Columna de opinión
¿Para qué sirve un varón?
Gonzalo Garcés se pregunta para qué sirve un varón en un mundo que nos ofrece mujeres fuertes y muchachos de cuarenta que ya no saben ser el Don Draper de Mad Men.
Ayer hablábamos con Agos sobre el star system argentino. En Argentina el star system cuenta con un solo miembro, que se llama Ricardo Darín. Otros tienen talento, misterio, carisma. Darín tiene algo más. ¿Qué? Darín tiene los pies en la mierda y la mirada en las estrellas. Alguien, creo que un poeta, escribió que siempre había que hacer eso. Darín puede (como lo hace en Carancho) encarnar a un reventado total y no dejar de irradiar la aspiración a algo más elevado. Puede (como lo hace en El hijo de la novia)
humillar su cuerpo y sus gestos con los ropajes de la mediocridad cuarentona. Pero hay siempre una promesa indoblegable que Darín esconde en algún lado, en la insolencia de los pómulos, en ciertas pausas dramáticas, no sé, pero hay algo, incluso en los papeles donde es más completa la comunión casi crística de Darín con la debilidad humana, que
dice siempre: «Hay algo superior a todo esto». El cine es una iglesia, esto no lo descubrí yo, y para que uno de sus sacerdotes convoque de verdad a los fieles, para que queme sus corazones con el fuego de la palabra, necesita algo que excede al talento. Necesita fe. Alguna clase de fe.
La hombría tiene algo que ver con esta forma de fe. Últimamente se vuelve a hablar de la crisis de la masculinidad. En la revista GQ sacaron hace poco una nota, firmada por una mujer, que venía a decir, palabra más palabra menos: muchachos, se les fue la mano, queríamos el voto, la igualdad en la política y los negocios y sueldos igualitarios, pero por lo demás nos encantaría que nos sigan abriendo la puerta del restaurante, sacándose el saco para abrigarnos y acorralándonos contra la pared con ojos candentes. Y seguía una serie de tips para recuperar la hombría: un varón debe ser decidido, no te pases media hora con el menú vacilando entre las verduras al wok y la ensalada de rúcula. Un varón debe ser valiente, no pegues un
salto de dos metros porque un caniche te ladra. Si sos varón (esta me pareció la más discutible) llevá tu valija en peso, no sobre sus rueditas porque eso te hará parecer una azafata. Parejamente, no uses chirimbolos tipo cuchillo eléctrico para la carne: un varón debe deleitarse con el esfuerzo, no evitarlo. Tiene gracia. Yo ya doné discretamente a la Cruz Roja mi descabezador de huevos pasados por agua. Pero estas boludeces se vienen publicando hace años en revistas tipo FHM o Maxim: productos destinados a asistir al varón en el trance de perder la hegemonía de género. Por supuesto, esas contrapartidas masculinas de Cosmo no hacen más que acentuar la retirada general de la masculinidad. Abrirle la puerta del taxi a la chica porque te lo manda la testosterona es una cosa; hacer de eso un programa para recuperar la autoestima es vaciar la hombría de sentido. Ya el personaje de Brad Pitt en Fight Club era el espectro de esa hombría vaciada. Parte del encanto inconfesable de Mad Men radica en la nostalgia que muchos varones supuestamente reconciliados con su siglo sienten al contemplar ese mundo de tipos recios que le tocan al culo a cuanta secretaria quieren, fuman, beben de más, se hacen servir la comida por la mujer y se sienten bien, se sienten con derecho. Pero no hay nada más. No hay tensión hacia algo más alto, no hay proyectarse hacia un horizonte incierto, y por eso Tyler Durden era un póster para que un adolescente gay se haga sus primeras pajas y los muchachos de la Sterling Cooper, una nostalgia disfrazada de crónica y denuncia. Y esa sigue siendo la «nueva masculinidad» que proponen nuestros Joseph de Maistre del género sexual, nuestros reaccionarios más bien discretos contra medio siglo de erosión de los valores masculinos.
El nudo del problema es este: a la hora de los bifes, los varones nunca hemos encontrado, como dignidad, como forma de relación con las mujeres, un modelo que supere a la hombría caballeresca.
Hombres sobran. Lo que se volvió casi clandestino es la hombría. Que es como decir que se volvió rara la masonería o la afición al backgamon. Hablamos de unos valores y un código de comportamiento —una disciplina, digamos, en el sentido en que el zen es una disciplina— ligados a un género sexual, pero de manera cuestionable, que no omite la posibilidad de trascenderlo. Hoy, en un país como España, que siempre llega tarde a la modernidad y cuando llega se pasa tres pueblos, evocar los valores de la hombría es anatema. Es el país con el mayor índice europeo de violencia de género, pero ay de quien use en un plató de televisión una expresión como portarse como un hombre. Coserle el lomo a tu mujer a cinturonazos vaya y pase, pero ay de quien reclame en las páginas de un diario o desde una bancada en el parlamento un acto galante. Bien es cierto que los valores de la hombría se formaron hacia el siglo XII, en la corte de Leonor de Aquitania, en parte como compensación hacia las mujeres por su condición
subalterna. Liquidada esa condición, ¿tiene sentido seguir acercándoles la silla en el restaurante? Dilema que se refleja en los modelos de hombre que constelan el cielo de Occidente. En España, en lo alto del Everest de la corrección política, campea Mariano Rajoy, ese hombre tan peligroso sexualmente como un playmobil y casi igual de profundo. A la derecha veo la cabeza rapada de Arturo Pérez-Reverte, que representa, con gracejo, al último macho que se hunde con el Titanic por puro desdén de los botes salvavidas. Igual que en Mad Men, en Pérez-Reverte la masculinidad siempre está ligada a lo crepuscular. No es varón el varón de Pérez-Reverte si no está en actitud de despedida. Está por convertirse en un fantasma, fantasma que, dicho sea de paso, tiene el rostro de Javier Bardem. ¿No parece Bardem siempre mirarnos un poco desde otro mundo? ¿No es su
hombría de piedra algo que evoca sin decirlo el pasado, lo que ya no está, lo que nos visita como un recuerdo obsesionante? ¿Quién más podría haber interpretado al asesino de No country for old men, más muerte o fatalidad o espectro que ser humano? La hombría en España es como el Boom inmobiliario: grandiosa, inolvidable, pasada.
Otros modelos, pero no tan diferentes, constelan la cultura argentina. Siempre acá tuvimos un modelo fuerte, el padre castigador (pero a quien se
debe lealtad porque es, después de todo, el padre) que inmortalizó Perón. Hoy los intérpretes del papel son decepcionantes, como los actores que sin ser Marlon Brando hacen de Stanley Kowalski. Franco Macri (demasiado poco visible). Guillermo Moreno (demasido duro). Néstor Kirchner (demasiado muerto). ¿Y el Chanta Querible, ese otro puro producto de esta tierra, cuyos orígenes se remontan a Estanislao del Campo? Don Héctor Cámpora, levántese de su tumba; Isidoro Cañones, volvé a los kioskos; Guillermo Francella, no nos abandones. Dígannos su verdad, susúrrennos de nuevo cómo ser hombres. ¿Y el Niño que Sufre? Es el complemento necesario al Padre Castigador, y muy presente también en nuestro imaginario. Roberto Arlt, que lloraba por su rosa muerta, fue el precursor. Charly García, el ángel adolescente que fue herido por el flanco por la muerte, encarnó el modelo hasta hace poco, cuando tuvo la mala idea de sobrevivir y hacerse adulto. El Chanta Querible, el Padre Castigador y el Niño que Sufre tienen algo en común: su relación con las mujeres es de tipo parasitario. El modelo caballeresco las coloca, sí, en un lugar subalterno, pero al menos las reglas son claras, y el sexo hegemónico está obligado a seguir un código de comportamiento estricto. Por contra, estos modelos posmodernos se alimentan de la sangre de sus mujeres en forma solapada y sin límite alguno. El Chanta las expolia con una sonrisa. Perón finge venerar a Eva, la usa hasta matarla y después la reemplaza. El Niño exige, sin dar nada a cambio, tan solo porque su herida lo habilita, que su mujer sea madre, enfermera, amante, ama de llaves y porrista. Ninguno de estos modelos representa un nuevo acuerdo posible: son apenas fintas, adaptas a la nueva asertividad femenina, para prolongar la explotación en forma soterrada cuando ya no es posible ejercerla en forma abierta.
El nudo del problema es este: a la hora de los bifes, los varones nunca hemos encontrado, como dignidad, como forma de relación con las mujeres, un modelo que supere a la hombría caballeresca. Pero creer en la hombría se volvió más difícil. Practicar la hombría cuando el varón era el más fuerte, y cuando se creía hecho a la imagen de Dios, ya era bastante difícil. Pero qué hacer ahora que no somos los más fuertes y que sabemos lo que sabemos sobre nosotros mismos. Sabemos que somos primates surgidos de una evolución plagada de defectos. Que tenemos glándulas adrenales demasiado grandes y lóbulos prefrontales demasiado pequeños. Sabemos que la adultez es una convención frágil, que añoramos a una madre imposible y tememos a la muerte al punto de envidiar a nuestros hijos. Sabemos que la vulnerabilidad emocional inscrita en nuestro neocórtex nos
manda refugiarnos en los brazos de una esposa y el cálculo de probabilidades de reproducción inscrito en nuestro cerebro reptiliano, ponerla con la primera atorranta que pase. De sobra sabes que eres la primera, y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera. Lo dijo Joaquín Sabina, uno de los hombres más lúcidos que existen. Pero quien tal vez termine por aportar más luz sobre el problema del varón moderno sea, sorpresa, Fiodor Mijailovich Dostoievski.
Dostoievski no escribió explícitamente sobre la masculinidad. Pero escribió hasta la extenuación sobre el problema de la dignidad, que ahora nos concierne. Toda la obra de Dostoievski gira en torno a una pregunta: ¿qué puedo hacer cuando me sé indigno, pero no puedo vivir sin la dignidad? En Apuntes del subsuelo, el protagonista es lamentable. No puede lograr ni que los excompañeros del colegio lo inviten a una fiesta. Cuando anda por la calle, un militar de uniforme —que todos los días pasa a la misma hora— siempre, pero siempre que se cruza con él, lo obliga a correrse para dejarlo pasar. Hasta las putas se ríen de él. Y cuando una, por una vez, empieza a quererlo un poco, al tipo no se le ocurre nada mejor que ofenderla poniéndole plata en la mano. Y sin embargo nunca lo abandona el ideal del coraje, de la generosidad, de la galantería. Lo mismo Dimitri en Los hermanos Karamazov: es violento, lujurioso, egoísta, primate hasta la médula, pero el epicentro de su lucha interior es justamente la aspiración a la bondad que no lo deja. Dostoievski, que conocía mejor que Darwin y que Freud la tumultuosa indignidad del hombre, sabía que no podía humanamente construirse la dignidad sobre la pureza de pensamiento o de acción, porque entonces no se salvaría nadie, y por eso coloca en su lugar, como definición del hombre, al que no ha renunciado a la dignidad. Cambiemos hombre por varón y podemos imaginar una hombría posible, definida por la aspiración, pese a todo, a la hombría. Un papel que tendrá mucho de trágico y bastante de cómico, o lo que es lo mismo, hecho a
medida para Darín.