Sugerencias para futuros lectores

Libros y literatura

Sugerencias para futuros lectores

¿Qué leerle a los hijos? Y también, ¿qué escribirles? Natalia Méndez sabe muchísimo de literatura infantil, y a esas dos preguntas nos devolvió un ensayo literario alucinante.

Escrito por Natalia Méndez
Ilustrado por Tatiana Córdoba

No obstante, y al mismo tiempo, la infancia es lo otro: lo que, siempre más allá de cualquier intento de captura, inquieta la seguridad de nuestros saberes, cuestiona el poder de nuestras prácticas y abre un vacío en el que se abisma el edificio bien construido de nuestras instituciones de acogida. Pensar la infancia como algo otro es, justamente, pensar esa inquietud, ese cuestionamiento y ese vacío. Es insistir una vez más: los niños, esos seres extraños de los que nada se sabe, esos seres salvajes que no entienden nuestra lengua.

(Jorge Larrosa, «El enigma de la infancia» en Pedagogía profana.)

Ya se citó bastante la frase de Michel Tournier que dice que la literatura infantil es aquella literatura que todo el mundo puede leer, incluso los niños. Sin embargo, a la hora de elegir qué leer con los chicos o qué darles para leer, muchos adultos se olvidan que tienen que estar incluidos y piensan en la educación, en la enseñanza, y en nada más. Tal vez la tentación de hacer esto la da la altura, o los años que uno lleva.

La primera pregunta entonces no es ¿qué tienen que leer los chicos? sino ¿por qué queremos que lean? Y la respuesta no debería ser muy distinta a la de ¿para qué leemos los adultos?

Quizás la literatura es el momento en el que el truco está delante de nuestros ojos y nos maravilla, nos asombra, nos conmueve y nos convence de que existe la magia.

Sí, muchas veces leemos para informarnos, y no está nada mal, pero muchas otras veces no leemos solo por eso. Si aceptamos esta premisa, podemos pasar a la cuestión de cómo elegir los libros para los chicos, pensando desde nuestro lugar de lectores, pensando en lo literario, antes que en lo infantil.

Quizás la literatura es el momento en el que el truco está delante de nuestros ojos y nos maravilla, nos asombra, nos conmueve y nos convence de que existe la magia. Pero en el fondo sabemos que hay un truco, y queremos descubrirlo. Se puede mirar fijo una y otra vez y a veces uno se da cuenta dónde estaba la moneda y a veces simplemente tenemos que creer que apareció en el aire. Como dice el gran René Lavand: «No se puede hacer más lento. O quizás sí. Quizás sí se puede hacer más lento». Y por más de cerca que miremos la lentitud de sus cartas, no hay manera de entender qué pasa; la magia de las rojas y las negras que se mezclan y se agrupan solas nos sorprende siempre.

El desafío para elegir libros es tratar de descubrir el truco, de explorar los recursos, mirar lo mismo pero con más detenimiento, como cuando uno pasea siguiendo un mapa. Y al final nos pasa igual que viendo al mago: sabemos que hubo un truco, que no hay magia, o al menos no en el sentido literal. Podemos sospechar algo y sin embargo, desde donde estamos, no podemos entender bien qué pasó y nos quedamos con el disfrute de la destreza del que sabe. Y mejor así.

Tengo —lo confieso— uno de los mejores trabajos del mundo: me pagan básicamente por leer libros infantiles y juveniles. Sin embargo debo aclarar que no tengo fórmulas acerca de lo que les gusta leer a los chicos hoy. Puedo encontrar datos de mercado, tendencias, comportamientos del consumidor, por supuesto. Pero a la hora de elegir qué dar de leer, qué leer, prefiero conectarme con la literatura a secas, con esa magia de ciertas palabras en ciertas combinaciones, en ciertas tramas, en ciertos tonos. Es grande la tentación de hacer listas y cánones y must y don’ts, y es casi inevitable cuando uno entra al terreno que más conoce, pero este es solo uno de los recorridos posibles. No intento encontrar verdades absolutas. Pensar objetivamente es imposible porque la literatura implica una puerta a la subjetividad. Los recortes, las preferencias, las casualidades entran en juego y está bien, vamos a dejarlos entrar.

Entonces, al menos por respeto al prestidigitador de Tandil y su genial mano izquierda, empecemos por descartar de nuestro programa a los magos torpes. Y no a los torpes con encanto, sino a los magos que repiten fórmulas sin gracia, que están de relleno en los espectáculos, en las fiestas de fin de año de las empresas. A todos nos tocó verlos alguna vez pero los olvidamos pronto, a menos que sean los únicos que vimos en la vida. Y ese es el peligro de que existan: que uno se quede con la idea de que eso es un mago. O que aquello es un libro para chicos. Va una lista de trucos sin gracia que no ayudan a construir lectores.

Uno

Basta de tortugos Hugos y tortugas Letejitas

No es necesaria la obviedad en los nombres de los personajes. Por supuesto que un nombre divertido o con onda puede ser más y mejor recordado que uno que no, pero hay diferencia entre un nombre con gracia y uno tontón, entre Casiperro del Hambre (de Graciela Montes) y el perrito Rabito.

Dos

Es mejor pensar en tramas que en temas

«Vicenta ordena su cuarto» y «Javier presta los juguetes» pueden ser títulos de libros de autoayuda para niños, incluso buenos libros de autoayuda, útiles, pero no literatura. Si la finalidad de la obra es un mensaje moral o de buenas costumbres, como bien decía Roberto, el hermano de la protagonista de Dailan Kifki: «Estamos fritos». De todas formas, los asuntos y ambientes cotidianos pueden servir para una buena historia, aunque no es condición indispensable. A veces parece haber un pensamiento mágico acerca de los libros y su capacidad de influir en el comportamiento del lector. Si los textos funcionaran de esa forma, ya le voy a vender al gobierno mi próxima novela «El hombre que sacaba la basura entre las diecinueve y las veinte y era feliz».

Tres

Cuidado con los diminutivos

«El pececito y la sillita de oro» no son necesarios (además de que los peces no se sientan). Si bien los niños son pequeños y en general se sienten fascinados por los objetos en miniatura (como muchos adultos), eso no quiere decir que la única forma de comunicarse con ellos sea achicando todo a su tamaño. Quizás se lo podemos perdonar a una tía abuela que hay que visitar una vez por año, pero no a un libro. Y, entre nosotros, dudo que los chicos se lo perdonen a la tía abuela. Algunos buenos adjetivos bien usados pueden aportar mucho más que los diminutivos.

Cuatro

No abusar de los adjetivos

El «pícaro y sonriente conejito que saltaba por la verde pradera en busca de una zanahoria jugosa» me da ganas de meter al conejito en un estofado. El problema no es que nadie habla así —la literatura no necesariamente tiene que parecerse al habla— sino que ninguno de estos adjetivos aporta demasiado. ¿El conejito es pícaro y está contento?, mejor contar su travesura directamente. ¿Verde pradera?, es lo habitual, más bien sería necesario adjetivar si por algún motivo los pastos son de otro color, o si está llena de flores. ¿Zanahoria jugosa?, solo en los avisos de multijugueras. Ya lo dijo Mark Twain: «Con los adjetivos, en caso de duda, tacha».

Cinco

Cuidado con los finales mágicos y traídos de los pelos

Que los cuentos maravillosos tengan finales en donde por arte de magia toda la situación se acomoda y los buenos terminan felices y contentos y los malos castigados o convertidos en buenos no es una regla para todos los demás cuentos. De todas formas, es muy común leer cosas como «entonces Juan se dio cuenta de que si no prestaba sus juguetes se quedaba solo y sin amiguitos, y desde ese día se convirtió en un nene muy generoso». La intención de un texto que termina así es la de resaltar un valor, como está de moda ahora, pero no la de contar una historia. La generosidad puede ser algo deseable, por supuesto, pero me remito al punto 2 y a una cita de Alfred Hitchcock: «Los mensajes los dejo para el correo». Si, en cambio, la intención fuera narrativa, alcanzaba con que Juan prestara sus juguetes esa vez, o que Juan negociara algo, o sí, quizá es verdad que Juan comprendió una verdad profunda para el resto de su vida, pero hay muchas otras formas de decir eso sin sonar a moraleja.

Seis

No hay porqué usar frases remanidas, estereotipos o clisés

La amistad es un divino tesoro, pero no hace falta expresarlo literalmente. Los estereotipos y clisés muchas veces vienen bien para empezar por una base conocida, pero quedarnos ahí es un riesgo. La estadística puede señalar que la mayoría de las madres son amas de casa o que las familias se conforman con papá, mamá y dos hijos, pero a la hora de contar una historia, mejor elegir casos particulares: mamá puede ser ama de casa, pero también puede encantarle arreglar el motor del auto, por ejemplo. O los vecinos de la otra cuadra, que viven con un tío que no habla y todos pero todos los domingos va al zoológico.

Siete

El edulcorante no conmueve

Al parecer, los chicos son gente sensible también. Si uno intenta apelar a sus emociones, más vale tratarlos con respeto. Es posible que para un niño sea un drama haber perdido su muñeco preferido y nosotros como adultos ya hayamos superado esa pérdida, pero si no nos lo vamos a tomar en serio, mejor hablemos de otra cosa. Es más bien una cuestión de escalas.

Ocho

Las imágenes también se leen

Si tenemos en cuenta que gran parte de la narrativa para chicos también se hace y/o con imágenes, es necesario tocar un par de cuestiones, aunque sea apenas señalar la punta del iceberg en este tema. En primer lugar, como con las palabras, se aprende a leer imágenes, y no todos leemos lo mismo.


Después de tantos remilgos, es hora de pasar a lo bueno. Vamos a ver a los magos de verdad. Esos que deslumbran, que hacen magia casi como quien no quiere la cosa, magos sutiles. Las cartas, las monedas y las palomas están siempre de su lado y les obedecen. Y las palabras también. Al estilo de David Lodge en El arte de la ficción, seleccioné una serie de fragmentos para resaltar algunos recursos, algunos usos particulares del lenguaje y de la construcción de la ficción, solo que mi selección está hecha dentro del terreno salvaje y poco explorado de la literatura infantil y juvenil. Los ítems y las citas son arbitrarios, no está de más aclararlo. Podría seguir construyendo esta lista con muchas otras lecturas y muchos otros autores. Tomémoslo apenas como un precalentamiento para la exploración de la biblioteca, de la librería, para cuando haya que contratar a un mago.

Comienzos

En los cuentos de hadas, las brujas llevan siempre unos sombreros negros ridículos y capas negras y van montadas en el palo de una escoba. Pero este no es un cuento de hadas. Este trata de brujas de verdad. Lo más importante que debes saber sobre las brujas de verdad es lo siguiente. Escucha con mucho cuidado. No olvides nunca lo que viene a continuación. Las brujas de verdad visten ropa normal y tienen un aspecto muy parecido al de las mujeres normales. Viven en casas normales y hacen trabajos normales. Por eso son tan difíciles de atrapar. Una bruja de verdad odia a los niños con un odio candente e hirviente, más hirviente y candente que ningún odio que te puedas imaginar.

(Roald Dahl, Las brujas.)

El comienzo es la puerta de entrada a un mundo nuevo. En este ejemplo, Dahl da vuelta el «Había una vez» y con ese guiño, su ficción se construye sobre la realidad, en lugar de en el conocido mundo de los cuentos maravillosos. Si a las brujas de los cuentos ya no les tenemos miedo, ajá, veamos a éstas…

Personajes

La idea de ponerme el apodo de Bonsai se les ocurrió a un par de chistosos de mi curso, porque soy pequeño. Muy muy pequeño. Más pequeño que la niña más bajita de mi clase, Anneliese. Se supone que voy a crecer, diagnosticaron tres respetables doctores en medicina a cambio de un buen honorario. «Eso se advierte en los huesos metacarpianos», dijeron. Por esa razón no quisieron darme las hormonas que hubieran podido hacerme crecer un par de centímetros.

Y que en la clase no me hayan bautizado sencillamente «Enanito» se debe a que en realidad soy muy bello. En los enanos por lo general fallan las proporciones: tienen las piernitas muy cortas, la cabeza demasiado grande o los bracitos muy largos. Pero en mí todo concuerda como en un arbolito bonsai.

(Christine Nöstlinger, Bonsai.)

Y, luego, ocurrió algo del todo inesperado: sobre sus labios se dibujó una ligerísima sonrisa… ¡Bueno, prácticamente invisible; una sombra de sonrisa…! Pero era la primera vez que asistíamos a semejante fenómeno… Era tan alucinante… ¡Una sonrisa minúscula estallando en ese rostro como si le transmitiera toda la alegría del mundo!
(Daniel Pennac, Kamo y yo.)

La mejor manera de conocer a los personajes, de quedarnos con ellos a lo largo de la trama, es cuando sus señas son únicas, cuando el personaje no es un chico bajito más o cualquier matón de cualquier curso. Eso puede lograrse con una acción, con un gesto, con una frase. No importa quién cuente la historia. Es ese, y no otro, y al final nos parece un viejo conocido de esos que podemos encontrarnos en cualquier esquina y al que siempre vamos a saludar con un abrazo.

Descripciones

Y el alma se me cayó a los pies, estableciendo así un nuevo récord personal (y posiblemente mundial): menos de cinco minutos para odiar un colegio. Me he mudado más veces de las que hayáis visto Barrio Sésamo. He sobrevivido en colegios llenos de empellones, en colegios donde todos son aficionados a los deportes y en colegios en los que los profesores se agachan para ponerse a tu nivel, mirarte fijamente a los ojos y preguntarte cómo te sientes realmente. Incluso sobreviví durante cuatro meses en un colegio en el que nadie hablaba mi idioma. Pero nunca me había caído tan mal un sitio así de pronto como La Mansión Araiz (Escuela Mixta).
¡Y vaya mansión! Creo que el edificio lo diseñó alguien que estaba acostumbrado a hacer depósitos de cadáveres y mataderos. Las paredes eran de color marrón y verde brillante (y gracias a ese brillo resultaban aún peores). No habían limpiado las ventanas desde 1643. Y los dibujos que adornaban el aula parecían babas de cerdo.

(Anne Fine, Cómo escribir realmente mal.)

A pesar de tantas variaciones, el tema era siempre el mismo, y nuestros días no cambiaban. El trabajo y los juegos se repetían iguales, o casi iguales. A cada agujero que saltábamos, Guem anotaba la posición en la computadora, y esa noche había una nueva línea de puntos en la pantalla. La computadora conservaba el orden en que hacíamos los pozos, para que pudiéramos encontrar el camino de regreso. Adelantábamos o atrasábamos los relojes, y procurábamos adaptarnos a la duración cambiante de los días. Nos poníamos más ropa o nos la quitábamos según las variaciones de la temperatura. Hablábamos cuando era necesario, o cuando teníamos ganas. Íbamos a saltos sobre un mundo que se negaba a parecerse a los otros.

(Eduardo Abel Gimenez, Un paseo por Camarjali.)

Lo mismo que con los personajes, es fundamental que sepamos en dónde transcurre la acción. Y no me refiero al nombre de la escuela o del planeta, si no a conocer qué tiene ese lugar para que la historia suceda ahí y no en otro lado. Las señas particulares del ambiente no están de adorno, para completar el cuadro, están para provocar cosas en los personajes (o decirnos algo sobre ellos), en la trama y en los lectores.

La voz narrativa

Pero yo dije al principio que este era el cuento de un pueblo, de un ogronte y de una nena. Ahí está la nena —¿la ven?—; es esa de rulitos en la cabeza: Irulana. Es la única que no corre. A mí no me pregunten por qué no corrió Irulana. Vaya uno a saber por qué no salen corriendo las Irulanas cuando vienen los ogrontes. Los que contamos los cuentos no tenemos por qué saberlo todo.

(Graciela Montes, Irulana y el ogronte.)

A la hora de elegir quién y cómo se va a contar una historia, desde dónde se habla, pueden ponerse de relieve elementos metaficcionales, que hablen de la construcción misma, de la forma de contar. Suena muy complejo de describir así, pero vemos en el fragmento de Montes que se puede hacer con soltura. Es un voto de confianza en la inteligencia del lector, un voto que se cultiva desde que al leerle a un nene pequeño sus papás, o sus primeros maestros, hacen voz de lobo (si los lobos hablaran) cuando cuentan Caperucita y ningún nene entiende que su papá se volvió lobo y que, de paso, ya que Caperucita no está por ahí, se lo va a comer a él.

El lenguaje

La oscuridad es emocionante, y más si huele a naftalina y zapato. La oscuridad es oscura y si está callada, pues bueno, se aguanta, pero si aletea, o respira, si respira y aletea lo mejor es irse a la cocina. Puede que lo que oigas sea un ratoncito comiéndose el vivo de tu abrigo de lana, o la carcoma que lleva años empeñada en comerse el armario, o un bicho enorme, verde y viscoso, que no mueve el rabo.

(Juan Farias, Los caminos de la luna.)

Por fin Dailan Kifki aterrizó suavemente, dulcemente, mermeladamente, como una plumita, como una pelusa, como una flor de panadero abandonada por la brisa sobre la arena de una playa…

(María Elena Walsh, Dailan Kifki.)

Jugar con las palabras también es algo que viene desde la cuna, con las nanas, con las primeras canciones. Si nos quedamos en la literalidad, si nos quedamos solo con las palabras que ganaron su derecho al diccionario, el patio de juegos es más chico y más torpe y se vuelve más difícil hacer aparecer una moneda en el aire. Los magos de verdad les hacen decir cosas inesperadas a las palabras que ya conocemos y también saben hacer aparecer palabras nuevas.

Los adultos

Cuando Ceci volvió, volvió para irse otra vez. Así que para Esper, su madre, que era una ausencia lejana con la que no tenía mayores conflictos, se convirtió en una ausencia cercana. Ahora su ausencia se notaba más. Se notaba en los actos de la escuela, en los cumpleaños. La notaban sus compañeros. Sabían, porque la habían visto, que Esper tenía una madre que siempre estaba ausente.

(Sandra Siemens, El hombre de los pies-murciélago.)

Todo empezó con un olor a puré de papa. Mi madre hacía puré cuando tenía algo de qué quejarse o estaba de mal humor. Trituraba las papas con más esfuerzo del necesario, con verdadera furia. Eso la ayudaba a relajarse. A mí siempre me ha gustado el puré de papa, aunque en mi casa tuviera sabor a problemas.

Aquella tarde, en cuanto olí el vapor que salía de la cocina, fui a ver cómo estaban las cosas. Mi madre no advirtió mi presencia. Lloraba en silencio. Yo hubiera hecho cualquier cosa porque volviera a ser la mujer sonriente que adoraba, pero no sabía qué podía darle alegría.

(Juan Villoro, El libro salvaje.)

Es bueno olvidar que se trata de autores adultos escribiendo para chicos. Hay que recuperar para el espacio de la narración la mirada curiosa y menos domesticada de los chicos, y todo eso sin caer en la demagogia ni en la banalidad.

El amor

Cuando llegué a la esquina de la disquería, ella todavía no había llegado. ¿Y si se había olvidado? ¿Y si se burló de mí y nunca había pensado en venir? ¿Cuánto tiempo iba a esperarla? Me prometí que si tardaba más de dos horas me iba.

(Sergio Olguín, El equipo de los sueños.)

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—¿Qué cosa?

—¡Mi amiga! ¿Me estabas escuchando o no?

—Claro, por supuesto —le respondí—. Ah… yo también tengo un amigo medio loco. Pesa como cien kilos y es bailarín. El padre trabaja en una ciudad submarina cerca de Buenos Aires y a veces nos lleva con él en un submarinito familiar hasta el fondo del mar. Una vez casi chocamos con una ballena. Me gustás —dije.

—¿Qué? ¿Qué dijiste? —me preguntó, dejando de caminar.

Tardé unos segundos en darme cuenta de lo que había dicho. Cuando conseguí repetirme mentalmente las dos últimas palabras pronunciadas, me puse colorado y me empezaron a temblar las piernas. Quedé mudo.

(Ricardo Mariño, En el último planeta.)

Con respecto a los sentimientos como el amor, en este caso, o el miedo o la furia, por ejemplo, también entran en juego el respeto y la valoración de la mirada. El autor tiene que dejarse llevar por el personaje que está construyendo, como un puente entre sus años y los de sus lectores.

La simplicidad

Un día a Camila se le cumplió un deseo. Su mamá se convirtió en un globo y no gritaba más.

(Isol, El globo.)

Por fin comienzan a llegar ideas. Las desparramamos en la tierra y vemos cuáles nos sirven.

(Verónica Sukaczer, El inventor de puertas.)

El puente hacia los lectores a veces puede darse por lo simple de una idea, de una frase. Es lo bueno de aceptar y participar en ese mundo de juegos y magia donde las cosas son como el mago quiere que sean.

El final

—¡Uy, mirá qué hora es! Comamos algo así tu madre no nos dice después que somos incapaces de hacernos algo más que pan con queso.

Fuimos a la cocina y nos pusimos a preparar unos fideos con manteca. Mientras se cocinaban, salimos al patio y cortamos dos mandarinas para comerlas de postre. Los fideos se pasaron y salieron horribles, y nos dio tanta risa que lloramos de nuevo. Al día siguiente, mamá comentó que ni a propósito pueden salir tan mal unos sencillos fideos con manteca, y también se rió con nosotros. Pero esa noche no nos importó y nos comimos todo.

Era raro estar solos. Extrañamos a las mujeres, pero también estuvo bueno hablar y quedarnos callados, comer, lavar los platos, pelar las mandarinas y escupir las semillas.

Qué sé yo, estuvo bueno.

(Lydia Carreras de Sosa, Las cosas perdidas.)

Sucede que los Mocos tienen una sola nariz y la comparten. Uno u otro la usan, a veces solo por un rato, a veces por varios días. También puede ocurrir que durante un tiempo ninguno de ellos la necesite, entonces la ponen en cualquier lado, se olvidan de la nariz y después tienen que dar vuelta la casa para encontrarla. Compartir la nariz es una ventaja. O no, depende según y cómo. Nada es completamente simple, todo es un poco y un poco, siempre. A veces los Mocos se pelean por la nariz y otras veces se la prestan sin ningún problema.

Una sola cosa es segura: cuando la llevan puesta no pueden dejar de meterla donde nadie los llama.

(Ema Wolf, La casa bajo el teclado.)

Cerrar un libro es un poco despedirse de un amigo. Si seguimos la comparación con los trucos de René Lavand, es ese momento en el que tenemos que aplaudir pero todavía el asombro no nos deja pensar con claridad, nos detiene entre un mundo y otro, el de las cartas que lo obedecen y nuestros básicos conocimientos de la realidad.

Sabemos que hay un truco ahí, pero no podemos conocerlo por más que lo haga más despacio, por más que volvamos a leer. Elijamos libros para los chicos que nos dejan así, con la boca abierta, con ganas de aplaudir, suspendidos entre un mundo y otro, con ganas de descubrir el truco y con asombro, sobre todo con asombro.

Escrito por Natalia Méndez
Ilustrado por Tatiana Córdoba

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