La canción sin nombre
Foto de Lula Bauer. ORSAI.

Artes populares

La canción sin nombre

Se mueve por Buenos Aires una cancionística nueva. Discos artesanales que se venden de mano en mano, conciertos clandestinos y un susurro: ¿ha muerto ya el intermediario?

Escrito por Martín Graziano
Ilustrado por Lula Bauer

Hace unos días encontré en casa de mis padres una pila de revistas de rock. Generación X, Vos y otros remedos banales para los jovencitos del menemato. No recordaba que, en las primeras páginas, estaban los temas de las bandas del momento: Ace of Base, 4 Non Blondes, Spin Doctors, Los Ladrones Sueltos. Cualquiera que se haya reencontrado con un viejo top ten lo sabe perfectamente. En su mayoría se trata de esas canciones mal envejecidas que, en el mejor de los casos, generan un flashback risueño. No conviene buscar a los clásicos: salvo The Beatles (excepción ilusoria, porque esos muchachos formaban parte de una entidad divina), un clásico recién salido del horno suele ser tan moderno y singular como incomprendido. Es la lanza de Kandinsky que, unos años después, construirá un mundo alrededor de su herida: el statu quo.


Primera lección aprendida:
La foto del presente no está en primera plana


Es una nota de color, un recuadro a pie de página. Allí, cifrado y en estado embrionario, palpita el famoso Zeitgeist. El desafío será, entonces, descubrir en qué lugar de Buenos Aires está la cocina de esa música que todavía no tiene nombre y mañana va a derribar a patadas las paredes de nuestra sensibilidad.

Ahora, es posible que esté detrás de esta puerta.

Una puerta antigua en el barrio de San Telmo que bien podría ser una puerta más: no hay luces, tampoco carteles ni marquesinas de colores. Ninguna señal que indique que, cuando pasemos al otro lado, nos espera un concierto de música en vivo. Una frase al pie de la invitación virtual lo pide expresamente: la dirección no debe publicarse en agendas. Tanto misterio no es raro, después de todo, vivimos en los tiempos pos-Cromañón.

La madrugada del treinta de diciembre de 2004, durante un recital de la banda Callejeros, una bengala lanzada desde el público incendió el local República Cromañón y el rock argentino chocó contra su propio iceberg. Ciento noventa y cuatro personas murieron y otras mil cuatrocientas resultaron heridas. Además de la tragedia y la herida fatal en el corazón de una cultura, Cromañón dejó como saldo un profundo cisma sociopolítico: el público tuvo que cambiar de hábitos y reconsiderar su conducta, mientras el under, de pronto, se convertía en un páramo arrasado.

Las cosas no volvieron a ser como antes. Nunca más. Después del desastre, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires salió desesperado a limpiar culpas y prácticamente comenzó a perseguir la música en vivo. De modo que una vez que toquemos timbre, paguemos los veinticinco pesos de la entrada (como dice Daniel Melero, el presente es lo más barato que hay) y finalmente atravesemos la puerta, vamos a estar en infracción. Dentro de la cultura y fuera de la ley.

Pero acá estamos. Como todos estos muchachos de la bohemia porteña — dispuestos un poco a la marchanta en la casa chorizo—, tomando un vermut que es cortesía de la casa: el arquetípico Cinzano Rosso. También hay cerveza, vino y el fernet de rigor. Hacia el fondo del patio, sobre un tablón, algunos comparten una picada vegetariana hecha de tortillas, panes, pastitas de verdura y legumbres. No son precios for export: el tema es en pesos argentinos. 

Entre el caudal de periodistas, músicos, productores, fotógrafos, diseñadores y otros colectivos que —para sintetizar— vamos a llamar «el público», van y vienen los miembros de lo que una vez fue la Orquesta de Salón. El ensamble que el trovador Pablo Dacal fundó en 2003 para investigar una cancionística posible, arreglar sus propios temas y, de paso, encontrar una sensibilidad nueva para el siglo veintiuno. El ensamble que a fines de 2009, después de grabar dos discos notables (uno de ellos, la suite generacional La era del sonido), disolvió para buscar otras cosas y viajar más liviano. Bueno, esta noche la Orquesta de Salón se reúne para tocar otra vez.

De entrada queda claro que lo que vamos a ver no se corresponde con esos comebacks ultraplanificados que el mercado vende como nostalgia en paquete: esto es único, muchachos, y sucede en el marco del ciclo que Dacal presentó durante todos los sábados del verano en Buenos Aires. Es la reunión que un grupo de músicos con arte y oficio celebra como una cena espontánea de fin de año.

Aunque, por ahora, nadie toca. El clima del lugar lo impone la fritura de un tocadiscos que llega desde una de las salas. Un viejo Wincofón que, a su lado, ostenta una columna de vinilos curtidos, escuchados. En la colección hay discos de Oscar Alemán, el Blonde on Blonde de Dylan, João Gilberto, Pescado Rabioso, Ignacio Corsini, Charles Aznavour, Rolling Stones, Treinta minutos de vida de Moris, Ariel Ramírez, La Grasa de las Capitales de Serú Girán, una edición alemana sobre la obra instrumental de Yupanqui, el primero de Almendra, Agustín Magaldi y el flamante Posters privados del pianista —y amigo de la casa— Ulises Conti.


Segunda lección aprendida:
Una genealogía fonográfica nos dice muchas cosas.


Por empezar, que estamos frente a un puñado de personas que, si bien tienden su lazo umbilical con el rock, en algún momento comenzaron a percibirlo como una prisión, primero, y una tradición, después. Ya no como la música eternamente joven sino a la par de una cultura tan poderosa como el tango, el foxtrot, la chanson o los folclores latinoamericanos.

Uno de los primeros en poner en palabras este concepto fue, precisamente, el mismo Dacal en el manifiesto «Asesinato del rock». El músico lo publicó en un par de blogs y, una tarde, se atrevió a leerlo en la Biblioteca Nacional frente a buena parte de los pioneros del rock argentino. Uno de los puntos centrales del texto dice así: «Para encontrar lo nuevo hay que atreverse a no formar parte de la sociedad artística imperante. Si no hay sitios donde mostrar ni medios que nos comuniquen deberemos inventarlos. Hacer sin dudar, como un acto de fe».

El manifiesto articuló algo que estaba en el aire y necesitaba ser dicho. También aportó el contexto teórico para que se desarrollaran los ciclos de música en bibliotecas, centros culturales y casas clandestinas como estas que florecieron en la escena pos-Cromañón.


Tercera lección aprendida:
Pese a cualquier límite, el que tenga algo para decir va a encontrar su camino.


No deja de ser notable que, a partir de entonces, no solo se editó el primer disco de la Orquesta de Salón sino que también debutaron Lisandro Aristimuño, la Alvy Singer Big Band, Ezequiel Borra, Pablo Grinjot y la Ludwig Van, Gabo Ferro, Julieta Rimoldi y Tomi Lebrero con su Puchero Misterioso. Propuestas musicales con personalidades disímiles que comparten una sensibilidad común y dos rasgos estéticos: el respeto por el formato canción y la preeminencia de instrumentos acústicos. En un panorama desalentador, esa austeridad les otorgó la ventaja de tocar casi sin estructura. Una decisión y una fatalidad.

Incluso uno de los rasgos característicos de ese primer período fueron los conciertos sin amplificación. Es decir que el primer desafío de esta generación fue desde el silencio, tanto sonoro como visual. No como dogma melancólico, sino acaso como una forma de llegar al núcleo para comenzar otra vez.

Ahora Pablo Dacal toma su guitarra y se sienta solo en el extremo de la sala. Es un flaco alto, de zapatos negros y el pelo revuelto como un beatnik. Su voz llega sin intermediarios: desde la garganta a nuestros oídos. No hay photoshop posible para estas canciones que, al comienzo, exploran un repertorio que intenta descifrar la nueva canción criolla del siglo XXI.

Después la orquesta se va armando hombre a hombre. Primero entra Manuloop, el cellista y arreglador que formó el ensamble junto a Dacal. Luego se suman Maxi Schonfeld (oboe), Julio Sleiman (guitarra clásica), Pedro Guerri (percusión), Germán Cohen (trombón y maracas), Gonzalo Braz (clarinete) y Leandro Rudak (contrabajo). Cuando el plantel está completo parece menos una sinfónica que una pandilla de amigos del barrio. Músicos que se propusieron recuperar el oficio a fuerza de conciertos y un repertorio expansivo que incorpora con naturalidad a autores como Charly García, Ignacio Corsini, Eduardo Mateo, Ramón Ayala o el propio Dacal.

Apenas el público está a punto caramelo, la Orquesta hace «La mala reputación». Una versión basada en la traducción de Paco Ibáñez pero arreglada para una orquesta con vocación anfetamínica. El cantor se mete entre la gente y al final de cada estrofa todo el mundo pone el grito en el techo: «¡A la gente no le gusta que uno tenga su propia fe!». Ni el propio Brassens hubiera soñado que, sesenta años después y en una remota casona al sur del planeta, su chanson seguiría activando corazones anarquistas.

Más tarde, en el preciso instante en que el concierto llega a su cenit, la Orquesta arremete con «El mundo del espectáculo». Un reggaetón camarístico que habla de mensajes de texto, drogas, farándula nacional y Juan Domingo Perón. Sin embargo el centro de la canción —lejos del híbrido, pisando la delgada línea del presente con pasos de equilibrista— parece ser otra cosa. De hecho el estribillo, que parafrasea al situacionista Guy Debord, dice: «Todo lo que antes vivía se aleja como representación».


Cuarta lección aprendida:
Hoy que miles de personas prefieren mirar los recitales a través del monitorcito de su cámara digital, todos entendemos perfectamente de qué está hablando el estribillo.


Un bandoneonista sudado y en calzones no es precisamente la imagen de Buenos Aires que proponen los folletos. Menos aún si el muchacho, en lugar de tentar el bolsillo de los turistas con caminitos y cumparsitas, está rodeado por un grupo de barbudos que ensaya en un boliche de Barracas.

Y allí los vemos, dispuestos en ronda alrededor del piano, con guitarras criollas, cajones peruanos, charango, trombón y hasta un tiple. Son la mitad más uno de Onda Vaga, Sofía Viola, Faca Flores, Lucio Mantel, Pablo Dacal, Ezequiel Borra, Julieta Rimoldi, El Gnomo, Lucas Giotta, Juan Ravioli y el bandoneonista de marras: Tomi Lebrero. Los tipos que, en el centro de ese círculo, invocan al espíritu de Atahualpa Yupanqui como si fuera un cancionista vagabundo del futuro.

Ahora estamos en La Dulce, el bar donde cocina la poeta colombiana Tálata Rodríguez: un salón viejo a unas cuadras de Constitución donde se puede tomar ginebra o limonada al amparo de lucecitas navideñas y posters de películas de Leonardo Favio. Aquí, en este momento, se está filmando un documental sobre la nueva escena musical porteña. Pero no es necesario que hagamos silencio.

Rodeados por cámaras, algunas luces y micrófonos, los músicos se pasan los acordes de «La pura verdad», la última canción que Yupanqui escribió en su vida. Por supuesto que no será una visita literal a la creación de Atahualpa. Es la versión personal que armaron Nacho Rodríguez y El Gnomo, el muchacho de rulos que acaba de llegar de Uruguay y lidera una banda llamada La Filarmónica Cósmica.

Nacho, por su parte, es miembro de Onda Vaga (el quinteto que es la consolidación como grupo de la guitarreada entre amigos) y el autor de la primera canción emblemática de esta generación: «Cántale». Una especie de milonga redentora que, en el Cabo Polonio, fue bendecida con guitarras flamencas, palmas y un brindis a su salud. El estribillo, que nació espontáneamente en otra ronda, suena como Love o el Dúo Salteño, fulminados por el verano del amor: «Cántale a la luna y al sol, cántale a la estrella que te acompañó, cántale a tus amigos con el corazón».


Quinta lección aprendida:
Esta manera de hacer música, tan antigua como moderna, es la prehistoria del escenario.


Sobre esta premisa, la ronda de músicos se fue estableciendo como una modalidad de show. Una forma de encontrarse y cantar las canciones del colega. Zambullirlas en el canto colectivo para fortalecer un cancionero nuevo, incluso con sus propios hits: «Nadie en el espejo» de Lucio Mantel, la «Zamba del fin del mundo» de Dacal, «Los artistas» de Pablo Grinjot y «El cantor de los pueblos», una vidala cósmica de Tomi Lebrero que funciona como homenaje para el poeta correntino Francisco Madariaga: «Voy a retratar el paisaje criollo del universo, voy sin show de televisión cruzando un desierto, soy el cantor de los pueblos…».

Empujadas por un viejo anhelo borgeano, estas canciones abren los colores del país afectivo para que las atraviese el mundo. De hecho, Lebrero empezó a tocar el bandoneón después de leer en su adolescencia un libro de Deleuze. Allí, el filósofo francés hablaba de posmodernismo y la necesidad de representar la cultura propia en el mundo globalizado. O al menos ese es el recuerdo que tiene Lebrero de aquella lectura, tan temprana como determinante.

Por esa razón, desde sus primeros pasos como cancionista, Lebrero se propuso recuperar con desparpajo el puente entre la ciudad cosmopolita y la fuente rural. La apuesta que, de algún modo, comparte con buena parte de estos muchachos reunidos en La Dulce. Una intención tangible hasta en el timbre de Julieta Rimoldi, la chica nacida en Ushuaia que aporta el canto con caja. Y en esta tarde de Barracas sitiada por el tráfico porteño, ahora su voz —que equilibra el susurro de las chanteuses con Björk y las madres del folclore— se abre camino como agua bendita.

A la hora del almuerzo, mientras las pizzas salen del horno llega Alfonso Barbieri con su acordeón. Barbieri es recibido con entusiasmo: parece un tipo encantador. En su obra, plástica y cancionística, tiene la habilidad de combinar ese encanto con la provocación. Por ejemplo, después de haber recibido el ataque de un grupo extremista católico durante una de sus muestras decidió vestir a su novia de monja y ponerla en la tapa de uno de sus discos. Ahora, sin ir más lejos, tiene entre las manos su nuevo trabajo, Valses eróticos del Río de la Concha de tu Madre. El título, admite, pone muy nervioso a todo el mundo; a Barbieri, sin embargo, le parece poético.

Antes de sumarse a las mesas pasa por el mostrador en busca de un trago. Contra la barra, donde Barbieri toma su shot de ginebra, están pegados los afiches realizados por el colectivo Superabundans Haut, un taller de composición e impresión analógica cuyos dueños son amigos de la casa. Los afiches llevan solo unos meses aquí, pero las palabras vienen del siglo dieciséis: son fragmentos del Discurso de la Servidumbre Voluntaria, la proclama contra el poder absoluto que Étienne de La Boétie gritaba por las plazas de Burdeos. Como buena prédica por la libertad, las palabras de La Boétie se abrieron paso a través de la historia y consiguieron su propia tribuna popular en el siglo veintiuno. No solo en las impresiones de Superabundans Haut sino también en una canción de Viajantes, el grupo fantasma que Barbieri armó con Dacal.

En la reescritura dylaniana de Viajantes, el Discurso dice así: «Quien te domina no tiene más piernas que vos, más ojos que dos, más manos que dos. De dónde sacó tantos ojos que están espiándonos, están registrándonos. No fue nadie más que vos, solamente fuiste vos quien se los dio». En el canto de estos muchachos argentinos, el objeto de su reclamo no es —al menos, no exactamente— la monarquía. Esta generación de cancionistas parece rebelarse, sobre todo, contra la dictadura del consumo, los massmedia y la tecnología. Contra el paisaje publicitario y las escalas parasitarias de los intermediarios.

Sofía Viola, sentada a unos pasos de la barra afinando su charangón, lleva esa prédica al llano. Con solo veintidós años, su música ya se reveló como un salto evolutivo en la nueva cancionística porteña: en sus creaciones conviven sin complejos elementos de la cultura andina (yaraví, huayno, cueca) con rock argentino, hot jazz, ranchera, tango, vals criollo y la impronta do it yourself del punk. El resultado es una canción llena de humor y hondura. El eslogan de su segundo disco, Munanakunanchej en el Camino Kurmi, es elocuente: «No se consigue en ninguna disquería del país». La propia Sofía los fabrica artesanalmente, hace todos los dibujos de la portada y vende los discos mano en mano.


Sexta lección aprendida:
Hacer un disco, como tocar, también puede ser un oficio. Un simple acto de humanidad.


Los músicos regresan a sus puestos. Hay unos segundos de silencio y, por lo bajo, sentimos una vibración subter ránea. Es un canto siberiano que prepara el terreno para el ingreso de las guitarras. Antes de cantar, todos miran el centro de la ronda, y los versos de Yupanqui empiezan a llegar como arrastrados por un viento bíblico: «Lo que entra en la cabeza de la cabeza se va. Lo que entra en el corazón se queda y no se va más».

Mientras la cámara toma posición y se suman los demás instrumentos podemos entender por qué —aunque no haya gestos de modernidad— la canción resulta tan vital. Después de muchos años nos estamos acercando a Yupanqui para abrazar a un hombre que no está en el pasado. Para leer su canción en estado de pregunta: «¿Quieres saber por qué? ¿Quieres saber por qué? ¡Escúchalo bien ¡Escúchalo Bien!». La respuesta es plural: «Al corazón solo entra la pura ver dad, al corazón solo entra la pura verdad».

De a poco, el verso comienza a girar sobre sí mismo y las voces se disuelven en una sola columna de aire. En un punto la ronda de músicos lo vuelve un mantra y el canto se convierte en pura fuerza centrífuga. Un remolino que sube al cielorraso de La Dulce y nos hace sentir otros. Otra cosa.


Séptima (y última) lección aprendida:
Al corazón solo entra la pura verdad.

Escrito por Martín Graziano
Ilustrado por Lula Bauer

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