Prólogo a un diario clandestino

Fragmentos y adelantos

Prólogo a un diario clandestino

Giovanni Guareschi fue un humorista italiano que sobrevivió a un campo de concentración. Encerrado escribió un diario para sus compañeros, pensando que moriría. Aquí el prólogo.

Escrito por Giovannino Guareschi
Ilustrado por Carlos Junowicz

Este diario clandestino es tan clandestino que no es ni siquiera un diario. Y esto se dice como rectificación parcial del título y para confortar a quien, leyendo la palabra diario, para receloso la oreja. No es un diario, uno de los habituales diarios donde se puede leer que tal día el protagonista hizo tal cosa, tal día pensó tal otra y así sucesivamente; uno de los habituales diarios en los que el autor se pone en el centro del universo, como si fuera su eje.

En realidad tenía la intención de escribir un verdadero diario y, durante dos años, anoté diligentísimamente todo lo que hacía o no hacía, todo lo que veía y todo lo que pensaba. Y hasta fui más prudente: y anoté también lo que debería haber pensado, y de este modo me llevé a casa tres libretas que contenían suficiente material como para escribir un volumen de dos mil páginas. Y apenas estuve en casa puse una cinta nueva a la máquina de escribir y comencé a descifrar y a desarrollar mis apuntes, y no olvidé un solo día de los dos años cuya historia pretendía hacer.

Fue un trabajo febril y muy fatigoso; pero al fin tenía completo el diario. Entonces lo releí atentamente, lo limé, me esforcé por darle un ritmo agradable, inmediatamente lo hice pasar a máquina en doble ejemplar, y luego arrojé todo a la estufa: original y copia.

Creo que esto es lo mejor que he hecho en mi carrera de escritor: como que es la única cosa de que nunca me he arrepentido.

Y —dirán ustedes— ¿de dónde salieron las páginas de este libro?

Pues ocurrió que yo, lo mismo que millones y millones de otras personas, me vi enredado en el último lío importante que ha entristecido a nuestro desgraciadísimo mundo.

Ahora no me acuerdo bien cómo fueron las cosas; generalmente el que toma parte en una guerra tiene tal fárrago de cosas que hacer en el pequeñísimo sector que se le ha confiado, que ello lo priva de toda posibilidad de estar al día acerca de la marcha general del asunto. Por eso es que no sabe si está ganando o perdiendo y, al final, si ha ganado o perdido la guerra.

Además el lío resultó tan grande y complicado que hoy, a casi cinco años de su terminación, la gente todavía está discutiendo para ponerse de acuerdo sobre quién ganó y sobre quién perdió, sobre quién estaba equivocado y sobre quién tenía razón. Sobre quiénes eran los aliados y quiénes eran en cambio los enemigos.

En efecto, hubo enemigos que de improviso resultaron aliados, aliados que resultaron enemigos. Y, a la parte exterior, se agregó la parte política interior y la correspondiente guerra civil que hizo alinear a los padres contra los hijos, las mujeres contra los maridos, el norte contra el sur, el este contra el oeste, hasta el punto que el historiador objetivo que desee realmente hacer una historia tendría que limitarse a escribir: «En un mundo de locos, los más locos fueron derrotados por los más locos».

Justamente porque los unos eran más locos que los otros, y los otros eran más locos que los unos.

En resumen, yo, como millones y millones de personas como yo, mejores que yo y peores que yo, me vi enredado en esta guerra en calidad de italiano aliado de los alemanes al principio, y en calidad de italiano prisionero de los alemanes al final. En 1943 los anglo-americanos bombardearon mi casa, y en 1945 me vinieron a librar de la prisión y me regalaron leche condensada y latitas de sopa.

En cuanto a mí, esa es toda la historia.

Una historia vulgarísima en la que he tenido la misma importancia que una cáscara de nuez en el océano durante una tempestad, y de la que salgo sin cintas ni medallas pero victorioso porque, a pesar de todo y de todos, he conseguido pasar a través de este cataclismo sin odiar a nadie.

Antes bien, he conseguido recuperar un valioso amigo: yo mismo.

Cuando uno comprende las cosas como yo, una vez escrito el diario, tenía que quemarlo: nombres, hechos, responsabilidades, consideraciones de carácter histórico y político. Todo fue quemado y tuvo que arder junto con las hojas del diario.

Para volver a mi historia diré que junto con un grupo de otros oficiales como yo, me encontré un día de septiembre de 1943 en un campo de concentración en Polonia, después fui trasladado a otros campos, pero en todas partes era igual la cuestión de los campos de prisioneros, y no vale la pena insistir porque quien no ha estado prisionero en esta guerra lo ha estado en la anterior o lo estará en la próxima. Y si él no ha estado ni estará, habrán estado o estarán su hijo, o su padre, o su hermano, o algún amigo suyo.

La única cosa que interesa para los fines de nuestra historia es que yo, aún en la prisión, conservé mi tozudez de emiliano de la Baja Italia y entonces apreté los dientes y dije: «¡No me muero ni aunque me maten!».

Y no morí.

Probablemente no morí porque no me mataron, pero el hecho es que no morí.

Continué vivo aún en la parte interior y continué trabajando. Y, además de los apuntes del diario que debían ser desarrollados después en casa, escribí un montón de cosas para uso inmediato.

Y así transcurrió buena parte de mi tiempo pasando de barraca en barraca donde leía las cosas de las cuales este libro proporciona un muestrario. Las cosas que, según mis intenciones de entonces, debían ser escritas y servir exclusivamente para el Lager y que nunca debería publicar fuera del Lager.

Y en cambio, pasados algunos años, justamente fueron estas las únicas cosas que me parecieron tener valor todavía. Y dispersadas al viento las cenizas del Gran Diario, he elegido algunas hojas del paquete de papeles sucios y grasientos, y aquí está el Diario Clandestino.

Cuyo diario, como decíamos, es tan clandestino que no es ni siquiera un diario, pero en mi opinión podrá ser más sutil, en ciertos aspectos, que un verdadero diario y podrá dar una idea de aquellos días, aquellos pensamientos y aquellos sufrimientos.

Porque es la única cosa válida, seguramente válida, que pueda ser publicada hoy.

Es el único material autorizado, en el sentido de que no solo lo he pensado y escrito dentro del Lager, sino que también lo he leído dentro del Lager. Lo he leído públicamente una, dos, veinte veces, y todos lo han aprobado.

En este libro la única parte arbitraria, la única no aprobada por la asamblea de mis compañeros de Lager, es el apéndice, que fue publicado en un semanario después de nuestro regreso.

El resto está aprobado.

Ante mis compañeros de Lager sigo siendo siempre el número 6865, y sin embargo cuento exclusivamente como uno. Allí, entre aquella arena y aquella melancolía, todos se despojaron de sus ropas y de su caparazón y quedaron desnudos. Y quedó a la vista lo que verdaderamente eran.

Y no importaba el hecho de que Ticio tuviese un gran nombre o un importante grado: cada uno contaba por lo que valía. Es decir, contaba por una unidad. Y cada uno era considerado y estimado por lo que hacía. Todos teníamos los pies sólidamente asentados en la realidad.

Durante casi dos años hemos vivido en la verdadera democracia de los hombres de bien; hoy muchos de estos compañeros nuestros ocupan puestos importantes en la vida pública y privada de esta falsa democracia de falsos hombres de bien.

Y quizás, desdichadamente, algunos de ellos ya no sean más los hombres de bien de entonces, porque el hombre es siempre el producto del ambiente en que vive. Para ellos es principalmente este pequeño libro. Para que puedan respirar un poco del aire de entonces.

No hemos vivido como animales.

No nos hemos encerrado en nuestro egoísmo. El hambre, la mugre, el frío, las enfermedades, la desesperada nostalgia de nuestras madres y de nuestros hijos, el profundo dolor por la infelicidad de nuestra tierra no nos han vencido.

Nunca nos hemos olvidado de que éramos hombres civiles, hombres con un pasado y con un futuro.

Nos apiñaron en vagones para ganado y nos descargaron, después de habernos despojado de todo, entre los piojos y las chinches de lúgubres campos, junto a cada uno de los cuales se pondrían, en el frío de las fosas comunes, decenas de millares de otros hombres que antes de nosotros fueron lanzados por la guerra detrás de estos alambrados de púa.

El mundo nos olvidó.

La Cruz Roja Internacional no pudo ocuparse de nosotros porque nuestra denominación de Internados Militares era nueva y no estaba prevista.

De los dos generales, igualmente nefastos para la historia de Italia, que —alineados en campos adversarios— podían hacer o decir algo por nosotros los militares, uno era públicamente enemigo nuestro por razones políticas, y el otro nos ignoraba de la manera más absoluta porque estaba ocupado haciendo política.

No pretendíamos ayuda material; habría bastado una palabra. Quien hubiera podido decirnos esa palabra o la decía desagradable o no la decía.

Habíamos construido aparatos de radio que no titubeo en llamar milagrosos, y que bastarían para demostrar qué formidable ingenio saben desarrollar los italianos cuando tienen que luchar contra la adversidad. Escuchamos millones de palabras en todos los idiomas, pero nunca sentimos una palabra para nosotros en nuestro propio idioma.

Las viejas momias de la política cotorreaban sobre política en el sur, mientras que en el norte los jóvenes envenenados por la política se degollaban entre ellos en las llanuras y en la montañas.

La Patria se hacía presente de cuando en cuando ante los cercados de alambre de púa, y estaba vestida de general; pero siempre venía a decirnos las cosas acostumbradas: que el deber y el honor y la verdad y la justicia no estaban en la prisión voluntaria, sino en Italia, donde pechos de italianos esperaban las descargas de nuestros fusiles.

Estuvimos peor que abandonados, pero esto no bastó para convertirnos en animales: con nada reconstruimos nuestra civilidad.

Surgieron los periódicos orales, las conferencias, la iglesia, la universidad, el teatro, los conciertos, las exposiciones artísticas, el deporte, el artesanado, las asambleas regionales, los servicios, la bolsa, los avisos económicos, la biblioteca, el centro radiotelefónico, el comercio, la industria.

Todos se encontraron súbitamente desnudos; todo fue dejado del otro lado del alambrado: la fama y el grado, bien o mal ganados. Y todos se encontraron tan solo con las cosas que tenían dentro. Con su verdadera riqueza o con su verdadera pobreza.

Y cada uno dio lo que tenía adentro y podía dar, y así nació un mundo donde cada uno era estimado por lo que valía y donde cada uno contaba por uno.

Nada cambió en el Lager; siempre la misma arena, siempre las mismas barracas, siempre la misma miseria. Pero eso era todo lo que necesita un hombre civil para vivir con civilidad en un mundo civil. Todo. Aún la canción de moda que se escuchaba silbar y canturrear por todas partes era una canción civil, porque, palabras y música, eran la fiel expresión del sentimiento de todos. Un noble sentimiento.

No hemos vivido como animales: nosotros hemos construido con nada la Ciudad Democrática. Y si, todavía hoy, muchos de los que han regresado siguen mirando con temor la vida de todos los días y se mantienen al margen de ella, es porque la imagen que se habían hecho en el Lager de la Democracia, resulta terriblemente diferente de esta falsa democracia que tiene siempre por centro la misma capital de las intrigas y que tiene viejos y nuevos filibusteros al timón de las diversas naves corsarias.

Son los desilusionados: quizás los más honestos de todos nosotros los voluntarios del Lager.

A los desilusionados y a los que se han consolado son dedicadas estas páginas.

Es la voz del número 6865 la que habla. Es la misma voz de entonces. Son los mismos bigotes de entonces.

No he agregado nada; he quemado el famoso diario porque no tenía el derecho de decir sobre nuestro Lager cosas que no hubieran sido aprobadas por mis compañeros de Lager.

Sigo siendo el demócrata de entonces. Ya sin chinches ni piojos ni pulgas; ya sin ratones que me caminen por la cara; ya sin hambre y hasta sin apetito y con mucho tabaco, pero sigo siendo el demócrata de entonces, y no diré sobre nuestro Lager ninguna palabra que no esté aprobada por los del Lager. Por los vivos y por los muertos. Porque en la verdadera democracia es necesario tener en cuenta también a los Muertos.

A los otros, a quienes no han vivido nuestra humilde aventura, no sé qué efectos les harán estas páginas. Quizás los aburran. Por otra parte yo me he aburrido tantas veces allá abajo…

Ojalá les pueda interesar el libro en sí: es decir la prisión vista por un humorista.

Como quiera que sea aquí está el libro. Que se entiendan con él mis veintitrés lectores. Si no está bien, eso significa que para la próxima prisión haré algo mejor.

Diciembre de 1949
El autor.

Ilustrado por Carlos Junowicz

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