«Cruz / Diablo» — Episodio 1
Portada de Jorge Ricciardulli para un folletín de Oyola. ORSAI.

Folletín

«Cruz / Diablo» — Episodio 1

Nadie sabe quién es el viejo que bajó del monte. Leonardo Oyola prepara una historia a fuego lento en seis episodios ¿Clásica o moderna? Otro misterio. Aquí la primera entrega.

Escrito por Leonardo Oyola
Ilustrado por Jorge Ricciardulli

Si Dios tuviera un nombre cristiano,
¿cómo se llamaría el hijo de puta?


Todavía te faltan unos veintinueve años para que vengues al Papá. Y casi cincuenta para volver a estar, por última vez, en presencia del Viejo que bajó del monte. Ahora, María, aunque afuera todavía es de noche, los ha despertado a los llantos a vos y a tus cuatro hermanos varones. Es que el Papá ha vuelto recostado sobre su yegua. Parece machado. O dormido. No tiene aliento a alcohol. No tanto. Por eso el torso de la Estrella, lapeado en sangre, les advierte que el Papá no está ni vivo ni muerto. Y que de lo que ustedes hagan depende que él siga respirando.

El Antonito, tu hermano más grande, lo ha descolgado del lomo del animal. La yegua, nerviosa, no deja de resoplar por la nariz. Entre el Antonito y María recuestan al Papá en el suelo mientras el resto de los changuitos, contagiados por las lágrimas de la mujer, también se han puesto a llorar. Todos. Todos menos el Antonito y vos.

Hay que llevarlo al Papá urgente al pueblo. Antonito y el Edu preparan la carreta. Mientras Cachito y Justo, los dos más chicos, no dejan de moquear y de darle besos al Papá. Lo mismo que María, que le sostiene ambas manos con fuerza cuando no lo está peinando con sus dedos.

El Papá pregunta por vos. No te querés acercar. Te llama por tu apodo. No puede ver donde estás. Te vuelve a llamar por tu apodo y ahora agrega un ¡Carajo! que asusta al resto. A vos no. Que al final le das con el gusto. Cuando te ve, te lo cuenta especialmente aunque lo escuchen todos. Te lo cuenta a vos porque el Papá sabe muy bien quién sos y lo que vas a hacer por él cuando tengas la edad suficiente. O cuando el destino así lo disponga.

Te da un nombre.

Para que hagas lo que tengas que hacer.

Aunque él llegue a tiempo al hospital en Los Pereyra.

Lo van a curar.

Pero ya nunca va a volver.

No como ustedes lo conocían.

Como que hubiera sido mejor que lo dejaran morir ahí. Y de hecho, como hombre con todas las letras y todas las de la ley, el Papá murió esa madrugada. Porque lo que volvió de Los Pereyra no sirvió para una mierda el resto de lo que le quedó de vida.

Te acercás al Papá. Y él solo pronuncia, primero, un apellido.

“Zelaya”.

Después, con la respiración entrecortada, un apodo… y tu apodo.

“El Moncho, Ratita. El Moncho”.

No hace falta más.

El Moncho Zelaya se la tenía jurada por apuestas ganadas en mala fe. Porque sí, para qué mentir, el Papá siempre había sido un tramposo. Y por eso la iba a pagar de una vez por todas ahicito nomás, al fondo de la Estación Aráoz, mientras clareaba. El Papá va a contar que lo vio al Moncho de a pie, parado en el medio del camino. Como esperándolo. Y que cuando llegó hasta él, desensilló de la Estrella sin pronunciar palabra alguna. Y que Zelaya no le dio tiempo de cuadrarse que lo dobló de una única trompada en la panza.

El Papá, sonriendo con los dientes veteados de sangre, les dirá a María y a todos sus changos que llegó a pensar que no entendía el porqué se había quebrado al medio con un golpe propio de una chinita. Casi casi un amague. Que no lo hacía tan blandito al Moncho. Él; tan machote en el baile, tan gallito en las cuadreras. Hasta que se avivó de que Zelaya lo que le había entrado no era un gancho al estómago sino una cuchilla; que después de sacársela la limpió pasándola vuelta y vuelta en el hombro de la camisa más mejorcita del Papá.

El Edu sostiene los caballos que van a tirar de la carreta; carreta aún echada sobre su cola. Parada. El Papá con las manos se tapa la herida para que por ahí no se le salgan las tripas. Mientras, María y el Antonito lo ayudan a ponerse de pie. Caminan despacio y hacen toda una ceremonia para que el Papá se suba. Lo hacen ponerse de espalda y que dé un paso atrás hasta apoyarse en el piso de la carreta.

Parece estar en un ataúd.

Un ataúd parado.

Antes de que Antonito y el Edu bajen la carreta y enganchen los caballos, el Papá te guiña un ojo. Antonito ha agarrado el látigo del Papá. El mismo que usa para hacerlos cagar a vos y a tus otros hermanos. Antonito ha agarrado el látigo y la escopeta del Papá; que desde donde va acostado reprende a su hijo mayor preguntándole ¿en qué está pensando?

“El Ratita se queda. La escopeta también.”

Va ir toda la familia al hospital con el Papá. Todos menos vos. Aunque se esté muriendo, él teme que en su ausencia le roben lo poco que tiene en el rancho. O que venga un animal y le coma sus gallinas o al chancho que está engordando para las fiestas. Lo que ustedes no saben es por qué si el Antonito es el mayor no se queda él a cuidar la casa. ¿Por qué el Papá cree que tiene más oportunidad con su hijo de catorce, que ya es un hombre, manejando la carreta? ¿O por que él ya ve en vos madera para ser pistolero aunque apenas tengas doce años?

Se van por donde está saliendo el sol. Ves cómo María, desde arriba de la carreta, cuando pasan a tu lado hace la señal de la cruz en el aire. Te está dando una bendición. Agarrás tu sombrero y te lo llevas con las dos manos al pecho. Agachás la cabeza. Sin mirarla a los ojos, le agradecés a tu mamá en silencio. Te regocija que, en su ausencia, quiera que te cuiden. No sabés bien quién. Pero lo intuís. Para cuando el gallo cante por tercera vez, ellos, tu familia, habrán desaparecido del camino y de tu vista.

Amanece y el tiempo se queda detenido. No importa que vos caminés ida y vuelta una y otra vez por delante de la casa. Tanto, que terminás marcando una huella. A veces ese trayecto lo hacés con la escopeta sostenida con tus dos manos. Otras sobre los hombros. La mayoría arrastrándola. Mirás al Norte. Mirás al Sur. Al Este y al Oeste. Y nada. Solo el sol. Un poco más arriba en el cielo. Solo el sol. Y el calor.

Las aves se han levantado para caer desmayadas en la porción de sombra que encuentren. Más que cacarear, roncan. Y bronca tendrías si no fuera porque lo que más tenés es hambre. Pero no te animás a entrar al rancho, encarar para la cocina y abrirle los cajones a María para buscar algo que puedas picar. Así que seguís de guardia sabiendo que ya es mediodía. Y que el próximo enemigo con el que te las vas a tener que enfrentar dentro de un rato es la siesta. Y decí que no comiste nada. Porque si te pesan así los párpados, ¿imaginate cómo estarías de tener algo en la panza?

Dejás la escopeta apoyada en la pared, o acostada en el suelo, para pellizcarte las manos cada vez que cabeceás. Tus uñas negras están a punto de hacerte sangrar la piel de tanto que te las hincás. Cabeceás fulero una, dos, tres veces; y medio como que te vas un poquito para adelante y el cogote te queda doliendo. No se te dispara el arma de casualidad. Te frotás la palma bien abierta por la cara para despabilarte. Cerrás los ojos un segundo y cuando los volvés a abrir ahí está él.

Lo ves.

Por primera vez en tu vida.

Viniendo hacia vos.

Un relámpago viborea en el cielo.

En un cielo ausente de nubes de tormenta.

En un cielo que duele ver de lo celeste.

Sí… es él…

Es el Viejo que bajó del monte.

¿El que llamó en rezos María para que venga a cuidarte?

¿El Supay del sur de Tucumán?

¿El del norte de Santiago?

¿O solo un primo que le viene a hurtar lo que es del Papá en su ausencia?

En honor a la verdad, todavía no lo sabés. Y todavía no lo distinguís bien. Mejor dicho: no la distinguís bien. A su figura. Por ahora solo es algo que se viene acercando a vos… ¿a doscientos? ¡¿cien metros ya?!

Achinás la mirada.

Pensás que es un hombre.

Te equivocás.

Salvo el sobretodo, que es del color del vino como le gusta al Papá, está vestido de negro. Pantalón, camisa, botas, sombrero y pañuelo anudado al cuello. Todo de negro. Se le nota aunque venga cubierto del polvo del camino.

Pensás: anda de a pie, ¿y cómo llegó hasta acá sin un caballo? ¿Y no tiene calor vestido así?

Te sorprende darte cuenta que en una mano lleva un poncho.

Mientras decidís si apuntarle o no ni bien entre al terreno de tu familia, las gallinas desesperadas empiezan a correr en círculos buscando donde esconderse. No del Viejo que bajó del monte. De otra cosa. Ves la sombra volando en el suelo… y te avivás sin la necesidad de mirar arriba, de mirar al cielo.

Lo que te faltaba.

Un halcón.

Justo cuando el Viejo que bajó del monte ha llegado a la entrada del rancho.

La escopeta es una doble caño. Tenés dos tiros. Después, sí o sí, recargar. Abrís para asegurarte de que esté con munición. Ves los dos cartuchos. La volvés a cerrar. La amartillás. Y, de corazón, esperás que la suerte no te sea esquiva y que con los primeros disparos los hagas cagar de una a los dos.

Al halcón.

Y al Viejo que bajó del monte.

Ya sea un primo que le viene a hurtar lo que es del Papá en su ausencia. El Supay del norte de Santiago del Estero. El del sur de Tucumán. O aquel que llamó en rezos María para que venga a cuidarte.

Escrito por Leonardo Oyola
Ilustrado por Jorge Ricciardulli