Cosentino y la puerta

Relato de ficción

Cosentino y la puerta

Los lectores lo pedían a gritos, con rabia de tribuna, arrojando piedras y monedas a los árbitros. Y acá está: un cuento de Eduardo Sacheri, el guionista de «El secreto de sus ojos».

Escrito por Eduardo Sacheri
Ilustrado por Alejandro O'Kif

Cosentino mira el reloj e insulta en voz baja. Son casi las diez, el maldito Ferrocarril Roca volvió a dejarlo tirado en cualquier sitio, y está llegando tardísimo al trabajo. De pie en la vereda considera sus posibilidades. La puerta principal del ministerio es la más cercana. Veinte metros, una escalinata y está dentro. Pero si va por ese lado todo el mundo se enterará de su enésima tardanza. La otra opción es dar vuelta por la esquina, buscar la entrada del estacionamiento, bajar al subsuelo por maestranza, cruzar todo el edificio y salir directamente en su cocina.

Es ese el itinerario que Cosentino termina eligiendo. No se cruza con nadie (y nadie en este caso significa un superior que pueda después sermonearlo por su tardanza) y se encierra en la cocina con un suspiro de alivio. Enciende las hornallas, pone una pava al fuego, prepara una bandeja con vasos vacíos, servilletas bien planchadas y una jarra para el agua. Enciende también la cafetera, aunque sabe que no van a pedirle café hasta cerca del mediodía. Echa un vistazo y aprueba el resultado. Cualquiera que quiera entrar y dar un vistazo a su cocina, ahora, concluirá que lleva un buen rato al frente de sus asuntos. Recién entonces se encierra en el cuartito de los trastos para cambiarse la ropa. La camisa y el saco blancos. El pantalón negro. La ridícula corbata de moño. Años atrás Cosentino se preguntaba por qué los ordenanzas que trabajan de mozos, ahí en el ministerio, usan traje smoking. El extraño capricho que lleva a los ricos a disfrazar a los pobres de personas semejantes a ellos. Semejantes pero no tanto, claro. Ahora que lleva muchos años trabajando ahí, ya no se lo pregunta. No falta tanto para jubilarse. Mejor dejar pasar las cosas. Los pensamientos.

Años atrás Cosentino se preguntaba por qué los ordenanzas que trabajan de mozos, ahí en el ministerio, usan traje smoking. El extraño capricho que lleva a los ricos a disfrazar a los pobres de personas semejantes a ellos. Semejantes pero no tanto, claro.

Vuelve a la cocina antes de que hierva el agua de la pava. Llena dos termos. Prepara el mate de plata que le gusta usar al ministro. Observa la hora en el reloj de la pared. Las diez y veinte, y ni rastros del ministro. Se dice que tuvo suerte, y su enésima llegada tarde no tendrá consecuencias. De todos modos no se alegra demasiado. Cosentino no se siente cómodo en eso de tener suerte. Él se considera un hombre, en general, desafortunado. Un testigo de la suerte de los otros. Esmaldone, sin ir más lejos, el de suministros, que en la rifa del sindicato, el año pasado, se ganó un auto cero kilómetro. Ese sí es un tipo con suerte. ¿Cuándo él, Cosentino, va a tener una suerte así? Jamás.

Acostumbrado a la repetición de ciertos sonidos, reconoce el que hace la puerta del despacho del ministro al abrirse. Diez y media. Quién fuera ministro para llegar a la hora que a uno se le cante el culo. Saca de la heladera una botella de agua fría. La vacía en la jarra. La jarra se empaña pero Cosentino no la limpia. Al ministro le gusta verla así, según le ha dicho. La humedad de Buenos Aires condensada sobre el vidrio. Estúpido ministro. Cosentino levanta la bandeja con la jarra, los vasos y la servilleta. Con la pericia de los años, baja el picaporte con el antebrazo, sale al corredor y empuja la puerta con el codo para que vuelva a cerrarse. Pasa la puerta de la secretaria privada y golpea, con dos golpes breves, en el despacho del ministro.

Cuando su jefe le dice que pase, Cosentino obedece. Sonríe y le desea buenos días. Su jefe le devuelve el saludo y le pide que le sirva un vaso de agua fresca. Se lo ve acalorado, con el rostro rechoncho enrojecido, y el pelo húmedo de sudor. Cosentino apoya la bandeja en la mesa baja que está entre los sillones, llena un vaso y se lo alcanza con una servilleta.

—¿El mate a las once, doctor?

El ministro demora en responder, absorto en la lectura de unos papeles.

—Sí, Cosentino. Gracias.

Como su jefe sigue con la vista fija en lo que lee, Cosentino se ahorra la reverencia. Vuelve hacia la salida. Pero cuando ha entreabierto la puerta, la voz del ministro lo detiene.

—Che, Cosentino.

El mozo se toma un segundo, antes de darse vuelta y sonreír. El tono. El tono de voz lo conoce. Es el que usa el ministro cuando quiere hacerse el gracioso. El compinche gracioso. Mal rayo lo parta. Cosentino siente un enorme deseo de salir dando un portazo. Y que Dios o el Diablo lo ayuden. Pero no va a atreverse, claro. Va a darse la vuelta. Va a sonreír.

—¿Sabés cómo le dicen a San Lorenzo, Cosentino?

«Me importa una mierda, doctor, cómo carajo le dicen a San Lorenzo», piensa el ordenanza. Por supuesto no lo dice. Hace más visible su sonrisa, como para dar a entender que tiene profundos deseos de conocer el remate del chiste.

El ministro, entre carcajaditas contenidas, concluye su broma. En realidad se trabuca, advierte que el chiste no funciona, se desdice, se toma un segundo más, y ahora sí acierta con el remate adecuado. El imbécil ha dicho que CASLA no significa Club Atlético San Lorenzo de Almagro, sino Club Atlético Sin Libertadores de América. Pero entonces significa que arrancó mal, porque la pregunta inicial no debería haber sido si Cosentino sabe cómo le dicen a San Lorenzo, sino si Cosentino sabe lo que significa la sigla CASLA, esperar que Cosentino lo responda, y luego corregirlo para rematar la broma. Pero el ministro —piensa Cosentino— es demasiado idiota como para entender el camino que debe hacer el chiste para funcionar como chiste. Chiste viejo, además. Chiste manido. Ministro imbécil, concluye Cosentino.

Por supuesto que Cosentino evita que se le note el fastidio y el desprecio. Por el contrario, niega con la cabeza, como para dar a entender que acusa el impacto de la chanza y que le parece acertada y divertidísima, aunque por dentro siga pensando que el ministro es tan pero tan pelotudo que ni siquiera puede contar bien un chiste de tres líneas.

Las gastadas futboleras están bien entre iguales. Entre hombres que pueden decirse lo que les dé la gana. Pero Cosentino es ordenanza y el ministro es ministro, y son cualquier cosa menos iguales.

En realidad, es un pelotudo por otro montón de motivos, además de ese. Para empezar, ya es miércoles. Esta semana el ministro lo tiene alquilado porque el domingo San Lorenzo perdió de local con Tigre. El lunes, vaya y pase. Cualquier futbolero sabe que las burlas tienen un tiempo en el que son lícitas. Después caducan. Después se vuelven una sombra vergonzosa de sí mismas.

Para seguir, el ministro es hincha de Boca. Y San Lorenzo, el domingo, no perdió con Boca sino con Tigre. A cuento de qué, seguir machacando con sus gastadas por un triunfo absolutamente ajeno. Si hubieran perdido con Boca, vaya y pase. Pero, ¿a cuento de qué tanta alegría por Tigre?

Para continuar, el mismo domingo en que San Lorenzo perdió con Tigre, Boca empató con Rafaela. ¿Dónde se ha visto que te pongas a cargar a alguien en una fecha en la que a vos tampoco te salieron bien las cosas?

Y para terminar, las gastadas futboleras están bien entre iguales. Entre hombres que pueden decirse lo que les dé la gana. Pero Cosentino es ordenanza y el ministro es ministro, y son cualquier cosa menos iguales. Y eso hasta un idiota como el ministro debería entenderlo y aceptarlo.

La temporada pasada fue un suplicio para Cosentino. Con San Lorenzo peleando todo el año por evitar el descenso, y con el ministro alegrándose de lunes a viernes con cada nueva derrota. Al final San Lorenzo se salvó. Y el ministro hizo lo que Cosentino suponía que iba a hacer. Ninguna felicitación. Ningún reconocimiento. Simplemente, violín en bolsa y silencio hasta el nuevo campeonato. Ni siquiera la hidalguía de reconocer «Lo tuve alquilado a este pobre tipo durante todo un año. Voy a reconocerle el mérito de aguantarme». Nada. Nada de fútbol hasta el inicio del torneo. Y después, a lo de siempre. A gastarlo con cada derrota. A hacerse el tonto con las victorias.

Desde que el ministro llegó a su puesto, Cosentino lo tiene entre ceja y ceja. Y está convencido de que de fútbol no sabe nada. Por muchas cosas, empezando por estas. Un tipo que no sabe cuándo hablar y cuándo callarse desconoce ciertos comportamientos básicos, ciertos puntos esenciales de este juego. Pero no solo por esta falta de códigos es que Cosentino está convencido de que el ministro no tiene ni idea de dónde está parado, en cuanto a fútbol se refiere. El ministro es un hincha superficial, de esos que ni siquiera ven los partidos porque les resultan largos y tediosos. Esos que se conforman con mirar un resumen en el noticiero de la noche. O peor, esos que leen a las apuradas la síntesis del diario, el lunes a la mañana, para hacerse los vivos en la oficina, si les cuadran los resultados.

Alguna vez, para comprobar su teoría, Cosentino lanzó alguna pregunta, prudente y meditada, sobre el Boca de los años noventa, antes de toda la gloria de la década siguiente. Nada serio. Algún jugador. Algún torneo. El ordenanza preguntó por el arquero de Boca en 1995. Por el marcador de punta por izquierda de esos años. Por lo que sucedió en la semifinal de la Libertadores de 1991 entre Boca y Colo Colo. El ministro dijo no estar seguro. Ignorante, concluyó Cosentino. Cualquier hincha de Boca más o menos serio se acuerda de Navarro Montoya y de Mac Allister, y de las piñas que volaron en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Pero el ministro no. Peor aún: arriesgó que tal vez el marcador de punta hubiese sido el colombiano Bermúdez.

Cosentino se lo contó a su mujer, esa noche durante la cena, esperando cierta reivindicación, que ella entendiese la hondura de su tormento. Trabajar todos los días con un idiota así. Pero lo único que encontró en su mujer fue una atemorizada cautela. Que no jodiera. Que no se hiciera el piola. Que no le faltaba tanto para jubilarse y ese lugar en el ministerio valía oro, a fin de cuentas.

De todos modos, Cosentino sueña. Algún día se va a jubilar. Y algún día, el ministro dejará de ser ministro. Y en una de esas, por qué no, se lo cruza por la calle. Y Cosentino tiene la oportunidad de cantarle las cuarenta. Decirle estúpido, engreído. O mejor boludo, que le sienta mucho mejor. Qué sabés vos de fútbol, infeliz. San Lorenzo te tiene de hijo, gilastrún. De hijo, te tiene. A ver si aprendés.

Mientras prepara la bandeja para el mate, y espera que se hagan las once, Cosentino sueña. Porque sería mejor no esperar hasta la jubilación. ¿Y si nunca se lo cruza una vez que se jubile? ¿Si nunca se lo encuentra? Lo lindo, lo lindo en serio, sería irrumpir el día menos pensado en el despacho del idiota. Agarrarlo con una visita y hacerlo quedar como el culo. No. Mejor pensándolo bien, no. Mejor agarrarlo solo. Y decirle ¿sabés qué?, decirle ¿sabés dónde te podés meter tu Boquita de mi vida?, ¿sabés dónde te podés meter tu pregunta de cuándo San Lorenzo va a ganar una copa?

El teléfono lo saca de sus sueños. Es la secretaria privada, que le pide que, además del mate, lleve unos sándwiches de miga para el ministro y dos invitados. Cosentino cuelga y sale al pasillo. Sube al segundo piso, para agenciarse los benditos sándwiches de miga. Siempre es el mismo imbécil. Cuando tiene visitas en el despacho no lo llama a él, a Cosentino, para pedirle las cosas. Llama a su secretaria, para que a su vez se lo diga a él. Imbécil. Imbécil, imbécil, imbécil. Se ve que, frente a testigos, Cosentino es demasiada poca cosa para que el funcionario lo llame. Ni siquiera para pedirle un café, o esa puta docena de sándwiches de miga.

Una vez que los consigue, una vez que baja otra vez a su cocina, una vez que el mate del ministro y los cafés de los invitados están listos, Cosentino coloca todo en la bandeja y va hasta el despacho. Dos golpes y la orden de que pase. El ministro y las visitas ocupan los sillones. Cosentino deja la bandeja y ofrece agua. Los invitados aceptan. La conversación se ha interrumpido. El ministro se aclara la garganta. Cosentino se alarma con esa carraspera, que suena a prólogo de una nueva gastada. Y se promete que, si el muy tarado vuelve a sacar el tema de San Lorenzo, ahora frente a sus invitados, será incapaz de contenerse.

Pero no. El ministro se aclara la garganta y nada más. Y Cosentino inclina la cabeza en una mínima reverencia, pregunta si se les ofrece algo más, agradece su negativa, aclara que está a sus órdenes y vuelve con pasos rápidos hacia la puerta. Una bendición, después de todo, que el ministro tenga visitas tan cerca del mediodía. Porque después de la reunión saldrá a comer con ellos, y dejará de romperle las pelotas por lo menos hasta las cuatro.

Cosentino enciende la tele para hacerse compañía, mientras se ceba su propio mate. Deriva por los canales de deportes pero no hay nada que le interesa, y termina en los de noticias. El televisor está sobre la pared, alto. Como es un aparato viejo y el control remoto se ha perdido, Cosentino tiene que ponerse en puntas de pie cada vez que quiere cambiar de canal o alterar el volumen. Lo escucha muy bajo, desde que la idiota de la secretaria privada le pidió, con malos modos, que le bajara el sonido a «ese maldito televisor». Cosentino se apresuró a obedecer. Primero porque está convencido de que la secretaria se ve a escondidas con el ministro. Y segundo porque ese televisor es uno de sus bienes más preciados. Tiene los colores desvaídos y cierta interferencia cuando está encendida la fotocopiadora del despacho, pero le permite ver partidos del fútbol europeo por las tardes. Esta semana no. Esta semana no hay partidos de Champions. Paciencia.

Cuando escucha que el ministro sale a comer deja pasar unos minutos. Después golpea la puerta de la secretaria y le pregunta si necesita algo. Mejor estar en buenos términos con esa yegua. La mujer le dice que no, que gracias. Cosentino tiene un rato libre para ir a comer con sus compañeros. Sube al tercer piso, donde el correntino López tiene montado un barcito. Esas cosas inexplicables del ministerio. El tipo es un ordenanza como él. Peor, porque es ordenanza de la secretaría de Planeamiento. Es decir, que en el escalafón de los ordenanzas Cosentino, que trabaja con el ministro, debería ser una especie de ministro de los ordenanzas. Pero no. El piola de López tiene montado un barcito en el que comen un montón de empleados del segundo piso y del tercero. Y lo atiende, por supuesto, en sus horas de trabajo. Sándwiches, café, gaseosas. Guisos los días de frío. Cuando se lo contó a su mujer ella sacudió la cabeza, como negando, y dándole a entender que él, Cosentino, es un quedado, un bolas tristes. Para qué se lo contó. Las minas pueden ser terribles, la verdad. Ahí está, piensa Cosentino. López es otro tipo con suerte. Como Esmaldone, el de la rifa.

Por lo menos en el barcito del correntino sí se puede hablar de fútbol, porque esos tipos saben. No como el idiota del ministro. Hasta uno se puede permitir remedar al ministro, reproducir la charla de la mañana, con la torpeza del tipo y todo al arruinar el chiste sobre lo que significa CASLA. Los otros, los que comparten la mesa con Cosentino, entienden. Y hasta lo compadecen por laburar con un pelotudo de marca mayor. Alguno ofrece vino pero Cosentino prefiere pasar. Comió poco, y no quiere que el tinto se le suba a la cabeza. Además son casi las tres, la hora que se ha hecho. Paga y se despide. López lo palmea con afecto. Cosentino se alegra de que el barcito sea de López. Buen tipo. Está bien que se llene de guita. Total, a él que le importa.

Vuelve al primer piso y prepara el café de la tarde. Todavía pasa un buen rato hasta que escucha que el ministro vuelve a su despacho. Cosentino se sienta a esperar que lo convoquen. Estirado en la silla, con la cabeza apoyada en la pared, se deja ganar por cierta modorra. No va a dormir, pero ese mínimo descanso de ojos entrecerrados lo repara.

Se sobresalta con el sonido del teléfono. Es el ministro, que quiere el café. Como ahora está a solas lo ha llamado directamente al ordenanza, sin pasar por su asistente. Cosentino se dispone a llenar el termo de café caliente. Alza la vista hacia el televisor. Y entonces lo ve. Abre mucho los ojos. Sube el volumen. Pasa los canales. Sonríe. Sigue yendo y viniendo por la grilla de canales de noticias, como un modo de confirmarlo.

—A que no me va a creer, doctor —dice Cosentino cuando apoya la bandeja en un rincón del escritorio.

El ministro levanta la cabeza y lo mira. No es habitual que sea el ordenanza el que inicia las conversaciones entre los dos. Cosentino se demora un segundo, y no puede evitar sonreír. Por la cara del ministro, es que todavía no lo sabe. Claro, ahí encerrado, con sus papeles, el tipo está ajeno a todo. El ordenanza se alegra de ser él quien le dé la noticia.

—¿Qué pasa, Cosentino?

—Eligieron papa a Bergoglio. Tenemos papa argentino. Jorge Bergoglio. ¿Qué me dice?

La sorpresa del ministro es sincera.

—¿No me diga? ¿Cómo fue?

—Está en todos los canales —agrega Cosentino, que tantea los próximos pasos, porque son los que de verdad le importan.

—¡Qué bueno! ¡No me imaginé… para nada! —dice el ministro, con esa confianza que uno utiliza cuando está sorprendido, sin que importen demasiado, en situaciones así, los escalafones.

—Y no sabe, doctor —tantea Cosentino, que ahora sí siente que está llegando al momento culminante—. ¡El papa es hincha de San Lorenzo! ¡Pero hincha en serio!

Cosentino espera y sonríe. El ministro lo mira, perplejo. Ahora sí, piensa Cosentino. Ahora tendrá que decirle algo. Reconocerle algo. Un mínimo de honestidad futbolera, después de todo. Otra que una copa. El primer papa latinoamericano. El primer papa argentino. Y el tipo es hincha y socio de San Lorenzo. Chupáte esa mandarina, tarado.

Pero el ministro hace una mueca y de inmediato levanta el teléfono.

—Qué sorpresa, Cosentino, qué sorpresa —pero el tono es de estar en otra cosa. O sí, es de sorpresa por el papa argentino, pero el otro dato, el que a Cosentino de verdad y en el fondo le importa y lo conmueve, el estúpido lo ha pasado por alto.

El ministro, con el teléfono en la mano, se toma un instante para mirarlo. Cosentino se percata de que está esperando que salga para poder hablar tranquilo. Turbado, el ordenanza retrocede. Abre la puerta. Sale. Cierra detrás. Se queda mirando el picaporte. ¿Cómo puede ser que el imbécil no haya dicho nada? ¿No se da cuenta, el infeliz? Por fin Cosentino avanza hacia la puerta de su cocina. Ya no está confundido. Está enojado. Para hacerle chistes con el partido que les ganó Tigre, el pelotudo es un futbolero hecho y derecho. Para reconocerle el mérito, se borra.

¿Pero es que no se da cuenta de lo que acaba de pasar? San Lorenzo tiene menos títulos. Perfecto. No tiene Copas Libertadores. Macanudo. ¡Pero tiene un papa, carajo! ¡San Lorenzo tiene un papa! ¿Qué club de la Argentina tiene un papa? ¡Un papa, loco! ¡No un presidente, un algo así! ¡Un papa, carajo, un papa!

Cosentino se da vuelta en el pasillo y camina otra vez hacia el despacho del ministro. Ahora no está enojado. O sí, pero además está eufórico. Qué carajo le importa el partido que perdieron con Tigre. Qué carajo le importa nada. Apoya la mano en el picaporte. Como una ráfaga, se le cruza la cara de su mujer, la expresión mitad cansada, mitad tensa de su mujer. Qué va a decir si lo rajan. O si no lo rajan, pero lo mandan a pintar paredes a la última oficina pública del último rincón de la patria. Pero verle la cara. Verle la cara a este otario cuando le diga «Para vos, bostero. Hijos nuestros de toda la vida. Y encima, el papa es cuervo, chabón. Andá a pensar. Andá a pensar qué carajo significa CASLA. Significa que somos el único club del mundo que tiene un papa, pelotudo. Contáme ahora. Contáme ahora lo que pensás».

Antes de tomar una decisión, Cosentino pasa todavía un largo minuto con la mano apoyada en el picaporte. Después sí. Después toma aire. Y abre la puerta.

Escrito por Eduardo Sacheri
Ilustrado por Alejandro O'Kif