Mi adicción al Football Manager
Ilustración de Mariano Epelbaum. ORSAI.

Crónica narrativa

Mi adicción al Football Manager

Siempre que termina un libro largo y trabajoso, el escritor y periodista Hernán Iglesias Illa se hunde en el Football Manager. Atentos a una crónica muy, pero muy técnica.

Escrito por Hernán Iglesias Illa
Ilustrado por Mariano Epelbaum

En mayo de 2018, estoy cerca del ascenso a Segunda. Juego con el Lemona, un equipo vasco que desapareció en la vida real pero en el Football Manager sobrevive a duras penas, siempre con problemas económicos, sin dejarme fichar jugadores ni ampliar el estadio, sostenido por los ochocientos o novecientos hinchas que lo van a ver a Arlonagusia, su cancha cerca de Bilbao. Es la última fecha de la Zona II de Segunda B. Si empato o gano contra el Zamora, salgo campeón, después de treinta y ocho fechas y unas diecisiete horas de juego.

Estoy en un café cerca de casa, adonde vine para intentar trabajar un poco y despegarme de mi adicción al Football Manager. No lo he logrado: llevo toda la tarde apretando la barra espaciadora, que mueve el tiempo hacia adelante, y corrigiendo los detalles que creo necesarios para levantar al humilde Lemona hasta el paraíso de Segunda. Después de dudar un momento, elijo ver el partido contra el Zamora en el simulador visual. Normalmente, para que no se haga tan largo, prefiero leer solo la flemática narración en inglés —«buen intento de David Suárez, la pelota se va al córner», «ha marcado Aguirre, que no puede creer su suerte»—, pero ahora, dada la magnitud de la ocasión, quiero ver a mis desconocidos jugadores, algunos de ellos inventados por la máquina, darse un homenaje y recibir el premio que se merecen a una temporada heroica. Entre las varias opciones de longitud (desde «partido completo» a «solo comentarios»), aprieto en «momentos clave», que interrumpe la narración para mostrarme, en una interfaz poco lujosa pero bastante futbolera, las jugadas más importantes. La mitad de estas jugadas son los goles del partido: temo lo peor cada vez que cambia la pantalla y veo a uno de los rivales con la pelota en los pies. Casi siempre acierto.

El Zamora, que no se juega nada, acierta las que no necesita y yo tiro afuera las indispensables. El resultado final es 2-2. Mis jugadores han pateado veinte veces al arco, contra nueve de ellos; y han pateado once veces entre los palos, contra cinco de ellos. Han tenido el cincuenta y siete por ciento de la posesión de la pelota. Pero no han ganado. Como pasa muchas veces en este juego enloquecedor, pero también en el fútbol profesional, el marcador del partido tiene poco que ver con las estadísticas sobre su desarrollo. Quedo tercero, detrás del Real Unión y el Palencia, y clasificado para unos repechajes dificilísimos de los que quedaré eliminado en primera ronda, dentro de dos semanas virtuales (media hora de juego), contra el Castellón. Cuando el Zamora ha metido el segundo, faltando quince minutos, le he dado un sacudón a la mesa del café, como si hubiera querido matar una mosca; tembló el piso de madera, tintinearon las cucharas en la taza vacía.

Como pasa muchas veces en este juego enloquecedor, pero también en el fútbol profesional, el marcador del partido tiene poco que ver con las estadísticas sobre su desarrollo.

La Segunda División B de España es una aventura eterna, casi sisifeana, porque solo ascienden cuatro de sus ochenta equipos. Para los otros setenta y seis, el fútbol es aquello que ocurre los domingos en canchas poceadas y semivacías y que tiene que valer la pena solo por sí mismo, como un purgatorio del que es improbable escapar. Me gustaría irme de la Segunda B, pero no puedo: mi prestigio en el Football Manager («oscuro», según mi ficha) me impide aspirar a coliseos mayores. Desde que empecé a jugar, hace dos semanas, mi carrera ha sido un constante descenso de categoría. Empecé en el Arsenal, de donde me echaron, como dicen los españoles, antes de comer el turrón de Navidad. «Los hinchas se rebelan contra el desconocido Hernanii», clamaban los titulares de prensa preparados por el programa.

En julio de 2018, Argentina ha despedido a Alejandro Sabella por su «pobre desempeño en el Mundial de Rusia», dice una nota. La selección, sin Messi, lesionado, perdió en octavos de final contra Inglaterra.

Estar sin trabajo en el Football Manager es una experiencia extraña. El mundo del fútbol sigue adelante («Barcelona se ha clasificado a las semifinales de la Copa del Rey», «Thiago, jugador del mes en la Liga BBVA») pero sin la participación de uno, que lo mira desde el otro lado de la pantalla. Uno ve a los demás divertirse, competir, participar y no puede hacer nada por acercarse. Está congelado en la vida virtual y también en su vida real, sentado en calzoncillos y medias frente a la computadora, dándole con nervio a la barra espaciadora, esperando a que algún club, cualquier club, le ofrezca un trabajo. Cuando ese club aparece, normalmente es de menor categoría al del último empleo, pero uno está tan desesperado por trabajar (es decir, por jugar) que acepta cualquier oferta. Además, exagerando un poco, como soy de la primera generación de argentinos que salió al mercado laboral con un desempleo del quince por ciento, estoy acostumbrado a decir que sí a todo lo que me ofrecen. Nunca rechacé un trabajo en la vida real y nunca rechacé un trabajo como técnico en el Football Manager. Así caí en el Blackburn Rovers, un equipo de la Segunda División inglesa con pasado ilustre y presente vergonzoso. Duré casi un año, desde febrero hasta diciembre, intercalando derrotas con empates y alguna victoria, siempre tirándole pelotazos al delantero centro (eso me pedían los hinchas en sus mensajes), hasta que una racha de seis derrotas seguidas, otra vez antes de Navidad, me devolvió a la calle. El tercer escalón descendente fue el Lemona, cuya existencia desconocía y que el Football Manager había mantenido vivo para mí (en la vida real fue liquidado en el verano de 2012). En el Lemona, sin hinchas y casi sin futbolistas, tuve que afinar la mirada y aprender a ser director técnico. En lugar de poner a los que parecían mejores, o de dejar que mi ayudante de campo eligiera la formación, empecé a bucear entre los miles de interruptores y palancas del FM, que parecen irrelevantes al principio pero se revelan vitales después: la diferencia entre perder y ganar es muchas veces la diferencia entre preparar o no preparar un partido; en decirle a un jugador que marque a tal en lugar de a aquél; en cambiar la táctica, minuciosa e interminablemente, una o dos veces por partido. El Football Manager es cruel porque castiga a los técnicos turistas, que llegan con la cerveza y el pochoclo y esperan ganar la Champions League porque han elegido jugar con el Barcelona, y premia a los nerds futboleros a quienes les gusta hurgar en los detalles y disfrutan de poner a un marcador lateral a practicar sus rechaces con la zurda. Este hundimiento, del turista al nerd, lleva semanas enteras de juego, y debo admitir que nunca logré completarlo.

En julio de 2020, Mariano Andújar se retira del fútbol, después de una década en el Catania. Tito Vilanova, que ha sobrevivido a su cáncer, renuncia a la selección española.

En los últimos años, cada vez que he terminado un proyecto largo me he permitido transportarme durante una o dos semanas al mundo hermético y paralelo del Football Manager. Vuelvo a descargarlo cada vez, pagando los treinta dólares de su precio legal, vuelvo a poner mi nombre, fecha de nacimiento y nacionalidad verdaderos (y mis equipos favoritos, en este orden: River Plate, Arsenal, Villarreal), y otra vez me decepciono por los fracasos iniciales y la granítica paciencia requerida para evitar las derrotas humillantes. La última vez que hice esto fue hace dos semanas y todavía estoy esperando que llegue el momento del asco y la saciedad, esa sensación tan intensa de frustración y vergüenza que me permitan desconectarme, borrar todo rastro del Football Manager en mi disco duro y olvidarme de él durante un par de años. Pero ese momento no ha llegado. A pesar de la desilusión con el Lemona y un paso lamentable por el Milton Keynes Dons, de la tercera división de Inglaterra, en 2021 y 2022, sigo intentándolo, recogiendo jugadores libres de las estepas castellanas y poniéndoles un informe, con la esperanza de que se conviertan en futbolistas reconocibles. En Primera División, casi todos los jugadores son calificados con cinco estrellas y altísimos puntajes técnicos; en la Segunda B, y especialmente en los equipos de Segunda B que se dignan a contratarme, los jugadores tienen media o una estrella y son tan desconocidos que sus puntajes técnicos están vacíos. Esos jugadores, sin contrato, siempre disponibles, con facciones inventadas por el programa (los senegaleses son negros, los españoles son trigueños y a veces pelados, los franceses son rubios y a veces de pelo largo), son los que tengo a disposición para no irme al descenso. Son mis guerreros, a quienes a veces hago jugar lejos de sus posiciones ideales porque no tengo reemplazantes mejores, y a quienes insulto cuando se erran varios goles o se lesionan durante varias semanas o son incapaces de recibir un 7.0 en su calificación.

A veces, casi nunca, el Football Manager se tilda. Se queda pensando en algo, procesando algunos de los miles de partidos que tiene en la cabeza, y nunca vuelve al menú principal. Entonces tengo que forzarlo a cerrar, abrirlo otra vez y cargar el juego desde la última vez que se guardó. Es una sensación rara y frustrante volver a jugar partidos que ya he jugado: repetir mi vida, sabiendo que la segunda versión siempre es peor. Las pelotas que en el primer intento han ido adentro, ahora pegan en el palo; los árbitros que antes han cobrado penales a favor, ahora los cobran en contra. Los partidos que he ganado en mi primera vida, los he empatado o perdido cuando me ha tocado revivirlos, mientras trataba de repetir mis decisiones anteriores. Como me pasa en marzo de 2023, dirigiendo al Hospitalet. Tres partidos que ya gané —contra Denia, Gavà y Gramenet— pero debo volver a jugar. Empato contra el Denia, un 1-1 bajo la lluvia, pierdo de local contra el Gavà, que venía penúltimo, y me pongo de tan mal humor que pienso en renunciar. Pero le gano 6-0 al Gramenet, con cuatro goles de Belarmino de Castro, un ficticio jugador angoleño que rescaté, improbablemente, de las inferiores del Rennes, y recupero algo de entusiasmo. En su perfil generado automáticamente, Belarmino es negro, tiene bigotes y unos ojos claros que parecen (no se ve bien) verdes o grises. Años después, cuando he dejado al Hospitalet pero sigo dirigiendo en los potreros de Segunda B, veo que De Castro es titular en el Espanyol, en primera división, y no puedo evitar sentirme orgulloso por él. Si tuviera alguien con quien comentarlo, le diría: «A Belarmino lo descubrí yo, cuando nadie daba un peso por él».

En Hospitalet juego de local ante setecientas once personas. Un sábado de febrero, en 2021, la ficha del partido dice que está ventoso y nublado y que hacen dos grados centígrados. Me siento mal por esas personas. El partido termina 0-0.

Esos jugadores, sin contrato, siempre disponibles, con facciones inventadas por el programa (los senegaleses son negros, los españoles son trigueños y a veces pelados, los franceses son rubios y a veces de pelo largo), son los que tengo a disposición para no irme al descenso.

Me importa menos, sin embargo, el estado de mi equipo. Barranca abajo en una mala racha que parece no tener fin (he ganado dos de los últimos catorce partidos), puedo notar cómo me estoy dejando ir. Elijo las formaciones automáticamente, sin fijarme quién está jugando bien y quién mal, ni pongo a prueba mis hipótesis tácticas: aprieto la barra espaciadora para huir hacia adelante, esperar el milagro de que mi equipo meta más goles que el contrario. Así deben de sentirse, pienso, los técnicos de equipos verdaderos cuando saben que se están quedando sin ideas ni energía. Siguen haciendo lo mismo de antes y esperan que esta vez el resultado sea distinto. Por eso estos técnicos taciturnos y resignados duran pocas semanas, hasta que renuncian o son despedidos. Así me siento ahora: sin fuerzas ni entusiasmo para abrir el capó del equipo o buscar jugadores para la próxima temporada. Me acerco al despido como un tren contra una pared, pero soy incapaz de hacer nada para corregir la dirección. Después de siete derrotas consecutivas, me echan. Tarde, veo un mensaje que se me había escapado: «Hernanii se niega a experimentar. Después de perder 0-3 con el Alcoyano, los hinchas se preguntan si no debería cambiar su sistema 4-2-3-1». Suspiro. Quizá los hinchas tenían razón.

Me ha pasado de encariñarme con mis jugadores. Josu Extaniz, un central vasco y melenudo que tuve en el Lemona: no se lesionaba nunca, metía muchos goles de cabeza y todas las temporadas terminaba con un promedio de más de 7.0, la barrera psicológica entre los buenos y los malos jugadores. En el Lemona también me gustaba un flaquito llamado Pablo Larena, que era lento y viejo pero dirigía al equipo desde la mitad del campo, moviéndose poco para que los demás se movieran a su alrededor. Solo después de varias temporadas me di cuenta de que Larena existe y es un jugador de verdad, uno de esos conmovedores casos de volantes talentosos pero indolentes que nunca cumplen a los treinta las expectativas generadas a los veinte. Larena jugó en Primera en el Atlético y en el Celta, más de suplente que de titular, y todavía anda por ahí, entre el Recreativo de Huelva, los intentos de regreso a su Las Palmas natal y las pruebas en equipos ingleses. No sabe que en otra vida ha sido feliz en el Lemona, donde el técnico lo ponía siempre y sus compañeros le pasaban la pelota. Cuando un jugador alcanza los treinta y cuatro o los treinta y cinco años, el ayudante de campo del FM te susurra al oído: «Los mejores años de Fulanito han quedado atrás». Pero uno se niega, después de tanto compromiso, a sacarlo del equipo. Llega junio y le renueva el contrato, por un poco menos de plata, en contra de la opinión de los dirigentes. Suben desde el equipo filial medios centros jóvenes que creen hacerlo mejor, el ayudante de campo recomienda reemplazantes lozanos y baratos. Pero Fulanito —como Larena o un tal Miguel, otro de mis favoritos— sigue saltando a la cancha y haciendo lo que saben hacer, arañando el siete de promedio, cada vez más despacio pero con la misma calidad, dándole al equipo gravedad y empaque.

Ahora he vuelto al MK Dons, el club antes conocido como Wimbledon y rebautizado tras una liquidación y una fusión. No me reciben como a un hijo pródigo. El equipo está penúltimo en la tercera división de Inglaterra y al plantel no le sobra nada. Tardo una hora en jugar el primer partido, ajustando acá y allá (¿quién patea los córneres desde la izquierda?, ¿cuánto recorrido le permito al lateral derecho, que parece medio burro?), ansioso por debutar pero sabiendo, a esta altura, que si no toco todas las perillas voy a perder. El primer partido tiene un marcador glorioso pero exagerado (5-0 contra el Bournemouth), tan injusto que me irrito. Tengo la sospecha de que la máquina me ha dejado ganar (quizá por respetar aquello de «técnico que debuta no pierde») y, como en efecto ocurre, me sacude después con tres derrotas seguidas, tan injustas como aquella primera victoria.

Un día me expulsan a un jugador a los once minutos del primer tiempo y la tarde siguiente, en conferencia de prensa, me preguntan por el árbitro. El FM me da cinco opciones de respuesta, algunas prudentes, otras arriesgadas. Elijo una que me parece prudente. «Desde donde yo estaba», les digo a los periodistas, «me ha parecido una decisión un poco dura». En el mensaje siguiente, recibo el titular que han formado con mis palabras: «Hernanii protesta contra el árbitro». La federación inglesa me abre un expediente y me advierte oficialmente que no critique la tarea de los referís. Sacudo mi cabeza real. Al final tienen razón los futbolistas y los técnicos: es imposible lidiar con la prensa deportiva.

Verano de 2022. En la bolsa de jugadores errantes, donde esperan los futbolistas huérfanos que nadie quiere, distingo un nombre: Enzo Zidane. Viene de hacer las inferiores en el Real Madrid y de jugar cinco años en el Portugalete. No parece muy bueno, pero lo contrato igual. Como tiene el nombre y el apellido de dos de mis ídolos máximos, lo pongo siempre de titular, en contra del consejo de mis ayudantes. Brilla poco, pero con el tiempo se gana la titularidad. Eso me hace sentir bien: el hijo de Zidane, bautizado con el nombre de Francescoli, convertido en un jornalero del fútbol, yendo con su mochila a donde le ofrezcan una camiseta y un par de botines, ha encontrado conmigo, en Castellón, un lugar donde sentirse en casa.

En los días difíciles, me irrita lo que percibo como una excesiva aleatoriedad del juego. Hay resultados extraños (un 4-0 que termina 4-5, una sospechosa cantidad de goles en los tiempo de descuento) y patrones que me parecen poco creíbles: soy regularmente incapaz de ganar los partidos de local contra los equipos que van últimos, y una semana más tarde goleo de visitante al que va tercero o cuarto. Me consuelo pensando que en el fútbol de verdad, el más arbitrario y frustrante de los deportes profesionales, eso también pasa. Pero igual me gustaría que hubiera algo más de previsibilidad: si soy un equipo de mitad de tabla, como casi siempre lo soy, quiero que sea por ganarles a los malos y perder contra los buenos, no al revés. En el FM, un 2-0 en el entretiempo no quiere decir nada: la máquina es capaz de dártelo vuelta con tres goles imprevistos, una expulsión salida de la nada y dos lesiones que dejan fuera a tus mejores jugadores para el resto de la temporada. Quiero empezar tranquilo mi partido contra la Real Sociedad «B» —como en todos los partidos, el 0-0, mientras dura, parece eterno— y me meten a los quince segundos un gol que no respeta los rituales ni los ritmos del fútbol verdadero. Cuando ocurre algo así, acuso al árbitro o a los programadores de estar conspirando en mi contra, de querer hacerme sufrir un infarto a propósito. Pero después, pienso, eso es lo mismo que creen los entrenadores profesionales, que planifican como científicos durante la semana y se vuelven locos como directores de orquesta los días de partido. Como nos pasa en el fútbol (y también en la vida), tenemos el ojo bien entrenado para detectar las injusticias y la mala suerte en nuestra contra pero rara vez las advertimos cuando nos tocan a favor.

En julio de 2027, la AFA despide a Diego Simeone como técnico de la selección argentina tras su «decepcionante» rendimiento en la Copa América. Con Simeone, la selección ha conquistado el Mundial de 2022 en Qatar y la Copa América de 2023. Los candidatos para reemplazarlo son Mauricio Pochettino, Javier Zanetti y un tal Juan Semino.

Una vez, después de más de un año desempleado, me han ofrecido dirigir a la selección de Estados Unidos. Me sorprende, pero acepto. Una semana antes, tras postularme para dirigir al Eibar, los diarios, crueles, habían titulado: «Eibar se ríe de la candidatura de Hernanii». Si el Eibar se ríe de mi candidatura, pensé, es que ya no me quiere nadie. Pero aparecieron los gringos, despistados o engañados por una falla en el sistema. El trabajo como seleccionador, sin embargo, es aburrido. Hay pocos partidos, no conozco a los jugadores y la prensa me vuelve loco: si convoco a uno es un escándalo, si no convoco a otro es una ignominia. ¿Por qué no llamaste a Josh Kleinert?, me preguntan en conferencia de prensa. Me habría gustado responder: porque no sé quién es. Preparándome para un amistoso contra Italia, ya clasificados los dos al Mundial de 2030, el programa se bloquea y falla. Aparece una ventana con varias líneas de lenguaje de programación y una ventana de diálogo con dos botones: «Close» o «Reopen». De repente, el hechizo se ha roto. Cierro la ventana y me quedo solo, en silencio. Me preparo un té. Le mando un mensaje a mi mujer: «¿Dónde estás? ¿Querés que te pase a buscar?».


POSDATA DE HERNÁN IGLESIAS ILLA.
Hace dos años recibí uno de los mejores correos de mi vida. Era de Hernán Casciari, con quien nunca había tenido contacto pero cuyas aventuras editoriales había seguido de cerca, siempre hinchando por él y el Chiri para que las cosas les salieran bien. «Me encantaría contar con vos en el primer número», decía Hernán, o Jorge, en aquel mail donde me contaba los planes de la revista. Escribí entonces sobre San Martín de Brooklyn, mi equipo en una liga amateur de Nueva York, o sea que mi participación en Orsai se abrió y se cerró con notas sobre fútbol: la primera en tres dimensiones, al aire libre, con rivales y árbitros de verdad; la segunda, la de hoy, en dos dimensiones, encerrada en mi escritorio, con rivales y árbitros de mentira pero igual de caprichosos. En el medio pasaron dos años, otras dos notas —una sobre mis viajes en moto por la ciudad (en Orsai N5), otra sobre el paso del huracán Sandy (Orsai N11)— y el declive irreversible de mi relación con el fútbol: a punto de cumplir cuarenta años, ya me cuesta mucho jugar al fútbol de once y me siento más cómodo apretando teclas y botones en el fútbol de mentira donde ni siquiera soy jugador de mentira: soy su entrenador. Pedí escribir esta posdata para reflejar este proceso, que me duele menos de lo que parece (trato de tomarlo con humor), y para decirle adiós a Orsai, que me alegró y me dio la posibilidad de escribir con libertad y apoyo en todo este tiempo. Ha sido un placer y un gran orgullo. 

Ilustrado por Mariano Epelbaum

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