El «Oso», un policial insurgente
Ilustración de Scafatti. ORSAI

Hechos policiales

El «Oso», un policial insurgente

En 1975 ocurrió la última batalla del ERP contra el Ejército, y quedaron muchos misterios sin ver la luz. Los investiga 'Patán' Rogendorfer, el mejor cronista de policiales.

Escrito por Ricardo Ragendorfer
Ilustrado por Luis Scafati

Para el mayor Carlos Españadero, el doce de septiembre de 1975 comenzó exactamente a las 4.45 de la mañana, cuando los timbrazos de su beeper se le colaron en el sueño. Aún adormilado, oprimió el activador del aparato y escuchó: «Abonado 086, concurra a la casa de su madre». En el críptico idioma de su actividad laboral, eso significaba que debía presentarse de inmediato en el edificio de Viamonte y Callao. Sus párpados, entonces, se abrieron de golpe.

Su vehículo demoró veinte minutos en cruzar a toda velocidad la distancia entre su casa de Avellaneda y el cuartel general del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), también conocido como Batallón 601.

Los altos mandos de la casa lo aguardaban en el sexto piso. 

Por la tarde, el vespertino Última Hora —que suplía al clausurado diario Crónica— ilustró su tapa con un primerísimo plano de esa fachada y un título impactante: «Destruyeron a cañonazos un reducto guerrillero».

Para su asombro, entre los presentes se destacaba un general corpulento y canoso, al que no tardó en identificar. Era nada menos que el segundo jefe del Estado Mayor. Su nombre: Leopoldo Fortunato Galtieri.

El jefe del SIE, coronel Alfredo Valín, lo trataba con deferencia.

El segundo jefe del SIE, coronel José Osvaldo Riveiro, se apuró en arrimarle un encendedor cuando puso un cigarrillo entre los labios.

Otros oficiales permanecían en un segundo plano. Españadero se sumó a ellos.

Recién entonces se supo el motivo de la convocatoria.

En resumidas cuentas, horas antes se había producido un enfrentamiento armado con una célula guerrillera sitiada por fuerzas policiales en una casa de Florencio Varela. Al no poder doblegar la resistencia de los irregulares, la policía había resuelto pedir refuerzos al Ejército. Así fue como al lugar del hecho había acudido un grupo de combate del Regimiento 7 de Infantería, con asiento en La Plata.

En el cuartel del SIE, el teniente coronel Jorge Suárez Nelson se encargó de informar la novedad con un detalle contextual:

—Descontando el Operativo Independencia, es la primera vez desde 1973 que tropas del Ejército participan en una acción militar de carácter interno.

Eso desató entre la concurrencia un murmullo triunfalista. Pero la voz aguardentosa de Galtieri se impuso en el espacio para reclamar precisiones. Suárez Nelson entonces aclaró:

—Esta operación, mi general, fue consecuencia de un minucioso trabajo de inteligencia efectuado por personal a mi mando. El objetivo era una célula del ERP. Todos sus integrantes fueron abatidos.

Alguien quiso saber a cuántos integrantes se refería.

—Estamos hablando de tres extremistas —fue la respuesta.

Al pronunciar esas palabras la suficiencia se disipó. Pero aun así Suárez Nelson tuvo aliento para admitir la existencia de un cuarto cadáver hallado entre los escombros de la vivienda.

—¿Y ese quién carajo era? —preguntó Galtieri.

La respuesta esa vez corrió por cuenta del coronel Valín:

—Era un empresario secuestrado.

En ese instante, el mayor Españadero se mostró perplejo.


La primicia del episodio fue comunicada al filo del amanecer por El Rotativo del Aire de Radio Rivadavia. Rápidamente otras emisoras se hicieron eco del asunto. El hecho prometía monopolizar la agenda periodística de ese viernes: una procesión de cronistas y reporteros gráficos fue confluyendo con el correr de las horas hacia la casa de Florencio Varela donde habían transcurrido los acontecimientos. Su estructura exhibía las marcas de la refriega. Por la tarde, el vespertino Última Hora —que suplía al clausurado diario Crónica— ilustró su tapa con un primerísimo plano de esa fachada y un título impactante: «Destruyeron a cañonazos un reducto guerrillero».

La noticia impresionó de modo muy especial a uno de sus lectores, un tal Rafael de Jesús Ranier. Al tipo solo le bastó un golpe de ojo para reconocer en esa foto un sitio que le era irremediablemente familiar. Pero su asombro fue mayor al toparse con el siguiente dato: «Entre los muertos estaba el ejecutivo de la firma Isaura, Luis León Domenech, quien fuera secuestrado el doce de agosto pasado».

Ranier no había calculado semejante epílogo.

Y tal imprevisión le causó un ramalazo de incertidumbre.

Quizás entonces haya recordado el inicio de aquella historia.


Hacía exactamente un mes, tres automóviles habían atravesado sigilosamente la zona residencial de Banfield hasta llegar a la esquina de Hipólito Irigoyen y Vieytes. El Peugeot 504 blanco que encabezaba la fila estacionó a media cuadra del único chalet que había en la manzana; otro vehículo del mismo modelo, pero color turquesa, lo hizo unos cincuenta metros más adelante. Y el tercero —una Ford Falcon Rural con cúpula metálica— siguió su marcha y recién se detuvo en un callejón cortado por las vías del ferrocarril, a casi un kilómetro de allí. Eran las ocho de la mañana.

«Entre los muertos estaba el ejecutivo de la firma Isaura, Luis León Domenech, quien fuera secuestrado el doce de agosto pasado»

Veinte minutos después se abrió el portón de la propiedad. Y del frondoso jardín salió un Chevrolet 400. A la distancia pudo verse que su único ocupante lucía una calva tipo Yul Brynner y enormes anteojos con marco de carey. Era Domenech. Ese contador público de setenta y dos años no imaginaba que durante los últimos días su rutina había sido estudiada mediante un meticuloso sistema de guardias y seguimientos.

Así fue como los encargados de aquella tarea habían podido saber que, de lunes a viernes, tras desayunar con su familia —compuesta por su esposa, una hija recientemente separada y dos pequeños nietos—, Domenech solía abandonar su domicilio entre las 8:15 y las 8:30 siempre a bordo del mismo vehículo. Y lo hacía sin custodia ni chofer. Por lo general, demoraba unos treinta y cinco minutos en llegar al edificio de la calle Suipacha 268, en el centro porteño. En el quinto piso funcionaban las oficinas de la petrolera Isaura. Él era el gerente general.

Esa mañana, en Banfield, el Chevrolet enfiló con cierto apuro por Hipólito Irigoyen.

A partir de entonces todo fue vertiginoso.

Pronto el Peugeot turquesa se interpuso en su camino. Al hacerlo sus ruedas chirriaron. Domenech, presa de la desesperación, solo atinó a poner el cambio en reversa. Pero el Peugeot blanco ya lo había encerrado por atrás. En ese instante se vio rodeado por tres hombres que empuñaban armas cortas. En pocos segundos fue subido al auto turquesa. Sus anteojos quedaron aplastados sobre el asfalto. 

El Peugeot tardó minutos en llegar al callejón en donde estaba la camioneta, ya con el motor en marcha. El jefe del grupo se acomodó junto al chofer; el resto, en la caja. Domenech fue sentado sobre la rueda de auxilio.

Durante la travesía nadie pronunció palabra alguna.

Para evitar avenidas con tránsito, pinzas policiales y otras sorpresas, la camioneta dejó atrás la zona de Banfield por caminos alternativos. Luego, bordeando el extremo norte de Almirante Brown, llegó a Florencio Varela. Después continuó por la Ruta 2. Y tras cruzar la estación de Bosques, giró en dirección a un viejo puente de hierro para internarse en un camino angosto que apuntaba hacia el oeste. De esa manera ingresó a un humilde barrio llamado El Rocío, cuyas calles, a pesar de su desolación, tenían nombres de flores. La camioneta se detuvo en la esquina de Los Alelíes y Las Orquídeas.

Allí solo había una antigua casa en el medio de un descampado.

De la nada aparecieron dos muchachos. En un abrir y cerrar de ojos Domenech pasó a sus manos. Otra silueta —acaso de mujer— permanecía agazapada en la terraza.

La camioneta recién volvió a arrancar cuando el anciano y sus flamantes anfitriones se perdieron tras la puerta. El chofer —un militante afectado a la estructura logística del ERP— soltó entonces un suspiro de alivio.

Era Rafael de Jesús Ranier, el mismo hombre que cuatro semanas después descubriría en la tapa de un diario el sangriento final del asunto.

Ya se sabe que eso —la noticia— desató su nerviosismo. Su única reacción fue correr hacia un teléfono público. Mientras esperaba ser atendido, es probable que su mente haya regresado otra vez a las circunstancias de ese ya remoto martes doce de agosto.

A media mañana —recordó Ranier— tras abandonar la camioneta en una esquina de Bernal, había subido a un tren que lo condujo hacia la estación de Villa Domínico. Desde ese lugar caminó unos cien metros, hasta llegar a una modesta casa ubicada en la calle Salvador Soreda al 4900. Era su domicilio. Lo compartía con su mujer y los dos hijos que ella tenía de un matrimonio anterior. Pero ninguno de los chicos estaba allí. En cambio advirtió otra presencia. La de un tipo de mediana edad, vestido con una gastada camisa de trabajo, que tomaba mate en la cocina con la mayor naturalidad del mundo.

Ranier solía presentarlo en el vecindario como su tío. Y en esa ocasión le dispensó un efusivo saludo. Luego fue directamente al grano.

—Todo salió a pedir de boca —dijo Ranier.

El otro quiso saber más.

Ranier entonces efectuó un minucioso resumen de lo acontecido, incluyendo la dirección en la que Domenech permanecía confinado y un perfil de sus depositarios. Por último, escupió la cifra que el ERP exigiría por él: seis millones de dólares.

En ese instante, al presunto tío le brillaron los ojos. 

Este no era otro que el mayor Carlos Españadero.

Un mes después, en la tarde del doce de septiembre —con la noticia de las muertes estampada en los diarios del día—, la voz de Españadero afloró al otro lado de la línea para serenar a Ranier, el hombre que se había infiltrado en el ERP.

Esa noche, el espía —cuyo nombre de guerra era el Oso— pudo dormir en paz.


Tras la emboscada a Domenech, el diario La Unión, de Lomas de Zamora, publicó unas líneas al respecto. La única repercusión fue una visita efectuada por un comisario de la Brigada de Banfield al editor para anticiparle los problemas que sufriría en caso de insistir con el tema. Desde entonces, ese secuestro se mantuvo en el más riguroso de los secretos.

El silencio también tuvo que ver con otra circunstancia: el ERP no había difundido el hecho, dado que —en ese caso— su móvil era solo económico; por entonces las finanzas de la organización no atravesaban un buen momento. De ahí que solo se contactaran con Isaura: la petrolera donde trabajaba Domenech.

Debían negociar el dinero.

La noticia llegó a las oficinas de Isaura por vía telefónica. Fue la propia hija de Domenech quien transmitió lo ocurrido al presidente de la firma, José María Elicabe. Este convocó a una urgente reunión de directorio para elegir a los encargados de pactar el rescate. Entre ellos estaba el gerente de comercialización, Antonio Armaño. Se trataba de un hombre de cuarenta años. Había ingresado a la empresa como empleado raso y tiempo después se había transformado en la mano derecha de Domenech.

En la noche de ese mismo martes, tras aguardar vanamente el llamado de los secuestradores, en Isaura decidieron hacer la denuncia policial.

Armaño jamás pensó que su jefe pudiera ser víctima de un secuestro. Aunque Domenech, unos días antes, le había manifestado su temor al respecto. Para colmo ese presentimiento tenía un valor agregado: debido a los problemas financieros que vivía la industria petrolera tras la nacionalización de las bocas de expendio, Isaura no estaba en condiciones de afrontar una contingencia semejante. Para reforzar ese concepto, Domenech había recurrido a un ejemplo irrebatible: los doce millones de dólares pagados a cambio de Víctor Samuelson, un ejecutivo de la Esso raptado en 1974 por el ERP, eran imposibles para Isaura.

En aquella conversación, Armaño había intentado tranquilizar a su jefe apelando a su sentido del humor:

—Don Luis, vaya siempre con un balance de Isaura en el bolsillo —había dicho.

Pero ahora se arrepentía de aquellas palabras.

En la noche de ese mismo martes, tras aguardar vanamente el llamado de los secuestradores, en Isaura decidieron hacer la denuncia policial. Con ese propósito Armaño y Elicabe partieron hacia Lomas de Zamora. Media hora después ingresaron a un sombrío edificio ubicado en la calle Vernet al 1200. Allí funcionaba la Brigada de Investigaciones de Banfield. En el patio lindante a la oficina de guardia había un vehículo estacionado; era nada menos que el Chevrolet de Domenech. Los recién llegados lo contemplaron con espanto. Luego fueron recibidos por un hombre alto y esmirriado que se manejaba con una helada cortesía. Era el comisario Alberto Rousse.

El encuentro fue breve, pero tenso.

Los denunciantes aún no se habían acomodado en sus asientos cuando el uniformado les soltó la siguiente inquietud: 

—¿Esta persona tenía deudas de juego?

La respuesta, desde luego, fue negativa.

—¿Y líos de polleras?

La respuesta esa vez quedó inconclusa debido a la sorpresiva irrupción de un sujeto que dedicó una mirada desorbitada a los presentes. Era el comisario Miguel Etchecolatz. Obviando toda forma de saludo se apuró en aclarar:

—Todavía no sabemos si los secuestradores son delincuentes comunes o subversivos.     

Rousse aprobó la frase con un leve cabeceo, a sabiendas de que Etchecolatz no decía la verdad. Horas antes, ambos habían estado con un emisario del Batallón 601 que los había puesto al tanto de los datos proporcionados por el Oso Ranier —aunque omitiendo deliberadamente la posible cifra del rescate— y se había retirado tras impartir una orden: no actuar por el momento.

Sin novedad alguna, entonces, Armiño y Elicabe abandonaron la comisaría y regresaron sobre el filo de la medianoche al edificio de Isaura. Ahí supieron que todavía no se había producido el contacto con los secuestradores.

El coronel Valín —jefe del SIE— y los suyos ya estaban enterados de esa circunstancia. 

En el transcurso de la tarde, todos los teléfonos de la empresa habían sido intervenidos. Igual suerte habían corrido las líneas particulares de sus directivos. En paralelo, un grupo de agentes controlaba la sede de Isaura desde la calle. Y otro ya exploraba el terreno para establecer una discreta vigilancia sobre la casa en la que Domenech permanecía cautivo.

El teniente Suárez Nelson estaba a cargo de las operaciones.


Con el correr de los días, la incomunicación entre el ERP y los allegados a Domenech comenzó a irritar a los jefes del Batallón 601. En el barrio El Rocío tampoco fue visible ningún movimiento revelador. La vivienda sobre la cual los espías apuntaban los ojos estaba rodeada por una arboleda que —al igual que la falta de alumbrado público— favorecía la privacidad de sus ocupantes. Además, su ubicación aislada de las casas más próximas ponía fácilmente en evidencia a los intrusos.

A los hombres del SIE no les quedó más remedio que instalar su puesto de observación en un taller abandonado que estaba entre la Ruta 2 y la calle Chascomús, a unos doscientos metros del búnker insurgente. En ocasiones, solía dejarse ver un falso botellero con el pelo cortado a la americana y un bulto en el sobaco. También había vendedores ambulantes y barrenderos inventados. Tenían la misión de estudiar las posibles vías de asalto. Pero sus presencias se fueron tornando aún más sospechosas que las de los propios guerrilleros.

En el ERP, paradójicamente, no suponían que se encontraban bajo la mira del Batallón 601.

El refugio estaba al mando de una mujer. Era la que estaba en la terraza la mañana en que Domenech había sido llevado hasta allí. Cuando la vio, aquel día, el Oso no demoró en reconocerla. Se trataba de una militante de la Zona Sur a la que llamaban Popi. Su nombre era María Cristina Asconape, tenía veinticuatro años y había recalado en el Gran Buenos Aires tras la detención de su pareja, ocurrida en octubre de 1974. 

Hasta entonces, su vida había tenido visos de normalidad. María Cristina era instrumentista en el Hospital Ramos Mejía y trabajadora voluntaria de la Casa Cuna, y también era activista en el Sindicato de Trabajadores Municipales. Había ingresado al ERP a fines de 1971. Lo había hecho junto a Carlos Martínez, con quien que se había casado poco antes. Ambos residían en un pequeño departamento ubicado en la calle Viamonte al 2700, a pocas cuadras de la plaza Miserere.

La vida conyugal se quebró definitivamente un martes por la noche, cuando María Cristina recibió la visita de un compañero de militancia que traía una mala noticia: Carlos había sido baleado en el barrio de Palermo al resistirse a un control policial. Y había estado tirado sobre un charco de sangre hasta que llegó una ambulancia. Ella dedujo que Carlos podría estar en el Hospital Fernández. Hacia allí partió.

En la entrada había patrulleros y otros vehículos no identificables. En los pasillos pululaban individuos sin aspecto de médicos o pacientes. Lo cierto es que ninguno reparó en esa mujer menuda que intentaba disimular sus nervios mientras pedía un turno en la guardia. Al rato fue atendida por una médica que no tuvo una mala reacción al enterarse del verdadero motivo de su presencia: reveló que Carlos estaba en cirugía. Ambas quedaron en volver a verse en una confitería de la avenida Las Heras.

Un sexto sentido hizo que María Cristina no desconfiara de su flamante aliada, quien acudió a la cita con una novedad: Carlos había sobrevivido al quirófano y ya se encontraba en terapia intensiva, aunque con pronóstico reservado. También informó que su convalecencia transcurría en medio de un fuerte dispositivo policial. Por último, extrajo de su cartera un preciado objeto: el DNI de Carlos. Un enfermero lo había hallado entre sus ropas. En consecuencia, los uniformados aún ignoraban su nombre y domicilio. Eso le concedía a María Cristina unas horas de ventaja.

Esa misma madrugada, María Cristina —Popi— se lanzó hacia los escarpados caminos de la clandestinidad.

A partir de entonces se movió con una identidad ficticia entre Quilmes y Berazategui, ya asimilada a la estructura logística del ERP. En ese ámbito tuvo a su cargo la preparación de un equipo de sanidad. También participó en algunas acciones armadas y se puso a pergeñar un plan de fuga para Carlos, que seguía internado en el Fernández bajo una estricta vigilancia.

Sin embargo, el asunto sufrió una inexplicable filtración y el prisionero fue rápidamente llevado al penal de Villa Devoto. Corría febrero de 1975. Días antes de ese movimiento Popi había efectuado un traslado de armas con un compañero cuya corpulencia se apretujaba ante el volante de un Renault 12. El tipo era muy extrovertido y no paraba de hablar. A la mujer le había llamado la atención su actitud temeraria; se movía como si nada pudiese doblegarlo.

Popi no lo volvió a ver hasta la mañana del doce de agosto, cuando desde la terraza reconoció su peculiar silueta apretujada esta vez ante el volante de una Falcon Rural.

Las dos semanas posteriores transcurrieron sin ninguna variación.

La inexistencia de tratativas entre el ERP y los gerentes de Isaura seguía irritando a los jefes del Batallón 601. Y en el refugio de la calle Los Alelíes todo era monotonía.

Los espías atrincherados en el viejo taller de la Ruta 2 hasta se habían habituado a ver al cautivo cuando era diariamente llevado hacia el jardín para estirar las piernas. En tales ocasiones lo escoltaba un muchacho de porte robusto. El Oso lo había identificado como el Negro Ramón; su nombre era Julio Tristán Montoto y tenía veintidós años. Unos meses antes había combatido en Tucumán, al igual que el tercer habitante de la casa. A este —según los dichos del Oso— le decían el Gringo; su nombre era Hugo Mogensen y acababa de cumplir los veintitrés.

Mogensen había cursado Derecho en la Universidad de La Plata. Luego había ingresado en el ERP, donde no tardó en convertirse en un cuadro militar. Tenía dos hijos y una exmujer que no comulgaba con su militancia. Su padre, Gustavo Mogensen, tampoco estaba de acuerdo con la actividad. El hombre —un empleado jerárquico del Plaza Hotel con ideas afines al peronismo ortodoxo— temía por la vida de su hijo, al punto de que en una ocasión había pensado en recurrir al consejo de un comisario amigo, convencido de que esa sería una solución adecuada. Pero a último momento desistió.

Mientras el padre evaluaba un salvoconducto, el hijo —el Gringo— combatía en Tucumán. A su regreso, el Gringo decidió pernoctar en la casa paterna, situada en la zona residencial de Berazategui. Conservó ese hábito estando ya abocado a la custodia de Domenech. Se trasladaba de un lugar a otro en el Rastrojero gris de su padre.

Los hombres del SIE, a través de un prolijo seguimiento, tomaron debida nota de ello. Pero seguían sin poder detectar una posible negociación por el rescate.

Suárez Nelson comenzó a sospechar que las partes interesadas podrían haber articulado una vía de diálogo a espaldas de los controles dispuestos por él. Esa impresión se vio robustecida por dos hechos: en la mañana del jueves once de septiembre sus agentes constataron que Domenech no había sido llevado a su paseo matinal. Además, al mediodía el Gringo había partido a bordo del Rastrojero para luego regresar manejando un Rambler Classic. El vehículo quedó estacionado junto al portón de la casa, como para que sus ocupantes pudiesen abordarlo con rapidez y sin exponerse a la vista de terceros.

Todo parecía encaminarse hacia un desenlace inminente.   

Suárez Nelson —que aún soñaba con el dinero del rescate— no dudó de ello. Y, sin perder un instante, se comunicó con el comisario Etchecolatz.


Los primeros acordes del operativo policial resultaron imperceptibles.

Poco antes de las ocho de la noche, unos siete móviles sin identificación se internaron en las calles del barrio. Transportaban a treinta efectivos de la Brigada de Banfield, encabezados por el comisario Rousse y el propio Etchecolatz.

Así pasó una tensa media hora, en la que solo fue audible el canto de los grillos. Etchecolatz aprovechó ese lapso para supervisar la posición de su tropa con el fervor de un mariscal.

Minutos después entraron en escena otros cien policías pertenecientes a diversas comisarías del sur bonaerense. Algunos cortaron la Ruta 2, desviando el tránsito hacia el Camino General Belgrano. También fueron clausuradas varias arterias vecinales, mientras que el resto formaba un enorme cordón de seguridad alrededor del refugio guerrillero. Recién entonces, los hombres de la Brigada tomaron ubicación detrás de los árboles.

Únicamente faltaba la orden para entrar en acción.

Pero los jefes policiales pretendían que la oscuridad fuese total.

Así pasó una tensa media hora, en la que solo fue audible el canto de los grillos. Etchecolatz aprovechó ese lapso para supervisar la posición de su tropa con el fervor de un mariscal.

Sin duda, confiaba en el factor sorpresa. Pero su plan se derrumbó al ver el horizonte fracturado por una ráfaga de fuego que partía desde la terraza. Ello provocó el desbande de sus hombres.

Por unos segundos el silencio fue absoluto. Luego se escucharon algunos gemidos de dolor entremezclados con voces de mando.

—¡Un médico, carajo! ¡Un médico! —gritaba un sargento, mientras sostenía a otro suboficial con un balazo en la nalga.

Cerca de allí, Rousse dirigía una mirada incómoda hacia un oficial que se debatía entre la vida y la muerte con una parte de su masa encefálica esparcida en el pasto.

Mientras tanto, Etchecolatz bramaba órdenes que nadie parecía escuchar.

Otra ráfaga partió desde la terraza.

Esa vez las balas inutilizaron un Torino de la Brigada.

Pese a los bramidos del comisario, sus hombres volvieron a retroceder.

Por unos minutos los policías no atinaron a moverse de sus improvisados parapetos. Luego lograron reagruparse. En ese momento, algunos uniformados abandonaron el cordón perimetral para unirse a ellos. Y todos dispararon al unísono.

Pero la réplica de los insurgentes no tardó en hacerse oír.

Etchecolatz, quien había quedado en medio del fuego cruzado, se tiró boca abajo. Permaneció así durante la siguiente hora. Finalmente pudo reptar hacia la retaguardia. Sus ojos lucían más desorbitados que nunca.

Ante el cariz de los hechos el Ejército decidió tomar cartas en el asunto, luego de que la policía provincial cursara un desesperado pedido de auxilio al Estado Mayor. Al rato llegó al teatro de operaciones una columna de camionetas verdes. De su interior saltaron unos cincuenta efectivos armados hasta los dientes. Era un pelotón del Regimiento 7 de Infantería de La Plata. Lo comandaba el jefe de la unidad, coronel Roque Carlos Presti.

Al hombre le alcanzó un vistazo para evaluar la situación. Los destellos del fuego enemigo le permitieron entrever las formas de la pequeña fortaleza guerrillera. Pese a la lluvia de proyectiles desatada sobre ella, su estructura seguía intacta. Las balas que rebotaban sobre la puerta de hierro forjado solo lograban emitir un tintineo perturbador. Y la terraza era una trinchera infranqueable. Desde allí volaban granadas de guerra, ráfagas de ametralladora y disparos efectuados con un FAP.

El coronel recién apartó la vista al sentir un ardor en las retinas: el viento devolvía los gases lacrimógenos. Al regresar sobre sus pasos advirtió la presencia de dos civiles. Uno de ellos era el juez de turno. A viva voz había intentado mediar en el conflicto. Pero los tiros lo habían obligado a refugiarse detrás de un árbol. Ahora conversaba amigablemente con los comisarios.

El otro civil estaba rodeado por un grupo de policías; era nada menos que don Gustavo Mogensen, el padre del Gringo. El comisario Rousse lo había hecho traer para presionar a su hijo. El intento no prosperó.

A pesar de su estruendoso devenir, el combate se había estancado en una suerte de empate técnico. Sin dejar de accionar sus armas ambos bandos se mantenían mutuamente a raya. A los uniformados les resultaba imposible aproximarse hacia la casa y a sus ocupantes les era impracticable iniciar la retirada.

A medianoche la intensidad del tiroteo bajó. Los del ERP únicamente disparaban ráfagas a modo de advertencia. Eso significaba que habían empezado a economizar municiones.

Luego, los tiros cesaron.

Pero la calma no fue duradera; solo bastó el leve sonido de unas pisadas para desatar nuevamente el infierno. El coronel miró su reloj. El reverdecer de las hostilidades había despertado su impaciencia. Y valiéndose de señas impartió una orden a un grupo de conscriptos, quienes tardaron un minuto en montar una pieza de artillería sobre el descampado. Era un mortero de noventa milímetros.

La primera descarga causó un fogonazo en la boca del caño, e iluminó el cielo al estrellarse sobre la casa. Así pulverizó parte del muro y el portón.

La respuesta fue una barrida de fusil, seguida por un tiro de pistola que sonó en el interior de la vivienda. 

El segundo cañonazo hizo blanco entre el techo y la ventana.

Y el tercero arrasó con la terraza.

El silencio entonces fue definitivo.

Poco después, soldados y policías corrieron a campo traviesa. El asalto final resultó un juego de niños.

Don Gustavo Mogensen fue obligado a reconocer ahí mismo el cadáver de su hijo. El Gringo yacía en la terraza, con los brazos abiertos en cruz y la mirada inmóvil. El Negro Ramón agonizaba junto al tanque de agua, con una mano estirada hacia un FAL caído a centímetros de su alcance. Un tipo de civil se aproximó y, sin mover el brazo que llevaba pegado al cuerpo, le disparó tres veces en la cabeza.

De la mujer, en cambio, no parecía haber rastros. Eso sobresaltó a los presentes. Su cuerpo luego fue hallado entre los escombros.

Unas horas después, cuatro presos políticos alojados en Devoto oían en su celda el programa Charlando las Noticias, conducido por Julio Lagos. El periodista había arrancado la emisión con una crónica algo lavada de lo sucedido en Florencio Varela. Después, siempre con su dicción afable, dio a conocer el nombre de los muertos. En ese instante uno de los presos empalideció.

—Acaba de caer mi compañera —dijo.

Recién entonces a Carlos Martínez se le humedeció la mirada.

Dicen que esa mañana unos cuarenta presos —del ERP y Montoneros, en su mayoría— homenajearon al trío abatido con una formación militar efectuada en el pasillo del pabellón.

A esa misma hora, un llamado telefónico arrancó de la cama al ejecutivo Armaño. Del otro lado de la línea estaba la voz de Etchecolatz. Sin rodeos, dijo:

—Vea, tenemos a su hombre.

Armaño quiso interesarse por el estado de su jefe. Pero no pudo hacerlo. El otro se le había adelantado con la siguiente indicación:

—Vaya lo más rápido que pueda a la morgue de La Plata. 

Al rato, Armaño pudo reencontrarse finalmente con el hombre secuestrado. Luis León Domenech vestía la misma ropa con la que había salido de su casa. Y parecía dormido. En realidad tenía un disparo en la nuca.

La versión policial atribuyó su muerte a una bala guerrillera.

Por su parte, los hombres del SIE se mostraron convencidos de que había habido negociaciones secretas entre la empresa petrolera y el ERP, y de que ese arreglo —sin que ellos pudiesen detectarlo— había culminado con el pago del rescate.

Los insurgentes en ningún momento se pronunciaron al respecto, aunque un rumor generado en la organización señalaba la existencia de intensas tratativas que, con vistas a lo ocurrido, habían quedado truncas. Para contribuir al desconcierto general, además, Armaño aseguraría a través del tiempo que jamás existió contacto alguno con los secuestradores.


Lo sucedido en el barrio El Rocío conmovió a la opinión pública por su virulencia. Al flamante presidente interino Ítalo Luder, el incidente le sirvió para poner en relieve la peligrosidad de las «bandas subversivas». Pero el Ejército se mantuvo en silencio, exagerando así su presunta subordinación al poder civil.

Para la milicia liderada por Mario Roberto Santucho, la batalla de Florencio Varela tuvo un efecto ambivalente. Sus órganos de difusión no habían escatimado elogios ante la excelencia operativa y el heroísmo de los combatientes caídos. Pero en las hendijas de esa historia se proyectaba la sombra de una duda: el modo en que las fuerzas policiales habían localizado el búnker guerrillero.

A Juan Mangini —también conocido como «Pepe»— este interrogante le quitaba el sueño. Era nada menos que el jefe de Inteligencia del ERP.

En el atardecer del quince de septiembre —tres días después de la balacera—, Pepe cruzaba presurosamente la avenida General Paz al volante de una vieja Estanciera. No se trataba de alguien que pasara desapercibido: pesaba unos ciento veinte kilos, su abdomen era tan llamativo como la hernia que le abultaba el bajo vientre y el cabello con gomina le otorgaba un aire tanguero.

En esa ocasión el rostro de Pepe lucía contrariado; acababa de toparse con un dato inquietante: la Regional Capital estaría infiltrada por un espía del Batallón 601. Al menos así lo había asegurado un sargento del SIE captado por los Montoneros. Estos no habían tardado en elaborar un informe al respecto, antes de establecer un encuentro con el hombre del ERP para entregarle una copia.

Pepe ahora se dirigía a una quinta del sur bonaerense para tratar el asunto con el propio Santucho. Y su preocupación iba en aumento.

En el paper no había mayores precisiones sobre la identidad del agente enemigo. Con la excepción de un apodo: el Oso.

Epílogo

El informe montonero contenía una inexactitud: en la estructura capitalina del ERP no había nadie llamado así. En consecuencia, el Oso siguió operando sin contratiempos en el Gran Buenos Aires.

A este personaje se le atribuye la entrega al Ejército de cincuenta militantes. Además de haber propiciado la localización de varias casas operativas, imprentas, talleres de armamento y depósitos de propaganda, en donde fueron acribilladas otras trece personas. A tal conteo se le suman las cincuenta y tres bajas guerrilleras en el frustrado ataque al Batallón de Arsenales Domingo Viejobueno, próximo a la localidad bonaerense de Monte Chingolo, oportunamente delatado por él.

Ese hecho —ocurrido en vísperas a la Navidad de 1975— dejó al descubierto su condición de agente militar.

Tras ser sometido a juicio revolucionario por el ERP, Rafael de Jesús Ranier fue ejecutado el trece de enero de 1976. 

Ilustrado por Luis Scafati