin llego a lo alto y veo Bulbjerg erguirse adelante. Mi mirada sigue primero el litoral suave, luego miro el mar que se extiende, muy abajo, el grande e indómito mar del Norte que hoy está verde grisáceo y casi completamente quieto. Cierro los ojos y los abro de vuelta. Hay más viento aquí afuera. Tengo ganas de acostarme y ceder a la luz blanca, cerrar los ojos, solo sentir el viento en el pasto, estos sonidos susurrantes que el viento de verano produce en el pasto, y los abejorros, y los saltamontes, muy, muy de cerca.
Sebastián solloza. Lo bajo a mis brazos y lo estrecho contra mí. El chichón en su frente es grande y azul rojizo, y una brecha profunda lo corta por el medio. La carne abierta le supura. Levanta la mano y toca con cuidado la sangre coagulada en su labio. Su lengua pasa por la herida, frunce las cejas, gime y llama a su mamá.
—Mamá se adelantó. Necesitamos buscar un auto para que podamos ir al hospital. Te caíste, Sebastián. Los médicos solamente tienen que mirar tu cabeza. ¿Te sientes mareado?
Asiente tímido con la cabeza. Lo llevo como se lleva a un niño muy pequeño. Sus ojos se cierran mientras camino. Intento mantenerlo despierto. Me acuerdo de que no hay que dormirse cuando uno se ha golpeado la cabeza. Recuento pequeñas historias de su vida, le pregunto si se acuerda de la vez que jugamos al fútbol con los chicos grandes en la cancha del parque y le regalaron una gorra.
—Y cuando fuimos a Tivoli, con mamá y abuela y tía Tine, y te comiste tres algodones azucarados, y pudimos ver la torre del ayuntamiento cuando fuimos a la montaña rusa y accidentalmente te hiciste pis en los pantalones.
Hablo fuerte y trato de reírme de vez en cuando, casi para asustarlo, quiero mantenerlo despierto a toda costa. Corro despacio. Ahora puedo ver a Anne lejos, adelante, bajando por la colina grande. Camina encorvada y tambaleante en el medio de la carretera. Los muchos pastos distintos ondean por el viento en todos lados, es realmente hermoso aquí. El mar destella muy abajo, el cielo es grande y abierto. Es bueno haber salido del bosque, me siento ligero y a mis anchas, aquí se puede respirar. Me pongo a cantarle a Sebastián. Canto y empiezo a andar cuesta abajo por la carretera asfaltada, todavía grasienta y blanda por el sol. Tengo muchísimas ganas de correr a toda velocidad; no es solo tentador, sino obvio ir corriendo cuesta abajo por una colina así, gritando, exaltado, pero no lo hago. Camino y camino, pronto de vuelta tierra adentro con rumbo a la carretera principal, con Bulbjerg y el mar en la espalda.
Sebastián parece estar mejor y más despierto poco a poco. Lo pongo sobre mis hombros para que pueda mirar el paisaje. Cuando otra vez busco a Anne con la mirada, no está. Poco después puedo ver claramente el poste indicador. Imagínate, tener un restaurante en un lugar tan desolado, y que encima pueda ser negocio.
Sebastián ve una mariposa y agita los brazos. Pregunta cuánto tiempo puede vivir una mariposa. El sol penetra la capa de nubes por un momento y siento pasar por mi cuerpo un calor efímero. Mi hijo está sano y salvo. Tengo la sensación de que las cosas fácilmente pueden volverse sencillas y claras. Pero cuando entramos al corral del restaurante, inmediatamente veo a Anne. Está sentada en un banco junto a un hombre. El hombre la rodea con el brazo y ella esconde la cara en su pecho; parece que está llorando. Me detengo.
—Mamá —dice Sebastián. Ella levanta la cabeza temblorosa y nos mira un instante. Entonces se quiebra otra vez contra el cuerpo del hombre. Tiene pelo oscuro enrulado, y está muy bronceado.
—Anne no se siente bien —dice. Habla con el dialecto local, fuerte y astuto, el que Anne y Tine dejaron hace mucho tiempo.
—Escúchame, mi hijo se golpeó la cabeza y necesito una ambulancia ahora.
El hombre sacude la cabeza, resignado.
—Un teléfono —digo. Se levanta despacio del banco.
—¿Qué clase de hombre eres? —pregunta. Despacio, despacio se mueve hacia mí.
—Te lo voy a decir, soy el hombre de Anne, y tengo que usar tu teléfono.
Voy hacia la barra del restaurante. Un olor fuerte de aceite quemado me pega en la cara.
—Tener a una mierda como hombre…
—lo escucho murmurar. Me estiro por encima de la barra y llego a agarrar un teléfono celular. Pero se me habrá acercado silenciosamente porque cuando quiero marcar el número me arranca el teléfono de la mano. Está a dos dedos de mí, entrecierra los ojos y muestra los dientes levemente.
—Te tendrían que moler bien a palos —gruñe.
Sebastián me tira del pelo.
—Llama y listo —digo, cansado.
Anne pega un bramido inmotivado. Estiro el brazo hacia el teléfono e intento arrebatarlo de su mano. Lo suelta, el teléfono va a parar al suelo y él pone una mano grande en mi hombro.
—Dame al chico y lárgate de aquí.
Pierdo el equilibrio y estoy por dejar caer a Sebastián. Debe de haberme empujado fuerte.
—¿Papá? —dice Sebastián.
Su voz es débil y condescendiente, tiene miedo. Me doy media vuelta y miro a Anne.
—¿Quién es ese hombre? —le pregunto. Me mira adusta.
—Es Sebastián —dice, y siento que el chico, que todavía está sentado sobre mis hombros, se sobresalta—. Haz como te dice. Lárgate de aquí.
Sebastián me toma la cabeza con sus manos, siento su aliento muy dentro del conducto auditivo, ardiente.
—Quiero ir a casa —susurra.
—Ven, Seba —dice Anne y se levanta—. Ven —se acerca con el brazo extendido—. Ven, y Sebastián te dará un helado, es por él que llevas tu nombre.
Su cara se contorsiona en una mueca absurda.
Él parecía más que nada un mono, parado ahí con su torso ancho y los brazos peludos. Dio un paso hacia delante y de repente me apuntó, amenazante, con un dedo corto y gordo. Retrocedí y entonces empecé a correr. No nos seguía. Cuando al poco rato me di vuelta, me parecía que estaba en el medio de la carretera y besaba a Anne profundamente, mientras le tiraba del pelo. Me parecía también que la escuché bramar casi como una vaca, quizá fuese él, no estoy seguro. Llegamos a la carretera principal. Sebastián estaba callado y tieso. Yo tampoco decía nada. Los pechos blancos de Tine y los pequeños pezones oscuros. El dedo gordo que apunta precisamente al lugar blando entre mis ojos. Estaba sudando mucho y me sobrecogí cuando escuché mi respiración pesada.
Casi estaba oscuro antes de que un auto nos recogiera. Sebastián estaba prácticamente a salvo. El medico lo chequeó y la enfermera intentó hacerlo reír. No dijo ni una palabra. Cerraron sus heridas con pegamento y nos mandaron a casa. Estabas sentada en la oscuridad junto a la ventana cuando a altas horas de la noche volvimos a la casa de campo. Ni siquiera habías ido a buscar al perro.