El fotógrafo Marcos López puso en Google «Alquiler, Casa, Costa Atlántica» y después pasaron cosas
Marcos López y una de las fotos en su casa alquilada. Collage.

Crónica introspectiva

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Estamos acostumbrados a darnos el lujo de contar con Marcos López en la edición en papel de esta revista. Pero siempre detrás de un lente. Lo que sigue a continuación es una crónica desesperada y urgente, escrita a mano en medio de unas vacaciones lejos del placer del descanso y las brisas de la costa.

Alquilé una casa por internet en Mar de Ajó y me vine solo manejando el auto. Estaba desesperado por salir,  pero fui cauto. Esperé un día más. Hice alineación y balanceo, cambio de aceite, pagué el seguro, y le pedí al mecánico amigo de la esquina que revisé los frenos y las mangueras de agua.

Creo que este viaje fue —es, sigue siendo—  un gesto teatral, poco sincero, un acto medio irresponsable —supuestamente «libre»— con pretensiones ilusorias de que la vida es algo cinematográfico.  Nunca me gustó el mar. Ni el Caribe, ni cuando caminé en invierno por los acantilados de la playa en Normandía, ni la Isla Margarita, ni Copacabana, ni Ipanema, ni Leblon, ni Varadero… Menos que menos el mar argentino. Me gusta Mar de Plata, en abril. Máximo tres días. No me puedo explicar por qué vine. Quería salir de Buenos Aires. Un cansancio estructural. La sensación de que hace diez, veinte, treinta años que no paro de trabajar. Y después el cansancio de «Las Fiestas».

Puse en Google las palabras «Alquiler-casa-costa atlántica» y en menos de tres minutos alquilé esta casa por diez días. Fue la primera que salió. Me dio un ataque de roadmovie #williameggleston #phillipelorcadicorcia. Quería volver a sentirme fotógrafo. Quería salir a la ruta como si estuviera reencarnado en #thelmaylouise. Las dos juntas en mi cuerpo, mi sexo, mi corazón y mi alma. Amalgamado. Como si fuera Dennis Hopper en #buscomidestino #easyrider #ontheroad #enelcamino #jackerouac. Quería todo. Cuando estoy desesperado quiero todo. 

Ahora, hoy, hace dos días que estoy, me faltan ocho, y ya me quiero volver. La casa está a una cuadra de la ruta. Se escuchan autos y camiones sin parar. Al lado de la casa hay vecinos con chicos en una pileta y todo el día escuchan cumbia, cumbia y mas cumbia.  El otro vecino cuando termina de cortar el pasto empieza con la bordeadora. Lo que más me molesta es la bordeadora. Es un taladro que te perfora la cabeza. 

A media cuadra hay una discoteca hasta las ocho de la mañana. Trato de tomar la experiencia como un ejercicio para calmar la angustia. Imagino cosas. Trato de no juzgar. Escribo a mano, en un cuaderno, sin parar, una historia sobre la familia que supuestamente vive aquí. Hay niños. En la mesa de fórmica de la cocina había un perrito y una Barbie con un solo brazo. Dejaron ropa colgada. Dejaron sobre mi cama un guante rojo. Trato de pensar que es casualidad, pero me pongo paranoico y pienso que es brujería.

Me repito «no pretender en la gente un parámetro de normalidad, aceptar», pero armaron el arbolito de navidad atrás de la canilla en la cocina. Hoy es veinte de enero y me desespera ver ese arbolito con la luz de la mañana, a la tarde, a la noche, cuando me levanto a tomar agua en la madrugada… No me animo a sacarlo y tampoco puedo dejar de mirarlo. No puedo tomar fotos. Compré especialmente para este viaje una Pentax 6×7 en Mercado Libre y veinte rollos de negativo color y ni siquiera la saqué del bolso.  

Creo que me voy. Dejo todo como está, me pierdo los ocho días que ya están pagos y me vuelvo a mi casa. El problema es que alquilé por un sitio que hay que calificar. Y tengo que hablar por teléfono con la mujer que me alquiló el lugar. No quiero juzgar. No quiero herir. No quiero mentir. Creo que voy a dejarle un mensaje grabado por WhatsApp, diciendo: «Extraño mi casa. Todo muy lindo».

Y me voy. Y listo.

Quizás hasta me agradecen.

La familia que se fue debe estar esperando que me vaya para poder volver.