Deconstruyendo a Harry

Libros y literatura

Deconstruyendo a Harry

¿Qué tiene Harry Potter? ¿Por qué semejante fenómeno? ¿Es solo para jovencitos? Ana Prieto no es adolescente y le encanta, por eso le pedimos que nos lo explique despacio.

Escrito por Ana Prieto
Ilustrado por Lucas Nine

Viernes veintidós de julio de 2005, ocho y media de la noche aproximadamente, ciudad de Buenos Aires. Estaba leyendo la página 534 de mi ejemplar de Harry Potter and the Half-Blood Prince comprado seis noches antes cuando sonó el teléfono, ese artefacto muggle que desconoce la intimidad. Era mi amiga Mariana para preguntar qué iba a hacer más tarde.

—Leer Harry Potter.

—Ah, ¿ya te lo compraste?

—Sí, apenas salió.

Mariana debe haber percibido la urgencia irritada en mi voz. Desde hacía algunos años mis amigos más cercanos sabían que había un asunto que conmigo no podía negociarse: Harry Potter. Sabían que había leído los tomos I, II y III en menos de diez días, y que a partir del IV me los compraba en inglés porque no podía esperar la traducción. Sabían que reservaba mis ejemplares dos meses antes de que llegaran, que hacía colas nocturnas rodeada de niñitos disfrazados y que estaba dispuesta a desembolsar el dinero que fuere por mi flamante tomo de editorial Bloomsbury.

—Y… ¿leíste el diario ayer? —preguntó Mariana con una cadencia rara en la voz.

La respuesta era no. Por algo iba por la página 534. Desde el sábado a la noche el tiempo que no empleaba en trabajar y alimentarme estaba por completo consagrado a Harry.

—Es que —dijo, eligiendo con cuidado las palabras— publicaron cosas del final.

Un quejido, un grito; me incorporé en la cama (leía tendida en la cama), y no la dejé seguir.

—¡Pará ahí, Mariana! ¡No me cuentes nada, no se te ocurra contarme nada, nada, no me cuentes nada, no quiero saber nada!

Pobre amiga mía, lidiando con una grandulona implorante de treinta años.

No me contó nada, salvo esto: Clarín, el diario de mayor tirada de la Argentina, había publicado datos esenciales del final de Harry Potter and the Half-Blood Prince, cuando todavía faltaban siete meses para que el volumen saliera en castellano. Hoy, seis años después del incidente, sostengo lo que sostuve en mi acalorada arenga telefónica: si publicaron datos del final es porque la prensa local no tiene ningún respeto por Harry Potter, porque les parece un libro menor, un fenómeno de ventas antes que una narración, un engendro mediático antes que literatura.

—¿De otro libro habrían publicado el final? ¡No!

—Bueno —me interrumpió Mariana (la imagino revoleando los ojos, aburrida ya de mi alegato) —¿Vamos a cenar?

Salí a cenar con ella e hice bien: dejar de leer iba a permitirme experimentar lo que en psicología se llama «retraso de la gratificación».

El affaire Potter-Clarín cobró casi entidad de problema de estado. Una semana después de la desgraciada revelación, el diario publicó un editorial en el que llamaba a los fans nacionales «guardia de infantería vernácula de Harry Potter», porque durante días habían disparado mails y llamados furibundos insultando o exigiendo una disculpa pública. Para horror de los lectores perjudicados, el periódico no ofreció disculpas y en cambio describió el origen de la controversia como «una torpeza involuntaria». A mi amiga Mariana, que hasta el día de hoy no ha leído una sola página de la saga, todo el asunto le resultó hilarante.

En cuanto a mi propia experiencia con el libro, me cuidé de mantener internet a raya hasta terminarlo, pues aunque el único espoiler impreso del que tuve noticia fue el mencionado, el detalle de todo lo que el seguidor de Harry no debía conocer hasta el momento reservado, elegido y abonado para hacerlo, se multiplicó día a día en foros, blogs y demás espantosas posibilidades de la web 2.0. Quienes tuvieron éxito en la esforzada hazaña de preservar la ignorancia hasta la llegada de la traducción merecen sin duda un reconocimiento.

Y cuando la versión al castellano estuvo finalmente disponible unos meses después, esperé por sexto tomo consecutivo un feedback mediático local en el que a) pudiera reconocerme, o b) no me sintiera agraviada como lectora. Fue otra espera en vano.

Nunca llegué a entender, ni como seguidora de Harry Potter ni como periodista, por qué mi gremio había iniciado una cruzada contra la saga ni de dónde había salido la tácita y anticipada imposición de despreciarla. Mientras en España Fernando Savater analizaba el conjunto de los libros para el suplemento literario «Babelia», mientras en Brasil el diario Folha de São Paulo publicaba adelantos y reseñas, y en Estados Unidos The Wall Street Journal le encargaba una crítica a Harold Bloom, la prensa argentina se limitaba, en su apabullante mayoría, a hablar del «fenómeno Potter» solo con expresiones numéricas: cuántos ejemplares se vendieron, cuántas páginas tenía dicho ejemplar, cuántas personas habían hecho cola, cuántas de ellas disfrazadas. Ocurrió a menudo que, a falta de haber leído el libro, se llenaron líneas con testimonios de autores nacionales y extranjeros, eligiendo casi siempre aquellos que ninguneaban a J.K. Rowling y su obra. Se solía explicar el éxito de los libros en términos de la voluntad de un hato de capos de marketing, como si la saga no fuese otra cosa que un juego de dominación hecho a medida de un público estúpido y alienable. Pero sobre todo nunca entendí por qué se reseñaban todos los libros del mundo menos los de Harry Potter. Alguna vez se tradujo un comentario de The New York Times (donde se hicieron críticas de todas las entregas), o se concedieron espacios para que académicos y psicólogos explicaran con sesudísimas razones el efecto de la serie en la cabeza de niños y padres. Hubo, desde luego, una que otra excepción, como una nota del escritor Rodrigo Fresán para el suplemento «Radar» del diario Página 12 en el año 2000, y otra de la periodista y escritora Mariana Enríquez, publicada en el mismo medio en el año 2007. El encabezado de esta última señalaba, como el hecho excepcional que era, que «Radar» había leído Harry Potter y las reliquias de la muerte.

Otro tanto puede decirse de las entrevistas. «¿En serio leíste Harry Potter?» se le preguntó al exitoso escritor argentino Luis Pescetti, como si hubiese dicho que criaba basiliscos en el fondo de su casa. No era la primera vez que el autor de Natacha sorprendía a los medios con confesiones semejantes: en una nota anterior se le había preguntado si era un chiste su afirmación de que los libros de J.K. Rowling no deberían faltar en la biblioteca de ningún niño.

Durante mucho tiempo intenté explicarme las causas de tanto sistemático y unánime rechazo; causas que fuesen más allá de la pedestre convicción de que todo lo masivo es vulgar y enajenante. Pero mis elucubraciones, francamente, nunca duraron demasiado; decidía que era más divertido tirarme a leer Harry Potter. Y no es que yo esperara críticas celebratorias, tapas apologéticas o especiales para fanáticos. Solo esperaba una nota sostenida en la lectura de los libros. Como fuere, las razones por las cuales estos se convirtieron en un motivo de vergüenza intelectual son casi tan misteriosas como los diez años que Lord Voldemort pasó en Albania tras asesinar a los padres de Harry y con ello dar inicio a la saga literaria más famosa de los últimos tiempos.


La historia de Harry Potter en el planeta Tierra comenzó con la publicación de Harry Potter y la Piedra Filosofal en julio de 1997. En el año 2003, cuando había salido el quinto tomo, Harry Potter y la Orden del Fénix, y la segunda película, correspondiente a Harry Potter y la cámara secreta, la escocesa Joanne Kathleen Rowling se convertía, con treinta y ocho años, en la única persona de la historia de la humanidad en devenir multimillonaria escribiendo libros, y en la más joven de la lista de acaudalados de la revista Forbes. Su fortuna, se especulaba, era mayor a la de la reina de Inglaterra.

Las cifras de la venta son abrumadoras. De lo particular a lo general y con ejemplos al azar: cuando compré Harry Potter and the Half-Blood Prince, el penúltimo volumen de la serie, más de ocho mil argentinos hicieron lo mismo, vaciando las cajas recién llegadas en tiempo récord (esa partida de libros no llegó a las estanterías). En México D.F., la famosa librería Gandhi vendió mil doscientos ejemplares en una hora. En Noruega se vendieron ciento treinta mil. Solo en Alemania, Amazon tenía reservas para ciento cincuenta mil personas. Y ciento ochenta y nueve traductores amateurs se dividieron de inmediato la tarea de elaborar su propia versión germana para una web privada que el informático Bernd Koeleman había creado tres años antes, inicialmente para que su hija no esperase meses por la traducción. Finalmente, en aquellos países que leían Harry Potter en idioma original, Inglaterra y Estados Unidos, se vendieron nueve millones de copias en veinticuatro horas.

Detengámonos en esos números un momento: nueve millones de copias.

Cien mil por diez, nueve veces.

Nueve millones de libros en nueve millones de casas. En un solo día.

Harry Potter y las reliquias de la muerte, el último volumen de la serie, se publicó en 2007. Y promediando 2008, cuando aparecieron las respectivas traducciones en decenas de países, se pudo hacer la cuenta completa: cuatrocientos millones de ejemplares comprados en todo el mundo en el transcurso de diez años. Hoy a esa cifra se han sumado cincuenta millones más. J.K. Rowling está, desde luego, entre los autores de ficción más vendidos de la historia.

La saga se lee en sesenta y cinco idiomas. Harry Potter and the Half-Blood Prince se tradujo como Harry Potter y el misterio del príncipe en castellano; se dice Harry Potter og Hálvblóðsprinsurin en feroés —un lenguaje nórdico hablado por menos de sesenta mil personas—, Харри Поттер ба Эрлийз Хунтайжy en mongol; y ر و شاهزاده دورگه en persa. Y esos sesenta y cinco idiomas se convierten en sesenta y nueve si tomamos en cuenta la traducción al portugués de Brasil que hizo Lia Wyler (traductora de Henry James y Joyce Carol Oates), la versión en chino simplificado (también hay una en chino tradicional), la adaptación valenciana de la edición catalana y la versión en alfabeto cirílico. Incluso hay una página en internet que junta firmas para traducir Harry Potter al esperanto. El primer firmante se sumó a la causa en marzo de 2006, y el último en mayo de este año. El total hasta hoy: setecientos setenta y ocho interesados.

Se habla de saga y de serie, y es cierto, pero también es cierto que se puede hablar de Harry Potter como una sola novela de tres mil seiscientas sesenta y dos páginas. Lo que hay, entre parte y parte, son los meses de verano en que termina el ciclo escolar y Harry debe volver al mundo muggle (el mundo no mágico en el que vivimos personas como usted y como yo), a la casa de sus afanosamente insoportables tíos, los Dursley.

A las versiones cinematográficas no puede considerárselas, en cambio, como una sola película dividida en partes (propiedad que sí tiene, por ejemplo, El Señor de los Anillos), porque han pasado tantos directores por ellas y se han hecho de forma tan acelerada para evitar que los protagonistas lleguen a la edad adulta, que son, a diferencia de la novela, bastante desparejas.

Las películas de Harry Potter han tenido un destino parecido al puesto de enseñanza de Defensa contra las Artes Oscuras, una materia obligatoria que se dicta en la escuela para magos de Hogwarts, donde transcurre casi toda la acción. «Da la impresión de que la asignatura está maldita», le dice Rubeus Hagrid, guardián de los bosques del colegio, a Harry y a sus amigos Ron y Hermione una tarde del segundo tomo. «Ningún profesor ha durado mucho.»

Los dos primeros filmes fueron dirigidos por Chris Columbus. Se suponía que iba a dirigir los siete pero se retiró del proyecto y en una entrevista con The Coventry Telegraph se declaró oficialmente «quemado». Alfonso Cuarón, director de Y tu mamá también, tomó la posta; una elección extraña para todo el mundo, pero avalada por la propia Rowling, que estaba encantada con la adaptación que el mexicano había hecho de la novela La princesita de la escritora Frances Hodgson Burnett. Cuarón, que hasta la propuesta de la Warner no había leído nada de Harry Potter, liberaría a El prisionero de Azkaban de la recurrencia de planos generales y la ingenuidad de las películas de su predecesor; lograría una mejor dirección de actores, se tomaría libertades para mostrar la psicología de Harry (omnipresente en los libros pero ausente de los filmes hasta entonces) y, sobre todo, oscurecería el tono general de las historia. «La película quedó chida. La producción fue larga, pero a toda madre y los efectos especiales quedaron bien chidos», dijo Cuarón en una entrevista con el diario mexicano El Universal. Y luego anunció que se iba a dormir.

Para la dirección de Harry Potter y el cáliz de fuego llegó Mike Newell, responsable de Donnie Brasco y Cuatro bodas y un funeral. Esa película fue quizá la más ansiada por los seguidores de Harry Potter hasta el momento, pues Quien No Debe Ser Nombrado, es decir, Lord Voldemort, el Señor Tenebroso que antes del nacimiento de Harry había sometido durante años al mundo de los magos a sus designios totalitarios y asesinos, conseguía finalmente la autonomía física y adoptaba una forma humana… o casi.

La maldición del director que no dura terminó con David Yates, que se hizo cargo de los tres filmes restantes. El último, correspondiente al séptimo volumen, fue dividido en dos partes para respetar al máximo la complejidad del desenlace; un alivio para los lectores, que solemos quedarnos con gusto a poco tras ver las adaptaciones cinematográficas, por más fieles que intenten ser. Junto a la versión de Cuarón, la primera parte de Harry Potter y las reliquias de la muerte es la preferida de J.K. Rowling. Se trata de la única porción de la historia que no transcurre en la escuela de hechicería de Hogwarts. Algunas de las escenas iniciales en el Ministerio de Magia son un homenaje a la monumental Brazil de Terry Gilliam (Rowling quería que él dirigiera la primera entrega de Harry Potter, pero Warner Bros. opinó distinto). Buena parte de la trama tiene una acción atemperada y largos tiempos colmados de melancolía y frustración que David Yates recreó sin empacho, dando por el suelo con la idea de que los fanáticos de Harry solo queremos ver escobas voladoras y efectos estridentes. La película tiene, además, una sorpresa para melómanos: en la pista sonora hay una canción completa y poco célebre de Nick Cave and the Bad Seeds.

Por revitalizar la industria cinematográfica del país a lo largo de diez años, en febrero pasado la British Academy of Film and Television Arts le dio a las películas de Harry Potter el premio a la Contribución Destacada al Cine Británico, un reconocimiento que en ediciones anteriores se habían llevado personalidades como Mike Leigh y Kenneth Branagh.

Y llegó el final: en el momento en que la revista que usted está leyendo salía a la calle, acababa de estrenarse en Londres la segunda parte de Las reliquias de la muerte.

Termina así Harry Potter in praesentia; termina Harry Potter en tiempo real. Pasado el estreno mundial, a los libros y a las películas les tocará hacer solos su camino por la historia.

¿Hasta cuándo?


Para escribir este artículo tomé todos los libros de Harry de mi biblioteca (en total once; también compré los últimos cuatro en castellano para que mi hijo pudiera leerlos) y los desparramé en la mesa al lado de la computadora para tenerlos a mano, buscar citas, etcétera. Esa era la intención inicial pero caí de nuevo en el efluvio de Rowling y voy por la mitad de La cámara secreta, el segundo volumen. Ya sé todo lo que pasa; soy mi propio espoiler. Sé qué guarda el profesor Quirrell bajo el turbante, sé qué magia secreta obra en el diario de Tom Riddle, sé quién es en realidad la rata de Ron Weasley, sé qué pasa cuando Harry y el pobre de Cedric Diggory tocan la copa del Torneo de los Tres Magos, sé que la profesora Trelawney no es la embustera que todos creen que es. Y sé muchísimo más. Pero no hay caso: la saga resiste una y otra vez mis lecturas e, imagino, las de miles —o millones— de personas. Ciertamente los seguidores de Harry se enfurecieron cuando les contaron el final. Y es que la arquitectura de los libros, desde el primer número, se mueve hacia lo inimaginable. Después de La cámara secreta, cuando se entiende cómo viene la mano, el lector no dejará de elaborar conjeturas acerca de los resortes secretos y los posibles finales. Y nunca dará en el clavo.

Porque quien realmente no para es J.K. Rowling. Cuando me llamó mi amiga Mariana para ir a cenar aquella noche de 2005, busqué un lugar natural en The Half-Blood Prince para estacionarme. Un punto y aparte, el final de un párrafo. Pero los eventos están tan firmemente hilvanados entre sí que es una tarea difícil, justamente porque lo difícil es encontrar algo que sobre. Pequeños datos dejados caer casi por azar en La Piedra Filosofal —la primera entrega y la más infantil e inocente de todas—, como un nombre (el de Sirius Black) o un hecho que parece cerrarse (el de la Piedra), son retomados varios tomos más adelante, con una soltura y una naturalidad que responden exactamente a la lógica irreverente de la realidad.

«El problema de la ficción —dice John Rivers, personaje de la nouvelle El genio y la diosa de Aldous Huxley— es que tiene demasiado sentido. La realidad nunca lo tiene.» Y termina diciendo: «El criterio de la realidad es su irrelevancia intrínseca». Aventuro que aquí es donde se juega buena parte de las pasiones que despierta Rowling. Nos tiene en vilo dentro de la «irrelevancia intrínseca» de la realidad paralela que construyó (así, entre comillas, porque nunca deja caer la tensión), hasta armar con ella un enorme afluente de sentido, desde el que partirá el volumen que sigue.

Y al menos en mi caso, aunque conozca de memoria esos sentidos, disfruto muchísimo leyendo y releyendo el mecanismo.

Hay un borrador (dando vueltas por internet) del esqueleto que J.K. Rowling armó para el quinto libro, La Orden del Fénix, escrito en tinta sobre papel. Se trata de un cuadro de diez entradas, dividido en los días y meses en los que transcurre la acción, en los nombres de los capítulos, y en lo que ocurre en cada uno de ellos. La quinta columna, a la que tituló «Profecía», muestra qué se irá sabiendo sobre la fatídica unión entre Harry Potter y Lord Voldemort a medida que avanza la trama. El resto de las columnas corresponde a las subtramas y a algunos personajes secundarios. Como buen borrador, está repleto de tachones, paréntesis y flechas incomprensibles, y si bien en la escritura y reescritura el orden final terminó siendo otro, todo el libro estaba ya en ese cuadro desprolijo.

Rowling siempre dijo que sabía exactamente qué tenía que escribir antes de sentarse a hacerlo. Sin ese control, habría sido imposible hacerse cargo de decenas de personajes y de historias que tenían que imbricarse. Será por eso que maneja tan bien la técnica de la anticipación y el arte de plantar pistas. Nada quedó librado al azar salvo las ocasionales humoradas y los detalles que colorean el mundo mágico, como la descripción de los banquetes que los alumnos se zampan en Hogwarts, o los fantasmas que flotan, intermitentes, por los pasillos del colegio.

Pero ni esos detalles están librados a su suerte, pues esos fantasmas, cuya aparición es siempre inocua, tienen un papel preponderante en la última entrega. En cuanto a los banquetes, los lectores nos quedamos azorados al enterarnos de que no surgían por arte de magia, sino del trabajo de unos cien elfos domésticos que viven en los subsuelos del castillo (en el cuarto curso, Hermione Granger crea la P.E.D.D.O: Plataforma Élfica de Defensa de los Derechos Obreros, pero consigue pocos adeptos, en parte por el desgraciado nombre de la organización. Nada de esto aparece en las películas).

Un aspecto formal del libro es que está por completo escrito desde la perspectiva de Harry, en una tercera persona que lo sigue como una cámara por dentro y por fuera. Todos los tomos, salvo el primer capítulo del IV, del VI y del VII, están escritos desde allí. De esto me di cuenta ya bastante avanzada en la lectura. «Epa», pensé. «No vemos el interior de Hermione, o de Dumbledore, o de Draco Malfoy». Pero en realidad sí lo vemos, tanto como lo que especulamos, en la vida real, de nuestros amigos, de nuestros padres, de nuestros lejanos conocidos. Todos ellos están muy bien explicados desde la acción, desde el diálogo y también desde la ausencia. Y supongo que esto se le habrá reprochado a Rowling, como si se tratara de un acto de pereza y no de un trabajado recurso literario.

Y ya que tocamos el tema, una vez leí un reproche acerca de la supuesta chatura de los personajes. En lo personal creo que el mejor de toda la saga es Severus Snape, el sádico profesor de Pociones y jefe de la Casa de Slytherin, a quien la sospecha, la duda y el desprecio lo cubren como la famosa capa de la invisibilidad que posee Harry. Una y otra vez caí en la trampa de creer que Snape era espía de Voldemort y una y otra vez caí en la trampa de no creerlo. Hay que saber mantener la tensión de un personaje durante más de tres mil páginas. Rowling lo logra con todos muy bien, pero con él magistralmente. ¿Cómo? Como lo hace cualquier buen escritor: no dándolo por sentado, jamás inmovilizándolo.

Mi otro preferido es Merope Gaunt, un personaje breve y trágico cuyo pasado se revela en Harry Potter y el misterio del príncipe. Merope es casi una squib, como se llama a quienes descienden por línea directa de un linaje mágico pero carecen de capacidades mágicas. Es una muchacha apagada, solitaria y literalmente golpeada, que se obsesiona con un guapísimo muggle de su pueblo llamado Tom Riddle. Aunque no puede ver gran cosa a causa de la distancia, la oscuridad y su bizquera de nacimiento, ella lo espía día y noche a través del seto de su casa, o de la mugrienta rendija que es la ventana de su habitación. Merope sueña con vidas imposibles. Y ella y Tom son los padres de Lord Voldemort.

Y finalmente Harry: un niño que desde mucho antes de saberlo, ha estado acechado por la muerte. Un niño que va al colegio, que juega al quidditch, que hace amigos y hace enemigos, que se enamora y se desilusiona, que se frustra y se enfurece, que se divierte y que crece, y que una y otra vez, como un grito que desgarra el silencio de la noche, recuerda que alguien no solo quiere quitarle la vida, sino que necesita hacerlo. La Parca se cierne sobre él como se cierne sobre todos nosotros; la diferencia es que él lo sabe y nosotros preferimos olvidarlo. Más allá de sus virtudes como persona o personaje, creo que esto es lo que lo hace un verdadero héroe: pensar en la muerte cada día.


J.K. Rowling tenía veinticinco años en 1990, cuando Harry Potter se desplegó en su imaginación durante un demorado viaje en tren de Manchester a Londres. Al llegar a destino, tenía buena parte de la saga en mente. Empezó a escribir de inmediato pero completaría el primer tomo recién cinco años después. En el medio su madre murió de esclerosis múltiple, se fue a vivir a Portugal, se casó, tuvo una hija, se separó y volvió a Escocia. Desempleada, sola y con el cuerpo agobiado por una depresión, culminó el libro en un café de Edimburgo, viviendo del seguro de desempleo. En esa época inventó las criaturas más terribles de la serie, los dementores.

La prisión mágica de Azkaban no es como las nuestras: no tiene celdas, ni rejas, ni alarmas. Tiene a los dementores. El efecto físico que producen con su sola presencia se parece a la cataplexia: una honda confusión mental y la pérdida súbita de la respuesta muscular. Convivir con un dementor cada día exprime la voluntad de vivir. Por eso nadie —hasta que finalmente sucede— ha podido escaparse de la cárcel de Azkaban.

A Rowling esos monstruos se le ocurrieron en plena depresión, pues así obra la depresión. Con todo, no los usó de inmediato (los dementores aparecen en la tercera entrega) porque debajo de su angustia subsistía una profunda fe, o mejor dicho una urgencia geológica de escribir la serie completa. Sabía que su primer libro era parte de siete (el número mágico por excelencia), y en el contrato que firmaría tras doce rechazos editoriales, se comprometía a escribirlos todos.

Tiempo antes de que se le ocurriera la novela que la haría mundialmente famosa, Rowling había trabajado en la sede londinense de Amnistía Internacional. Durante ese tiempo tuvo pesadillas recurrentes; sueños horrendos que la despertaban en medio de la noche, y cuyo germen eran los casos de tortura y asesinato con los que le tocaba lidiar cada día. Durante sus horas de insomnio empezó a obsesionarse con la capacidad de empatizar que posee el ser humano; esa habilidad que nos permite vivir el dolor o el placer de nuestros pares sin haber transitado su experiencia.

La empatía fluye desde nuestra infinita capacidad imaginativa; desde esa mentalidad mágica que yace debajo de la razón, la ciencia y la religión, como una corteza primitiva que nos hizo, en algún punto, reconocernos como especie bajo el desconcierto atronador de la naturaleza. Para Rowling no se trata de un don sino de un poder, y como tal es moralmente neutra: sirve tanto para manipular, controlar y herir donde más duele, como para comprender, simpatizar y también amar.

Esa empatía puede, además, no emplearse en absoluto. Es el caso de los tíos de Harry Potter: Vernon y Petunia Dursley, típicos muggles satisfechos del primer mundo, rebosantes de todos los prejuicios heredados de la modernidad bienpensante. Pero una vez más, Rowling nos tiene preparada una sorpresa. Porque en lo chato hay también una complejidad que necesita explicarse.

En una entrevista con la BBC Rowling contó la siguiente anécdota: mientras escribía La Orden del Fénix se levantó de su escritorio y entró llorando a la cocina. Su actual marido, un doctor de Edimburgo llamado Neil Murray, le preguntó qué diablos le pasaba y ella contestó que acababa de matar a alguien. Él no sabía de qué personaje se trataba, y al verla así le dio un simple consejo: «Entonces no lo mates». En esa parte de la entrevista Rowling sonríe con cierto pesar evocando el desconcierto que le provocó que un doctor no entendiera que alguien tuviese que morir. «Es que así no funciona» le dijo finalmente. «Para escribir libros para niños hay que ser un asesino implacable.»

Con todo lo dicho, y si se me permite una última opinión, creo que la habilidad de Rowling para explorar los alcances de la empatía y la inflexibilidad del destino sobre cualquier inocencia, además del espesor progresivo de sus personajes y el cuidadoso tejido de la trama, colocan su creación holgadamente dentro de un nuevo tipo de clásico: uno que salta en tiempo real las barreras de la edad, que combina claridad y complejidad y una imaginación galopante con una prosa convencional, aunque no por eso menos ingeniosa.

Porque es cierto: Rowling no es Dostoievski, ni Woolf ni Borges y, ateniéndonos al género, tampoco es C.S. Lewis o J.R.R. Tolkien. Ella prefiere las comparaciones a las metáforas, las descripciones a la poesía, mostrar antes que cavilar, el diálogo al soliloquio. Como si fuese ilegal no revolucionar el estilo, Harold Bloom dijo que Harry Potter es «una porquería» y que, como tal, no resistirá el paso del tiempo. Y no solo él lo ha destrozado: Ursula K. Le Guin dijo que La Piedra Filosofal es «estilísticamente común, imaginativamente trillado y éticamente mezquino», y Stanislaw Lem describió la saga como «el opio del pueblo».

Bueno, con todo el respeto que pueda tener por esos autores, decido de nuevo que es mucho más divertido abrir un libro de Harry Potter que ver cómo se lo descose desde la crítica literaria. Y estoy segura de que la saga seguirá con paso firme su camino por la historia.


A la oficina muggle en la que trabajo cada día llegó un nuevo colega: un muchachito de dieciocho años que se sienta en el escritorio de atrás, y que una vez mencionó al «Pensadero» como parte de un chiste que esperaba entender solo él. El Pensadero es una vasija mágica de piedra que sirve para guardar pensamientos y memorias y que Albus Dumbledore, el director de Hogwarts, tiene en su oficina. De inmediato me di la vuelta en mi silla laboral con rueditas y me reí con él en la complicidad de unos saberes que nadie más en el recinto poseía. Hablamos largo rato sobre nuestra pasión por Harry Potter hasta que me preguntó, con una solemnidad que solo puede explicarse por nuestra diferencia de edad, si era mi libro favorito. Recordé cuando tuve el primer tomo en mis manos; el mismo que ahora yace amarillento en mi mesa de trabajo. Mi papá lo había comprado en la librería de un aeropuerto para regalárselo a mi hijo —que por entonces no sabía leer— y al hojearlo en el despegue ya no pudo soltarlo y lo terminó durante el viaje. El libro ya pasó por tres generaciones familiares, como lo han hecho también El Hobbit, Crónicas marcianas o El guardián entre el centeno. Era una pregunta difícil y sobre todo inútil pero el ejercicio de decidirlo me llevó a descubrir algo: Harry Potter no es mi libro favorito. Pero sí el que me ha hecho más feliz.

Escrito por Ana Prieto
Ilustrado por Lucas Nine

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