Black Jack en Atlantic City
Ilustración de Lorenzo Amengual. ORSAI.

Relato de ficción

Black Jack en Atlantic City

A Marcos Pereyra le gustaba jugar al Black Jack, pero lo había dejado. Como somos muy malas personas, lo enviamos a Atlantic City con viáticos, para que le vuelva el vicio.

Escrito por Marcos Pereyra
Ilustrado por Lorenzo Amengual

La primera vez que jugué en Atlantic City fue hace quince años, cuando vivía en Nueva York. Era un sábado a la tarde y estaba aburrido. Agarré el auto a las tres y a las seis ya estaba sentado jugando al Black Jack. No me moví de ahí hasta las diez de la mañana del día siguiente. Cada vez que lo cuento la gente se asombra: fue demasiado tiempo, incluso para mí. Cuando terminé de jugar estaba tan cansado que casi no podía moverme, pero decidí subirme al auto y hacer las tres horas de vuelta. No me maté, pero me dormí y me detuvo la policía por exceso de velocidad, aunque no recuerdo en qué orden sucedieron las cosas. Sí recuerdo lo otro: me juré no volver a Atlantic City. O, al menos, dejar que corriera el agua hasta hacer otro viaje.

 Pasaron los años.

Estoy yendo a la ciudad por segunda vez. Alguien en la revista estaba al tanto de esta anécdota de juego y me ofrecieron regresar ya no solo para apostar sino también para contarlo. Soy capaz de jugar hasta desmayarme así que en este caso tomo un colectivo: elijo un ómnibus llamado «Lucky Streak» que me sacará de Manhattan y me dejará en la boca del casino Ballys. «¿Se siente con suerte? Entonces súbase a uno de nuestros autobuses Lucky Streak® y lo llevaremos directamente a las puertas de los casinos y resorts más populares del país» dice la página web que promueve los servicios. Al lado hay una foto de dos rubias en bikini con el signo «$» por todos lados. Pero nunca es tan así. Mis compañeros de viaje no parecen estar pasando por un gran momento. La mayoría es de raza negra, aunque también hay un puñado de latinos —yo soy uno de ellos— y un chino. Chicas como en la foto, ninguna. Igual no me importa: voy a jugar.

Atlantic City está en el estado de Nueva Jersey. Para llegar desde Nueva York solo hay que cruzar el río Hudson a través de un puente o de algún túnel. El colectivo elige ir por debajo y lo primero que veo al salir a la superficie es un cartel que publicita servicios de abogados para las víctimas del Sandy: un huracán que integra el «top 5» de los más brutales de la historia de Estados Unidos, que el pasado mes de noviembre mató cientos de personas y que causó daños por decenas de miles de millones de dólares en más de veinte estados norteamericanos, principalmente Nueva York y Nueva Jersey.

Me preguntan seguido qué es lo que me gusta tanto del juego.

«Supertormenta Sandy tocó tierra cerca de Atlantic City» dijo en su momento la BBC. «El huracán Sandy destruyó la costanera de Atlantic City» dijo el Washington Post. Empiezo a recordar algunas cosas que leí y trato de imaginar entonces —mientras vamos por la carretera— cómo estará la ciudad. Pero el pensamiento se interrumpe por la voz de una pasajera que, como tantos otros, habla a los gritos por su celular.

—No estoy yendo al casino, voy a otro lugar —le explica la señora a su hija. No tiene vergüenza de mentir frente a nosotros; debe considerarnos pares.

 Quizás, de algún modo, lo seamos.


Me preguntan seguido qué es lo que me gusta tanto del juego. Al principio me molestaba porque la palabra «tanto» llevaba un juicio implícito: «¿No pensaste en buscar ayuda?» era el mensaje. Después maduré y ahora me río. Aunque esta vez quiero buscar una respuesta. No para los otros: para mí. Quizás este viaje también sirva para eso.

No me acuerdo de la primera vez que pisé un casino. Pero sí sé que a los catorce años fui a un hipódromo y que el concepto «juego» me pareció agradable. En aquella oportunidad me dejaron apostar y por supuesto gané. Uno siempre gana al principio. Luego crecí, a los dieciocho años conocí el primer casino —fue en Mar del Plata— y de ahí en más, jugué. Incluso hasta sufrir algún inconveniente. Una vez perdí toda la plata de mis vacaciones al tercer día de haber llegado y tuve que estar mendigando el resto del mes. Otra vez quise cruzar una frontera entre Estados Unidos y Canadá para ir a un casino de Windsor, pero lo hice sin visa y terminé esposado. Volví en auto hasta mi hotel, con dos móviles policiales escoltándome en la ruta.

Miro, ahora, la ruta que me lleva a Atlantic City. Es lisa y previsible: no hay señales del huracán. Pero una vez en la ciudad empiezan a aparecer montículos de madera prolijamente apilados: alguna vez fueron casas. Es como si el lobo de «Los tres chanchitos» hubiera soplado y soplado hasta destruirlas y después alguien se hubiera tomado el trabajo de ordenar todo. Hay montañas así casi por todas partes, pero —a medida que avanzamos— veo que no en el centro. Ahí se ve otra cosa. El centro de Atlantic City recuerda a esas películas donde cae una bomba química que mata gente pero no edificios. La rambla, por ejemplo, sorprende. La costanera es famosa por ser la primera construida en Estados Unidos —a fines del siglo diecinueve— y por haber sido destruida en tres oportunidades, siempre por huracanes. Sin embargo, a pocos meses del desastre se la ve intacta. También están intactos los doce casinos que fueron construidos frente a ella.

El micro se detiene en el estacionamiento del Trump Plaza: una mole llena de neones, arabescos y notable mal gusto. Bajo, enciendo un cigarrillo y un portero llamado Kevin dice en español que pase, que puedo fumar adentro. Le pregunto qué ocurrió con el huracán: dónde está, dónde estuvo.

—Aquí solo pasó, pero rompió las casas. Mi casa se salvó pero la de mi suegra no. La tengo viviendo conmigo, tú sabes.

Kevin explica que los casinos estuvieron sin actividad durante una semana. Es la primera vez desde 1978 —cuando se abrió el primer casino en Atlantic City— que cierran por tanto tiempo. Hubo otras anteriores, pero nunca tan largas y con semejante pérdida. Las cifras —sabré después— fueron dadas por Tony Rodio, presidente del casino Tropicana y jefe de la Asociación de Casinos de Nueva Jersey: el huracán Sandy hizo que los casinos de la rambla perdieran cada uno cinco millones de dólares diarios. Por eso la presión de los dueños por abrir era muy alta, aun en el medio de la emergencia.

—Tú sabes, ganan esa fortuna, cómo no van a querer abrir —dice Kevin—. Y hay gente que hubiera venido igual, you know, aun con el agua tapándoles la casa y los carros dados vuelta por ahí.    

Más de siete mil millones de dólares salieron de los bolsillos de casi treinta y cinco millones de turistas.

Entro y el casino está muerto. Todas las luces están prendidas, pero nada de esto se parece a lo que vi hace quince años. Antes del Sandy, Atlantic City era un exceso. No es pura sensación: hay una infinidad de estudios que hablan del juego como industria floreciente en Estados Unidos. Uno de ellos, llamado «Impactos sociales de los negocios de juegos con apuestas» —y publicado por la Universidad Nacional de México— dice dos cosas: que en Estados Unidos la industria representa un mercado superior a los sesenta mil millones de dólares anuales, y que los estadounidenses gastan más en juegos de apuestas que en idas al cine y parques temáticos.

En lo que refiere a Atlantic City, en mayo de 2010 un informe de la Universidad Rutgers analizó cuánto dinero había entrado a la ciudad en 2008: fueron más de siete mil millones de dólares que salieron de los bolsillos de casi treinta y cinco millones de turistas.

En cualquier caso, eso ya no se ve. Donde antes había risas ahora solo hay ruidos de tragamonedas vacías generando un eco infinito. Antes de avanzar voy a la recepción del hotel. Estoy más viejo que la primera vez y en algún momento voy a necesitar un cuarto donde tirarme un rato. Me toca el 1925, en el piso diecinueve. La habitación tiene vista a la playa y a la ciudad. También se ve el cartel de neón que dice «Trump Plaza»: tiene algunas letras quemadas. Me acuerdo del huracán y pienso que puede ser por eso, pero no me detengo mucho más. Me saco la campera, los calzoncillos largos (hay temperaturas bajo cero), el gorro y los guantes, y salgo. Es tiempo de casino.

Una vez en la sala la primera impresión es rara. Están todas las luces encendidas y todos los ruidos en orden, pero sigue faltando la gente. Las mesas están vacías y las ruletas no giran. Parece un casino fantasma y hay que avanzar bastante para encontrar movimiento. A los cien metros, finalmente, llega la parte activa de este asunto. Y empiezo a jugar.


Lo mío es el Black Jack: uno de los pocos juegos de casino donde es importante no solo cómo juegues, sino también cómo lo hagan tus compañeros. Las reglas y los detalles son muchos, pero alcanza con entender lo siguiente: se juega con cartas abiertas (a la vista) y todos tenemos que ganarle a la banca, es decir: sumar más que el crupier —quien también juega— pero sin pasarnos de veintiún puntos. Si el crupier pierde porque se pasó de veintiuno, ganamos todos. Si el crupier pierde porque un jugador se plantó —y tiene más puntos que la banca— gana ese jugador en especial. Y si el crupier gana —porque tuvo suerte o gracias al error de un jugador— eso impacta en toda la mesa: todos perdemos. Por esta razón, y a grandes rasgos, tener un buen compañero de Black Jack es maravilloso (todos nos aliamos para hundir a la banca y ganar por igual) y tener un mal compañero es una tortura: si alguien gana de modo individual o no se queda «quieto» hasta que la banca pierda sola, eso tiene una consecuencia directa en tu bolsillo.

Por eso me gusta el Black Jack: uno juega contra el casino, pero sobre todo juega contra la inoperancia y el individualismo de los otros.

También por eso me gusta el Black Jack: uno juega contra el casino, pero sobre todo juega contra la inoperancia y el individualismo de los otros. La vida misma, digamos, metida en un juego de azar.

Me siento en una mesa y prendo un cigarrillo. Los casinos son el único lugar de Estados Unidos donde se puede hacer eso sin que te saquen a patadas.

—¿De Argentina, eh? No te olvides de pasear por la rambla. Es hermosa aun en invierno —dice la crupier.

Nunca escuché algo así. Los crupiers —también llamados «pagadores» o «dealers»— han cambiado: se muestran más relajados, como si —quizás luego del Sandy— tuvieran menos necesidad de hacer plata para el casino y más de relacionarse con los jugadores. Hablan, hacen chistes, dan consejos y hacen todo con lentitud. La situación al principio es agradable, pero después se vuelve irritante. A veces tardan casi diez segundos en sumar cuatro o más cartas, lo que es pésimo para la ansiedad de los que, como yo, las cuentan más rápido.

—Diecinueve, nena: diecinueve. Ocho más cuatro doce, más tres quince y más cuatro diecinueve —le digo a una crupier antes de que empiece a usar los dedos. Tiempo atrás leí que los casinos estaban empezando a buscar chicas que fueran agradables a la vista. Y que en el proceso se habían deshecho de cualquiera que tuviera algo de oficio. Eso molesta.

Por suerte tengo conmigo a Elisha: mi compañera de mesa, una negra que conoce el juego. Con Elisha nos entendemos pronto. Siempre me pasa lo mismo. No importa en qué país esté o qué idioma se hable, entro y en el acto sé qué debo hacer y cómo, y con quién debo jugar y por qué. Al fin y al cabo en una mesa de Black Jack —mi juego— solo hay que saber hacer dos señas: un dedo arriba de la mesa para pedir cartas y un movimiento con la palma de la mano para no hacerlo. Eso es lo único que quieren los casinos de vos. Eso y tu plata.

Elisha sabe cuándo pedir y cuándo quedarse, aunque eso no es garantía de que vaya a ganar. De hecho, Elisha está perdiendo. Yo empiezo despacio. Me prometí no jugar fuerte y no traje demasiada plata. El problema es que no paro de ganar y me la paso pensando en el dinero que tendría si hubiera puesto plata en serio. A mi lado Elisha sigue perdiendo, aunque lo hace con gracia.

—Vamos, girl, no es tu dinero, sé más generosa con las cartas —le dice a la crupier varias veces, siempre de buen humor.

Elisha me cae bien. Me pregunta de dónde soy, qué es Argentina, dónde queda. Y finalmente pregunta por qué estoy jugando en este casino de mierda. Le doy alguna razón vaga. Ella da las suyas.

—Juego porque tengo demasiados puntos en la tarjeta y estoy por llegar a un gran premio. Si no, no jugaría jamás en este casino racista.

El fenómeno de las tarjetas lo vi antes. Los casinos te dan puntos por la plata que jugás o el tiempo que permanecés sentado en una mesa, y esos puntos son intercambiables por distintos premios. En Panamá, por ejemplo, se llega al colmo del absurdo: el casino te devuelve el 0,5 por ciento del dinero que jugaste. Es decir que si perdiste mil dólares recuperás veinticinco. Esto es muy útil en los lugares donde hay muchos casinos porque genera fidelidades tales como la de Elisha, quien pese a odiar a Donald Trump está sentada y alimentando su mundo (el de Trump).

   El origen del odio está en la pelea entre Obama y Trump. El magnate siempre dudó de que Obama hubiera nacido y estudiado en Estados Unidos, a tal punto que ofreció donar cinco millones de dólares a la obra de caridad que Obama eligiera si el presidente mostraba su pasaporte y sus registros de la universidad. Con la llegada del Sandy —que tuvo lugar una semana antes de los comicios presidenciales— Trump dijo que extendería su apuesta un día más porque seguramente Obama, con tal de ganar las elecciones, estaría parado bajo la lluvia y entregando dinero compulsivamente a las víctimas del huracán.

—Aún no habían enterrado a los muertos y el racista tuiteó que Obama iba a comprar las elecciones dándole billones de dólares a las víctimas, fucking ass-hole —brama Elisha. Luego sigue en su escalada de insultos hasta que recibe un Black Jack servido y la furia se disipa. Ahora todos podemos charlar en paz. Entre tanto llega a la mesa una nueva crupier llamada Zina. Creo que habla español, aunque parece no querer hacerlo. Elisha le habla del Sandy y Zina responde que el huracán le arruinó la vida. Su casa fue destruida y está viviendo en lo de unos amigos, junto con sus dos hijos.

—Los que dicen que «lo bueno es estar vivo» no perdieron todo; no hay nada bueno en perder todo —dice Zina mientras mezcla las cartas sin alegría y sin destreza.

El Sandy destruyó casas, pero sobre todo —puede verse— hizo pedazos el ánimo de mucha gente. En Atlantic City, donde la mayor parte del turismo está vinculado a los casinos, el cierre temporal de las casas de juegos impactó de un modo drástico en la vida urbana. Los casinos tienen menos gente y los turnos de los empleados fueron reducidos.

—Antes venía cinco días por semana y ahora vengo dos, you know: menos paga, menos tips, todo se ha vaciado —dice Zina.

La charla se interrumpe cuando Tom y Eileen llegan a la mesa. Son dos americanos de unos cincuenta años, rubios y de ojos celestes. Eileen es ruidosa, alegre y no tiene la más remota idea de cómo jugar al Black Jack. La banca tiene malas cartas y está a punto de perder, pero Eileen —en vez de dejarla perder, así ganamos todos— pide cartas de un modo frenético.

—Hit me, hit me —grita desaforada, mientras se traga un gin-tonic entero y extiende la mano para que le traigan otro. Acá te dan las bebidas que quieras; solo hay que dejar un dólar cada tanto en la bandeja de las mozas.

Lo increíble es que Eileen, borracha como está, gana. Y lo terrible es que Elisha y yo perdemos. Eso no nos pasa una, sino varias veces. Pronto entiendo que las decisiones de Eileen van a matarme. Empiezo a jugar el mínimo en cada mano y a tratar de que pase la tormenta. Elisha en cambio tiene una postura más agresiva y quiere recuperar lo perdido apostando cada vez más. Elisha está nerviosa, no para de hablarme.

—Maldita estúpida —dice—, no tiene idea de lo que está haciendo; la contrató el casino para que perdamos todos.

Eileen y Tom están en su pequeño mundo y no dan señales de haber escuchado a Elisha, aun cuando mi compañera habla a los gritos. En media hora Eileen ha ganado quinientos dólares, yo perdí más de la cuenta y de Elisha mejor no hablar. Mientras tanto me entero de que es la primera vez que Eileen pisa un casino, de que administra un campo de golf y de que conoció a Tom —que es de Texas— por internet. Eileen vive en Connecticut, a más de dos mil kilómetros de Tom.

—Pero espero mudarme a Texas pronto —me susurra, con algo parecido a un guiño de ojos.

Tom no escucha, y yo estoy harto de verlos ganar en paz.

—Tom, ¿así que te vas a llevar a Eileen a Texas? —pregunto; quiero verlos pelear.

—¿Qué? ¿Dónde escuchaste eso?

—Acaba de decirlo —dice Elisha—, Eileen se irá a vivir a Texas, felicitaciones.

Dos minutos después el microclima Tom-Eileen se deteriora y ahora estamos todos callados. Elisha sonríe. Tom trata de remar el clima tenso y me pregunta de dónde soy. Frente a mi respuesta grita «Manu Ginóbili» tres veces, mostrando una alegría que no siente.

La mesa me deprime y quiero irme. Saber retirarse a tiempo es una virtud, aunque en los casinos se practica poco. ¿Otras claves? No festejar una buena mano antes de haber ganado; y nunca —jamás— apostar fuerte cuando uno está enojado. Me levanto de la mesa con mal humor y con hambre. Me hago diez minutos para tragar una pizza y —sin terminar la segunda porción— decido cambiar de aire y de casino. El más cercano es el Cesar’s. Queda a pocos metros de acá, también sobre la rambla. Camino.


Sigue haciendo frío pero no me quejo. Tuve viajes más difíciles hasta un casino. Hace unos años vivía en Ann Arbor, una ciudad universitaria en el estado de Michigan, mi mujer había viajado y yo —una vez más— estaba aburrido y sin saber a dónde ir. A unos cuarenta kilómetros, cruzando el límite con Canadá, estaba la ciudad de Windsor, repleta de casinos. Llegué a la frontera de noche y con la visa vencida, pero con la esperanza de que —si fingía bien el idioma— tal vez me trataran como a un gringo y no me pidieran documentos. Salió mal. Me pidieron el pasaporte, me hicieron pasar a una oficina y me explicaron amablemente que mi visa había expirado. Yo intentaba asentir con docilidad. Pero a lo lejos titilaban los casinos —podía ver las luces desde la ventana del despacho policial— y algo de eso me hizo perder la paciencia.

—Ok —dije—, no tengo visa pero voy al casino y vuelvo en un rato, déjeme pasar.

—Ah, ¿pero usted sabía que su visa no era válida?

—Claro, no soy estúpido.

Todo cambió. El oficial tocó algún botón y en el acto dos policías se acercaron para esposarme. Luego me escoltaron hasta mi auto, donde removieron mis esposas mientras otros policías miraban todo con las manos pegadas a las armas en la cintura. El trayecto hacia Detroit —la ciudad americana más cercana— lo hice solo en el auto, pero con dos patrulleros a mis espaldas.

Por este tipo de cosas, los cincuenta pasos que me separan ahora del Casino Cesar’s no son —a pesar del frío— tan graves. Diez minutos después estoy sentado en otra mesa de Black Jack. Acá solo hay una mujer negra llamada Ann. Pienso que este puede ser un nuevo comienzo, hasta que quince minutos después llegan Tom y Eileen. De los veinte casinos que hay en todo Atlantic City, de los doce que hay sobre la rambla y de las no sé cuántas mesas de Black Jack que hay en la ciudad, Tom y Eileen eligieron venir a jugar acá. Están eufóricos. Hablan a gritos con los dos crupiers (Jerry y Dan) y beben y festejan todo el tiempo.

A mi derecha sigue Ann, quien no para de fumar mis cigarrillos mientras le pregunta a la encargada de la mesa cuánto falta para que le den los suyos. Aparentemente su premio por jugar es tabaco, y ella lo necesita ahora.

—Me dijiste que faltaban quince minutos para mis cigarrillos y eso fue hace más de una hora, ¿dónde están mis cigarrillos? —le pregunta Ann a una supervisora.

La empleada se va sin responderle. Ann juega manos de cincuenta dólares y los cigarrillos valen ocho. Quiero gritarle que compre sus putos cigarrillos en lugar de fumar los míos y que dejemos de hablar del tema y sobre todo que deje de pedir cartas como una imbécil: estoy perdiendo plata, más de lo que tenía pensado. Pero cuando estoy a punto de estallar llega el momento incorrecto. Sobre la mesa, Eileen —la novia de Tom— dobla la apuesta y necesita una figura para ganarle a la banca (y para que eventualmente ganemos todos). Las figuras son los 10, los 11 y los 12 y uno puede referirse a ellas con la palabra «monkey» (mono).

—Gritá «Monkey» —le dice Ann, de raza negra, a Eileen.

—¡No voy a hacer eso! —contesta Eileen, que prefiere perder antes que ser tildada de racista.

Todos nos detenemos a la espera de la decisión de Eileen.

—Vamos, girl. Todos los asiáticos lo dicen y no paran de ganar —le insiste Ann, pero Eileen está luchando contra sí misma y se niega rotundamente. Yo tengo bastante plata arriba de la mesa y siento que esta discusión me está dejando seco.

—¡Dale, decí monkey de una vez! —le digo.

Eileen me mira asustada, y susurra:

—Monkey.

El crupier le da un rey de trébol y un veintiuno a Ann, quien también gana.

—¡Alegría para todo el mundo! ¡Siempre que gane me van a escuchar! ¡Cuando pierda no, pero cuando gano quiero que se enteren! —grita Ann y gritan todos. Todos menos yo, porque me paso y pierdo la mano.

Estoy de pésimo humor. Va a ser mejor irme mientras me queden dólares y cigarrillos, así que me pongo de pie. Todos protestan, en especial Eileen y Tom: piensan que somos algo así como hermanos de sangre por haber compartido dos mesas de Black Jack. Si yo hubiera tomado tanto como ellos quizá pensaría lo mismo.


Salgo del Cesar’s como puedo y vuelvo al Trump. Paso por la recepción del hotel y evalúo la posibilidad de subir un rato a la habitación. Llevo siete horas de casino, quizá me vendría bien dormir un poco y además no estoy pasando por una gran racha. Pero pienso en la palabra «racha» y en el acto me río de mí mismo: no hay forma de que descanse, menos cuando voy perdiendo.

Entro al salón del Trump Taj Plaza y me siento a jugar de nuevo. Elijo la mesa como elijo las cartas: mal. A mi derecha hay un colombiano borracho y pesado.

—Che boludo, ¿sos argentino, boludo? Qué grande el boludo.

La primera vez sonrío. A la quinta tengo ganas de pegarle. Por suerte le quedan muy pocas fichas. Pierde en media hora y se termina yendo. La palabra «boludo» se le queda en los dientes.

Las cartas empiezan a ordenarse y mi humor también. No sé qué hora es. Tengo muchas fichas conmigo. Las fichas son el mejor invento del casino: la razón por la cual la gente se queda jugando en vez de huir de antros como este. ¿Por qué se usan fichas y no dinero? Los casinos tienen muchas respuestas y a lo largo de los años las he escuchado todas: dicen que son más higiénicas que el papel, que no se rompen y que son más difíciles de falsificar porque les ponen un chip adentro (dudo de que sea verdad). De todos los argumentos, sin embargo, el único que no nombraron es —a mis ojos— el más cierto de todos: las fichas no son nada. No sirven para ninguna otra cosa que no sea apostar. Y cualquier jugador con fichas en la mano se olvida fácilmente de lo más importante: está empeñando su dinero.


Ahora, en la mesa, el ambiente se recompuso: estoy ganando; todo se vuelve agradable. A mi lado está Petrona Gutiérrez (una filipina que —pese a su nombre— no habla español) y está también Angelina, una chica joven, gorda y linda que viene acompañada por un amigo que le pide plata todo el tiempo.

—Come on, Angie, dame algo para doblar; gano y te lo devuelvo —es la frase que repite cada dos o tres manos.

Angelina le da todo lo que gana y mientras tanto cuenta que debió dejar su casa por el huracán. Que la casa está parcialmente destruida, pero que para el gobierno es suficiente: su demolición fue planificada para este mes y ahora Angelina está viviendo con unos tíos.

—No debo estresarme, you know —dice Angelina y se señala el vientre: lleva un embarazo de siete meses y medio, y dice el número —«siete y medio»— entre bocanadas de humo de cigarro.

La miro.

—Cuando nazca voy a dejar de fumar —dice y pone sus cartas sobre la mesa.

El crupier es un colombiano llamado Luis y no tiene demasiada suerte, lo que quiere decir que nosotros sí. Petrona, Angelina, el amigo de Angelina y yo empezamos a ganar con calma, mientras charlamos de la vida y bebemos lo que más nos plazca. Todo parece una playa a la hora de la caída del sol. Empiezo a estar cómodo y decido apostar fuerte, y es entonces cuando un tipo llamado Evan —borracho— aparece en escena y desparrama un vaso de algo naranja y pringoso arriba de la mesa. Moja todo el mazo. El crupier reacciona rápido y toma unas servilletas y absorbe todo en segundos, pero las cartas ya están arruinadas.

—Así no se puede seguir, la mesa debe ser cerrada —dice.

A Petrona se le desfigura la cara.

—¡No vas a cerrar nada, siempre pasa lo mismo cuando voy ganando! ¡Trampa es lo que hacen, trampa! ¡Consiga otras cartas y sigamos!

—Lo siento, no hay otras cartas.

Lo que sigue es indignación y caos. Todos —salvo el borracho— protestamos con energía, aunque en el fondo sé que tengo poco resto. Estoy cansado: fueron demasiadas horas para mí. Petrona, en cambio, es mayor que yo —tiene más de sesenta años— pero muestra unas notables ganas de pelear, aun cuando estuvo despierta toda la noche. A los gritos, le explica al empleado del casino que ella decidió dejar pasar un colectivo de vuelta a su casa para jugar y que si no le abren la mesa se habrá quedado en vano y que está por descomponerse y que quiere descansar pero no tiene un cuarto de hotel porque pensaba quedarse jugando toda la noche. Petrona es una catarata de la que cualquiera quisiera librarse. Cualquiera, menos el casino: todos sabemos que Petrona podría caminar algunos metros e ir a otra casa de juegos con cartas secas, pero Petrona sabe que a ningún casino le gusta perder clientes. Antes de que acabe mi cigarro, Petrona tiene en la mano las llaves de su habitación, cortesía del lugar, aunque igual no abandona la mesa. Nadie lo hace.

Angelina mira la escena con el rostro adormecido mientras silba, por lo bajo, lo que entiendo que es la canción «Bajo la rambla». Cuando el sol no está / Y la tarde cae al fin. / Quiero olvidar los momentos que en la rambla pasé. La miro extrañado.

—The Drifters —dice Angelina—. ¿Escuchaste la versión de Springsteen?

En realidad pensaba en Gabriel Carámbula.

—No sabía que Springsteen había grabado esta canción —digo.

Angelina saca su teléfono, entra a YouTube y bajo el título de «Huracán Sandy, llegando juntos» aparecen Bruce Springsteen, Billy Joel y Steven Tyler, entre otros, cantando «Under the boardwalk». Arreglar las ramblas, sabré después, costó más de cincuenta millones de dólares. Y los músicos juntaron la mayoría de ese monto en una gala benéfica. La canción es linda y aunque no estamos jugando, por un momento la pasamos bien. Incluso el amigo de Angelina deja de pedirle plata.

—Debajo de la rambla hay gatos —dice Petrona—. Gatos, cientos. Son famosos los gatos de Atlantic City. La gente estaba preocupada porque se fueron con el Sandy, pero ahora volvieron y voluntarios de todo el país vienen a cuidarlos. La gente no tiene casa pero cuidan a los gatos.

Petrona sonríe. No sé si lo hace por la historia de los gatos o porque vino un supervisor con un mazo de cartas nuevo. Da igual. Lo importante es que junto con el mazo llega Lisa, una crupier entrenada en el arte de sacarnos la plata. Los crupiers, hay que decirlo, son gente de miedo: son, en muchos casos, jugadores con rasgos ludopáticos y capaces de desvalijarte en un minuto. Un estudio de la Universidad de Chicago advierte que el veinticinco por ciento de los empleados de casinos tiene severos problemas de adicción al juego. Esa enfermedad es útil a la industria, y si no miren a Lisa: es feroz. Con ella las cartas vuelan y también nuestras fichas. Todo es muy rápido. Estamos viviendo una masacre en tiempo récord y, en una obvia alegoría del juego, lo ganado se va en un suspiro. Me levanto de la mesa desplumado.


No tengo idea de la hora pero estoy tan cansado que a gatas llego a mi cuarto. Me tiro en la cama y prendo el televisor. Hay un show de Jerry Springer, un conductor televisivo que se hizo famoso por ser alcalde de Ohio y por pagarle a una prostituta con un cheque, razón por la cual Springer debió renunciar a su cargo de funcionario. «Si fuera posible jugar con cheques tal vez seguiría abajo, en alguna mesa» me digo. Y eso es lo último que pienso.

Luego creo que me duermo. Pasan tres horas y me despierto con acidez, dolor de cabeza y una imagen. Prendo un cigarrillo, esto es lo que veo. Tengo cinco años y estoy con mis padres caminando por alguna ciudad de Colombia cuando entramos a un lugar con tragamonedas. Hace calor y estamos contentos; la vida es buena. Ellos empiezan a jugar.

—Marcos, meté vos una moneda —dice mi padre.

Lo hago, tiro la palanca y empieza una fiesta de luces y ruidos metálicos. El ruido es sordo y las monedas no paran de salir. Son tantas que se desbordan y caen al suelo. Las personas se acercan a ver; todos miran las monedas, todos menos mis padres: ellos me miran a mí. Sonríen.

Anoto el recuerdo en una libreta y le pongo un título: «¿Origen?». Después salgo de mi cuarto.


Abajo, en la misma mesa que dejé hace algunas horas sigue Petrona, o lo que queda de ella. Está claro que no fue a la habitación. Su cara está descompuesta por el cansancio, pero aun así parece alegre de verme.

—Te estaba esperando. Ahora vamos a enseñarles —me dice con una sonrisa y poca fe.

Pero no pasa nada y vamos aburriéndonos de a poco. Yo dormí algo y soy más joven, así que debería estar en mejor estado que Petrona. Pero ella tiene lo único que yo no tengo: necesidad de ganar. Eso le da una ventaja. Resuelvo fumar un último cigarro y detenerme acá. Pero antes de apagarlo una moza me trae una Coca y un paquete nuevo.

—Cortesía de la casa —dice. Agradezco y siento que contra ellos no se puede. Yo estoy mirando las cartas pero ellos están mirando todo. La sensación me agota y por segunda vez tomo la decisión: en cinco minutos parto, es un hecho. Así que ahora juego con la claridad mental del que sabe que no va a volver a hacerlo por un largo tiempo. Así pasa el rato. En algún momento se va Petrona y llegan tres negros de muy buen humor.

—Tengo cuatro trabajos porque tengo cuatro novias que mantener —dice uno, y todos reímos.

Me traen un café y lo tomo, aunque no lo necesito. Estoy despabilado y fresco y empiezo a ganar. Tengo una camisa marca Polo y el de las cuatro novias me dice «Polo Man ». Otro pregunta mi nombre y se lo digo. Al rato soy «Marco Polo» para todos y empiezo a olvidarme de que tengo que irme.

Ya me pasó otras veces. Cuando me casé fui de luna de miel a California y como quedaba de paso (forzando un poco el paso), nos quedamos una noche en Las Vegas. Fuimos a un show y después a dormir, pero a las dos de la mañana bajé solo al casino. Mi vuelo salía a las doce, y a las once y cuarto sentí que me tocaban la espalda: era mi mujer que había hecho las valijas, las había subido a un taxi y me había encontrado al fin en la mesa de Black Jack.

Ahora no está mi mujer, así que llego al ómnibus de milagro. Me siento de un modo extenuado y ciego: sin mirar quiénes viajan conmigo. Solo sé que a mis espaldas hay un nene que pega patadas todo el tiempo y que a mi lado hay un tipo con grandes auriculares y una bolsa inmensa de comida frita.

—¿Buena suerte? —pregunta con la boca llena. Procuro ofrecer un gesto amable, pero no sé qué decir. Dejo mi bolso y me acomodo en el sillón como si fuera un lugar seguro. Ahora cierro los ojos, trato de relajarme. El ruido de los salones todavía está conmigo y se va transformando lentamente en una lluvia monótona y metálica: puras monedas que me van durmiendo.

Entre ellas, sonrío.

Escrito por Marcos Pereyra
Ilustrado por Lorenzo Amengual

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