Entrevista
¿De qué se ríe Evan?
Inventó Twitter, pero vendió sus acciones en siete mil dólares y se compró una Volkswagen Parati. Se llama Evan Henshaw-Plath y su vida no cabe en ciento cuarenta caracteres.
Evan Henshaw es norteamericano, tiene treinta y cinco años, creó Twitter, vendió sus acciones antes de tiempo —por solo siete mil dólares—, y ahora vive en Uruguay, un pequeño paraíso natural al extremo sur de Silicon Valley. Uruguay tiene tres millones y medio de habitantes. Twitter alcanzó, en febrero, los quinientos millones de usuarios. Evan camina por las calles de Montevideo y lo miro de reojo; vamos a su oficina. No parece ser el tipo que por ansiedad, por un mal cálculo, dejó escapar una fortuna entre las manos: se ríe todo el tiempo. Habla y se ríe. Cruzamos Bulevar España, una calle que es elegante cuando atraviesa el barrio Punta Carretas. «Trabajás en un barrio oligarca», le digo. Me mira como diciendo «es lo que hay» y sonríe. Si tuviera que apuntar un primer gesto para definirlo, sería su risa.
—Cuando era chico —me dice— había una tienda de computación en Berkeley, donde nací, y mi padre quería que yo fuera ahí a jugar con la máquina que estaba de muestra. Un año después recibí de regalo mi primera PC. Era una Tandy. Con ella di vuelta el Dungeons & Dragons y dibujé hasta el hartazgo con la tortuguita del logo, pero la impresión inolvidable fue otra: podía tocar la máquina directamente. Como la computadora no venía con juegos cargados, tuve que transformarme en un pequeño programador: compraba revistas que traían códigos y los escribía para poder jugar, una experiencia muy distinta a la actual. Ahora hay todo un mercado de instalar y jugar sin desarrollo. Las máquinas que compramos en una tienda que vienen con Windows son medios para consumir la informática, y no para producirla.
Hace una pausa y algo me distrae. En esta oficina, donde una Mac Book Air puede ser tratada como una herramienta obsoleta, hay un tambor. Es un instrumento rústico de madera y cuero, símbolo inequívoco de la uruguayez. Evan nota mi curiosidad.
—Es para mi hijo —dice—. Todavía no curé la lonja.
La frase, que en español neutro significa «todavía no le hice el tratamiento que necesita la lonja para que el tambor no se rompa al tocar», me sacude el oído. Evan, el gringo, soltó las palabras como si hubiera nacido en el corazón de la Ciudad Vieja.
Le sugiero que friegue ajo por el cuero y le pregunto cómo llegó a los tambores.
—Me invitaron a ver La Melaza (una Cuerda de candombe integrada solamente por mujeres) y me gustó. La primera oficina que tuve en Montevideo quedaba justo en la esquina desde donde sale la comparsa.
Lo miro, tratando de adivinar.
—¿Fuiste para conocer chicas?
—No, nada que ver. Me invitó mi esposa —dice.
Y se ríe con ganas, un chiste más de programadores y su relación con el sexo opuesto. Me pregunto cómo habrá sido Evan en la adolescencia.
—Cuando cumplí catorce ya era un programador hecho y derecho —me cuenta— y disfruté mucho de mis primeros hackeos. Hice una aplicación que instalé en el servidor de la escuela para que nadie pudiera escribir los nombres y apellidos de los directores.
Su carcajada me tienta.
—No entendieron el chiste y me suspendieron —dice—. A ellos no les pareció tan divertido como a mí —y se ríe otra vez—. Creo que ahí empecé a definir mi camino. Después de eso pasé menos tiempo haciendo hacking, en el sentido estereotipado de crackear servidores, y pasé más tiempo desarrollando aplicaciones. El hacking no solo es romper la seguridad para tener acceso, también es inventar cosas nuevas.
—Sigue estando mal vista la palabra —le digo—. Arrastra como un halo de maldad.
—Ya no… Facebook dice ser una empresa dirigida por hackers, o al menos con una cultura hacker de base. Está en su manifiesto, que se llama «The hacker way». El desarrollo y la calidad de lo que hacen tiene como base esa cultura, que implica jugar con la tecnología y desarrollar novedades. ¡Pero esto no es nuevo! Cuando Thomas Edison creó el teléfono también tenía una cultura de «vamos a entrar al laboratorio a jugar y ver qué podemos inventar». Todo está construido por hackers.
Las máquinas que compramos en una tienda que vienen con Windows son medios para consumir la informática, y no para producirla.
Lo dice con orgullo, se le nota mucho la vena freak. Aunque ya es un hombre casado, con dos hijos, mantiene el aspecto de actor secundario en The Big Bang Theory: pelo tirando a coloradón, largo pero atado, camiseta negra con logo al frente, anteojos contundentes, ropa un par de tallas más grandes, como la que usan los exgordos, y una forma de caminar que ni de lejos ni de cerca es de calle montevideana. ¿A qué me hace acordar ese ritmo aletargado cuando camina? Le pregunto, sin saber la razón, por sus épocas universitarias. —Era un lugar muy especial —dice, y otra vez sonríe—. Yo hacía física, pero también diseño de aplicaciones, historia de África; vos armabas tu carrera. En el posgrado, con algunos grupos de estudiantes activistas, luchábamos para tener más democracia en las facultades. Conocí mucha gente que participaba de diferentes movimientos sociales, hice amigos, encontré un grupo de ecologismo radical que se llama «Earth First» y vi que podía combinar la tecnología y el activismo. Ahí lancé un sitio que sigue existiendo, se llama Protest. net, hace ya trece años —dice, y pone cara de «cómo pasa el tiempo»—. Es un calendario de información donde hay talleres de activistas, marchas y protestas. Así encontré al grupo de gente que estaba armando Indymedia. De vez en cuando nos juntamos con mi socio y nuestro empleado y decidimos actualizar su diseño. Pero al final siempre nos ponemos a tomar cerveza y lo dejamos para después.
Y se ríe de nuevo, y otra vez me tiento. Pero ahora ya estamos más cerca del tema que me interesa: Twitter, eso que si fuera uruguayo sería su propia debacle, el estigma que lo marcaría de por vida. Evan acaba de nombrar Indymedia. Conozco esa historia. En esta parte de su vida Evan empieza convertirse al activismo radical. En 1999 se produjeron varias manifestaciones contra una cumbre muy famosa que la OMC celebraba en Seattle. Cien mil personas protestaron mediante sentadas y se enfrentaron con la policía para hacer fracasar la reunión. Anarcos, sindicalistas, profesionales de muchísimas ramas distintas, jóvenes, desclasados, ecologistas y miles de independientes provenientes de todos los sectores sociales. Uno de los puntos fuertes para el éxito de los manifestantes fue lograr una vía alternativa para comunicar lo que pasaba. Si eran reprimidos, debía saberse; si lograban avanzar, había que comunicarlo. Ahí nació Indymedia, un sitio de información independiente y alternativa. Ahí estaba Evan. Se pone contento cuando se lo recuerdo.
En 2004 la tarea de muchos de nosotros era evitar el segundo mandato de George W. Para ello debíamos crear las mejores vías de comunicación, era imprescindible que no se repitiera el fraude de la elección anterior.
—¡Ah! —dice—. Lo de Seattle fue un éxito total, vimos que se podía tener un movimiento radical, desconectado del resto del mundo y que era posible usar tácticas de mucha concentración, de bloquear y hacer piquetes para impedir la Cumbre. Fue la gente en la calle, pero también ayudaron empresas, como los restaurantes que donaban comida para el movimiento. Vos no sabías de dónde, pero mientras estabas trabajando siempre te llegaba comida. Y los países del tercer mundo hicieron fuerza con su propia lucha adentro de la conferencia. Todo eso fue fenomenal. Allí surgieron muchos movimientos y la cosa empezó a crecer, al menos hasta el 11S. Hoy, en los Occupy, hay mucha de la misma gente: las estructuras y formas de organización son similares a las que teníamos en Seattle, con modelos de democracia de base. Mi tarea era encontrar la manera de usar la tecnología para enfrentar a los medios de comunicación. Cuando todo terminó, The Economist dijo que la reunión fue un desastre global. Un éxito.
Es curioso, me acaba de contar que estuvo en el centro de un hito histórico, que coordinó el movimiento de millones de personas, y su relato tuvo el mismo tono que cuando me contó la anécdota de la escuela: una orgullosa picardía.
Llegamos a su oficina. Hacemos algunas fotos para Orsai. Vuelve a reírse. Entonces me preparo para lo que vine. Ahora sí, sentados y tranquilos, vamos a hablar de Twitter.
—Después de Seattle vendí mi primera empresa —me dice Evan tras la sesión de fotos—, esta web que te contaba hace un rato, la del calendario de actividades comerciales. Con lo que cobré, que no fue mucha plata, me dio para viajar un poco. Estuve cuatro o cinco años andando por el mundo, apoyando a los grupos de Indymedia para que pudieran empezar. En 2001 participé de manifestaciones contra el Área de Libre Comercio de las Américas en Buenos Aires, pero también estuve en Cancún, en Praga, en todos lados. Todavía sigo vinculado a organizaciones, pero no tanto como antes. Sí doy muchos talleres sobre informática para los técnicos, pero me he metido más en movimientos de software libre y datos abiertos. Tengo dos hijos y no es tan fácil pasarse los meses viajando, durmiendo en el piso, guardado en la cárcel…
—Habláme de Twitter —lo interrumpo, ansioso, antes de que empiece a contarme historias de cárcel—. Por lo que sé, el presidente Bush tuvo bastante que ver con el inicio de la empresa.
—Claro. En 2004 la tarea de muchos de nosotros era evitar el segundo mandato de George W. Para ello debíamos crear las mejores vías de comunicación, era imprescindible que no se repitiera el fraude de la elección anterior; había que generar algo que reforzara el trabajo de Indymedia. Necesitábamos tener a todos los activistas permanentemente comunicados. Si surgía una noticia o se cambiaba un lugar de concentración, todos debían saberlo lo antes posible. Estuvimos probando con el teléfono por internet, los mensajes de texto, y pensamos: ¿cómo podemos usar esto para el cambio social? Nuestro primer intento se llamó Textmob. Nos juntamos con una red de personas para trabajar en esa aplicación, que permitía mandar grupos de mensajes entre activistas, chequear las últimas novedades de Indymedia y mandar mensajes de voz a amigos y conocidos. Era un proyecto de podcasting. A pesar del esfuerzo, Bush ganó la batalla. Lo tuvimos como presidente cuatro años más.
—¿Textmob fue la prehistoria de Twitter?
—Algo así. En esa época una empresa llamada Odeo buscaba proyectos para desarrollar y decidí presentar alguno. Con un compañero de los que habíamos trabajado para Textmob pensamos que la aplicación se podía usar para algo más que manifestaciones. Le empezamos a dar vueltas al asunto. Surgieron mil cosas chiquitas que fueron cambiando la idea. Buscamos cómo hacerlo más fluido, cómo hacer un buen sistema de grupos, de seguidores…
—Followers…
—Exacto. Y ahí nació Twitter. Como inicialmente lo usaríamos vía mensajes de texto, planteamos mensajes en ciento cuarenta caracteres, porque los SMS permiten hasta ciento sesenta… Pero ese fue uno más de veinte proyectos que hicimos en la misma época, nunca pensé que fuera a tener tanto éxito.
—¿No creíste que Twitter fuera a funcionar?
—Era un proyecto con futuro y posibilidades, sí, pero yo estaba embarcado en un montón de cosas parecidas. Y además mi vida estaba cambiando…
— ¿Ahí conociste a tu mujer? —le pregunto y me siento como un reportero del corazón. Él sonríe otra vez, pero no con la sonrisa de siempre, sino con otra, un poco más empalagosa.
Con la plata que me pagaron por las acciones de Twitter me compré una Volkswagen Parati y tuve mi road trip por California junto a Gaba, que ya estaba embarazada por segunda vez.
—Unos años antes había estado en contacto con una chica uruguaya, Gaba, que quería hacer la filial local de Indymedia. En 2001, cuando viajé a Buenos Aires para marchar contra el ALCA, nos vimos las caras por primera vez, nos enamoramos, y en 2003 nos instalamos en Montevideo. La situación no era la mejor, el país recién empezaba a salir de la peor crisis de su historia y justo Gaba quedó embarazada. Pensamos ir a España, pero lo descartamos porque queríamos hacer el parto en casa, y en España está prohibido. Fue acá, en Uruguay, cuando me enteré que la idea de los ciento cuarenta caracteres estaba triunfando.
—¿Cómo lo supiste?
—¡Leí un artículo en el diario El Observador! —dice, y otra vez larga la carcajada—. Me sorprendió que un diario en Uruguay hablara de Twitter.
Y ahí está otra vez Evan, con su sonrisa.
— Pero yo ya había vendido… —¿Tus acciones de Twitter?
—Sí —me dice—. La verdad es que yo no quería seguir.
—¿Por qué?
—Mantener las acciones me hubiera llevado a hacer muchos trámites, papeleos con abogados… —cuando habla, parece desganado, no por pensar en el prestigio o en el dinero que perdió de facturar, sino por estar aburrido de explicarlo—, y te repito, el éxito no estaba asegurado. Realmente no estaba claro que las acciones fueran a tener algún valor…
Nos quedamos los dos en silencio. No parece haber ninguna herida en la que hurgar. Sonríe y me dice:
—No hace mucho estuve revisando los chats de esas semanas y recordé que estaba contentísimo el día que vendí. A mis socios les decía: «¡No tenemos que seguir trabajando en esta mierda, vamos a viajar, vamos a las montañas!».
—Y vendiste.
—Sí. En aquel momento las tasé en siete mil dólares, pero lo más probable, pensaba entonces, era que pasaran a valer cero en poco tiempo. Así que vendí en siete mil, saltando en una pata. Con la plata que me pagaron por las acciones de Twitter me compré una Volkswagen Parati y tuve mi road trip por California junto a Gaba, que ya estaba embarazada por segunda vez. Eso hizo que el viaje fuera corto. Después pasamos un mes viviendo en un barco anclado en la Bahía de San Francisco y finalmente cumplí mi palabra y abandoné la tierra de Bush.
Sonríe.
—Y entonces, Uruguay…
—Nos fuimos a vivir a Punta del Diablo, porque me gustó en las fotos que vi por internet.
Evan habla de un pueblo de pescadores de poco más de quinientos habitantes, a tres horas de Montevideo, ideal para desconectarse del mundo y descansar. Claro, todo paraíso tiene una contra: en verano explota de turistas que van a disfrutar del agua del Océano Atlántico.
—Después nos mudamos a Montevideo y nació nuestro segundo hijo. Creo que fue el primer parto en agua de Uruguay. Es más sano, da lugar a menos cesáreas. Ojo, es con parteras matriculadas, no es un caos.
—¿Nunca pensás en el dinero que perdiste de ganar? —le pregunto, pero sin morbo. Lo quiero saber de verdad. Me intriga qué puede pensar alguien que dejó de ganar lo suficiente para que pudieran vivir sin trabajar hasta sus bisnietos.
—Pocas veces pienso en eso —me dice—. Unos meses después de vender las acciones leí que la empresa ya valía dos millones de dólares, y no me preocupé. Cuando me dijeron que andaba por los doscientos millones, dije ‘pah’. Y ahora, que vale diez mil millones… —hace una pausa y suelta otra carcajada—. Qué sé yo… Francamente, en ese momento fue la mejor decisión que podía tomar. Estaba feliz y lo estoy ahora. No tengo que trabajar en algo que no me gusta para ganar plata… Estaría bueno tener doscientos millones de dólares para abrir una fundación y respaldar proyectos abiertos y lindos para mejorar el mundo, pero no tocó.
En la casona montevideana donde funciona su empresa hay una mesa de ping-pong, una Wii, un helicóptero que se maneja a control remoto con el iPhone, un ajedrez, un tablero de básquetbol, varios cubos Rubik y dos pistolas que disparan dardos blandos de silicona.
—¿Estas son tuyas o de tus hijos?
—Mías. A ellos no los dejo jugar con armas —me dice, con cara de quien explica algo obvio.
La empresa de Evan funciona en una casa en el barrio Punta Carretas, una zona acomodada de Montevideo. Tiene tres pisos, escaleras de madera alfombradas, una estufa a leña que funciona con un leñero a gas, varios vitrales y un patio gigantesco. En la heladera hay bebidas light, energizantes, chocolatada y cubitos de hielo. Pero también tiene imanes que promocionan deliverys de empanadas, chivitos, milanesas y otras comidas rápidas. «El ambiente de trabajo tiene que ser cómodo, divertido — me dice—. Yo prefiero tener bebidas y comida más sana, no comprar cinco cajas de alfajores por semana. Acá siempre hay frutas por iniciativa mía, pero ellos quieren otras cosas».
Ellos son los empleados de Cubox, su empresa, que utilizan la oficina como lugar de esparcimiento con todo lo necesario para instalarse y trabajar a cambio de una remuneración más que digna. Trabajan allí dos polacos, un estadounidense y un danés, además de los uruguayos. El danés es el que más aprovecha las condiciones agradables de trabajo: está construyendo un catamarán en el sótano de la casa.
—¿Y cómo llegaste a esto? —le pregunto, abarcando con la mirada toda la casa.
—En mi primera estadía en Uruguay traté de organizar una cooperativa de outsourcing. Junté a un grupito de hackers uruguayos y les tiré una idea: yo usaba mis contactos para conseguir encargos de trabajo, ellos trabajaban, y las ganancias las repartíamos en partes iguales. Pero el proyecto naufragó… Nadie quería soltar un trabajo estable para lanzarse a la aventura. Pero en 2006 tuve revancha, ya instalado en Uruguay. Con Cubox fui yo, el gringo, el que asumió todo el riesgo —dice «el gringo» y se toca el pecho—. Cubox es menos cooperativa y más empresa, pero tiene varias particularidades. Si algún empleado es invitado a dar una charla en cualquier parte del mundo, nosotros pagamos el pasaje y el hotel. Si otro quiere estudiar, le pagamos los cursos. Hemos mandado gente a Japón, China, India, Estados Unidos y varios países más.
—Últimamente —le digo—, en la lucha contra las leyes Sopa y Pipa, la participación de Facebook, Twitter, Google y hasta Wikipedia fue explícita. ¿Creés realmente que alguna de ellas quiera generar un cambio social?
—Twitter y Google son dos empresas que están capacitadas, y quieren ayudar a los activistas a defender sus derechos y su privacidad. Facebook no. Tiene muchas cosas buenas pero no tiene una visión, desde la empresa, pro cambio social, pro activismo. En la primavera árabe Facebook no quiso ocultar los nombres de sus usuarios, mientras que Twitter sí; eso marca una diferencia cultural entre las empresas. Si alguien quiere llegar a cambiar un gobierno va a necesitar una forma de tecnología que esté por fuera de los controles estatales. Hay un montón de grupos tratando de desarrollar una tecnología que pueda usarse para colaborar entre personas que van contra un gobierno. Yo apoyo estos proyectos, creo que son muy importantes.
—Cuando ves que en la primavera árabe se usó Twitter, ¿sentís que pudiste aportar algo al cambio?
—Que la gente pueda usar Twitter como herramienta para la lucha es buenísimo. Nuestro primer prototipo no tenía la fuerza de una empresa con recursos para llegar a diferentes partes del mundo, pero ahora sí lo tiene y va a ayudar más al cambio social. La red no es responsable de las manifestaciones. En los años cincuenta, los mineros bolivianos organizaron su revolución ocupando las estaciones de radio, que eran el medio de comunicación que tenía más fuerza en Bolivia. El centro de poder era la idea de comunicar. Internet hace esto más libre, mucha más gente puede participar y tener voz, y eso da otra fuerza.
—A pesar de eso, está el caso del servidor Megaupload…
—Megaupload no cumple con las leyes de copyright de Estados Unidos, que dice que en un caso de violación de derechos tenés que sacar el archivo rápido. Pero ellos no deben revisar tus archivos. Si la gente usa sus servicios para hacer piratería, es la gente la responsable y no el sitio. Lo que hace Megaupload no es tan distinto de lo que hace el resto de Silicon Valley, por eso no tengo claro cómo se resolverá el caso y mucho menos sus consecuencias. Todavía hay una lucha entre Silicon Valley y Hollywood por el poder. Tengo muchas esperanzas que Silicon Valley pueda vencer, porque no son unos pocos activistas sin fuerza, sino que hay industrias muy grandes detrás y Washington solo escucha el sonido del dinero. Al mundo del copyright, a Hollywood, le agradaría mucho que muriera internet para mantener sus viejos modelos de negocios.
—Nos queda Anonymous —le sugiero.
—Claro. Un buen estorbo para el poder… Anonymous no está mal: una red de hackers que empezó haciendo ataques en chiste —me dice— pero luego fue mutando su perfil, realizando acciones cada vez más grandes a favor de distintas causas sociales. Es un grupo que está pasando a ser mucho más político. Nadie sabe quiénes son ni cuán centralizados están. Tienen un grupo de chat y vos podés ir y participar de sus conversaciones. Su proceso de toma de decisiones es bastante transparente y democrático. Además, me llama la atención que la gran mayoría del grupo es muy joven: los más viejos andan por los veinte años… A veces temo por ellos, no sé si saben la fuerza que el Estado puede tirarles encima. Ellos están jugando, pero el Estado no juega.
—¿Y el futuro, entonces, cómo lo ves?
—Va a llegar un momento en que el concepto de estar offline va a desaparecer —me dice, pero sin entonación de gurú—. Ya hay proyectos de lentes de contacto que son como tener la pantalla de la computadora con vos. Nunca vas a ver el mundo a tu alrededor sin una pantalla. Esos dispositivos le ahorrarán trabajo y desgaste a la memoria de las personas. La información pasará de nuestra cabeza a las computadoras. No vas a poder caminar por una avenida sin saber los nombres de las personas que están a tu alrededor, porque tu lente de contacto podrá reconocer las caras y conectarte con los perfiles de las personas que pasan, y te dirá si fueron al mismo colegio, o cuánta gente tenés en común con cada uno.Cuando termina la charla, Evan Henshaw-Plath me invita a recorrer la casa. Vamos al patio, que es enorme. Camina desgarbado, mitad hombre mitad adolescente, como en las comedias yanquis de campus universitarios. A eso se parece su forma de andar, descubro ahora. A un grandulón un poco friki que recorre los jardines de su universidad, con mil proyectos en la cabeza y todo el futuro por delante. Evan camina así. Da la impresión de que, en cualquier momento, llegará el capitán del equipo de béisbol y le romperá la cara de una trompada.